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Dieciseis meses pasó Víctor Montoya en prisión preventiva, hasta que un fallo unánime lo absolvió de la acusación de haber participado en la colocación de un artefacto explosivo en un recinto policial en Las Vizcachas, estimando que la prueba en su contra fue “insuficiente e inidónea” y “del todo imprecisa e inconsistente” para establecer su responsabilidad.

Además, en un razonamiento jurídico que viene a consolidar la jurisprudencia de los últimos años, el Tribunal Oral desestimó que los hechos pudieran ser encuadrados en la Ley de Conductas Terroristas, optando en cambio por tipos penales comunes (daños y lesiones) y de la Ley de Control de Armas y Explosivos (porte de bomba).
El veredicto, cuya sentencia conoceremos este domingo, es relevante desde el punto de vista de los derechos humanos. En primer lugar, porque el Tribunal complementa la normativa nacional con instrumentos internacionales como la Convención internacional para la represión de atentados terroristas cometidos con bombas, logrando así racionalizar la aplicación de los tipos penales contenidos en la Ley de Conductas Terroristas, cuya imprecisión y subjetivismo han sido señalado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos en numerosas ocasiones.
Otra cuestión importante es la constatación de que la investigación en contra de Montoya fue “tendenciosa”, “sesgada” y que en la producción de pruebas se infringieron garantías fundamentales del imputado, particularmente su derecho a la intimidad consagrado en el artículo 19 Nº 5 de la Constitución Política. Lo anterior resulta ser una tremenda paradoja, ya que el terrorismo es definido en el artículo 9 de la Constitución como “contrario a los derechos humanos”. Así, el tribunal recalca que se desdibujaría todo el sentido de lo que se pretende proteger si son precisamente esos derechos fundamentales los que se ven vulnerados en la persecución y enjuiciamiento de hechos que se pretenden “terroristas”.
Lo señalado por el tribunal va en plena sintonía con la Convención interamericana contra el terrorismo, aprobada en el 2002, en cuyo Preámbulo se señala que la “lucha contra el terrorismo debe realizarse con pleno respeto al derecho nacional e internacional, a los derechos humanos y a las instituciones democráticas, para preservar el estado de derecho, las libertades y los valores democráticos”. Olvidar esto implica que a pretexto de la lucha contra el terrorismo se entraría en una espiral en que se ven cada vez más afectados precisamente los valores y derechos que un ordenamiento jurídico democrático está llamado a proteger.
Desde la modificación efectuada a la Ley de Conductas Terroristas a fines del 2010, en todos los casos en que ésta ha pretendido ser aplicada los juicios han terminado en absoluciones o en condenas por delitos comunes, pero no por terrorismo. El único caso en que curiosamente existe un condenado por delitos terroristas tras dicha reforma legal es el juicio abreviado en que el Juzgado de Garantía de Victoria condenó a Raúl Castro Antipán, testigo protegido y agente infiltrado de la DIPOLCAR de Carabineros de Chile, a una pena de cumplimiento en libertad vigilada.
En casos como el de Las Vizcachas, y en otros ocurridos en el contexto del conflicto del Estado chileno con el Pueblo Mapuche, estos resultados se contradicen con el hecho de que la gran mayoría de los imputados, en el marco de la Ley Antiterrorista, han sido sometidos a largos períodos de privación de libertad. En este contexto, sin duda se requieren soluciones que impliquen modificar el estatuto antiterrorista a los fines de dotarse de una legislación respetuosa y plenamente compatible con las obligaciones internacionales que el país ha comprometido, tal como se ha instado reiteradamente desde el sistema universal e interamericano de derechos humanos.

* Directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos