Mientras su hermano Brandon arreglaba un antiguo Chevette en el patio de su casa y su padre preparaba el almuerzo en la cocina, el pequeño Isaías salió a dar una vuelta en bicicleta, tal como lo hacía todas las mañanas alrededor del mediodía. El domingo 18 de diciembre no fue la excepción.
Cuando llegó a la ruta 49 que conecta con Angol, a sólo 20 metros de su casa, se encontró con un operativo policial. Sergio Licán Levinao, uno de los detenidos en el procedimiento acusado de apedrear a otros vehículos en el trayecto, lo vio al otro lado de la calle luego de ser reducido por un grupo de policías: “De pronto apareció en su bicicleta por el camino un carabinero cruza la calle y lo bota, la bicicleta salta lejos”.
¡Brandon¡ ¡Brandon! ¡Ayúdame!- gritó Isaías de inmediato.
El hermano mayor dejó las herramientas botadas y corrió en auxilio del menor de 13 años. “Lo tenían en el suelo, apuntándolo. Empujé a un carabinero para ayudarlo y me pega con la escopeta en la espalda”.
-Tírate al suelo o si no te disparo- cuenta Brandon que le dijo el uniformado.
El abuelo de los muchachos, Guillermo Hernández, que tiene un negocio de mote con huesillos al costado del camino, le preguntó a los policías por qué tenían a sus nietos tirados en el suelo. “Los conozco, sé que no están metidos en nada”, les dijo.
Ni siquiera el mayor Patricio Vergara, jefe del operativo y cercano a la comunidad evangélica a la que pertenecía la familia de los menores, se dignó a entregarle un argumento convincente. “Mire cómo nos tiene – le dijo Brandon desde el suelo-, pero él se puso a reír y se dio media vuelta”.
El abuelo corrió en busca de su hijo Diego, el papá de los niños, pero antes de llegar a la casa escuchó un disparo. “No hubo ningún forcejeo. Estaba tranquilo, quieto, con las manos atrás, y el paco le disparó”, declaró Isaías días más tarde en la investigación. Brandon recibió una descarga en su espalda, a la altura de la cadera, a menos de 30 centímetros de su cuerpo. Más de 100 perdigones se incrustaron en su piel.
El menor de los hermanos Hernández Huentecol se sacó su polerón, intentando contener la hemorragia del cuerpo de Brandon. “Los perros le estaban oliendo la sangre, tenía los dientes llenos de tierra”, describe su padre.
-¿Quién le disparó?- preguntó en cuanto llegó al lugar a los más de 15 policías repartidos en cuatro camionetas.
Diego Hernández recuerda que intentó recoger el cartucho de la escopeta, pero que los carabineros se lo impidieron. Después, agrega, comenzaron a esconder al carabinero que había disparado. “Se pasaban la pelota unos a otros”, dice. El ruido del disparo sacó a todos los habitantes de sus rutinas habituales. Incluso el pastor de la iglesia evangélica de la Villa Las Águilas, donde vivía Brandon, William Sandoval, acudió rápidamente a calmar los ánimos.
Lo primero que hizo fue acercarse al carabinero Vergara y decirle que se habían equivocado. Cuenta que éste no le respondió nada y que sólo atinaba a mover la cabeza de un lado a otro. Brandon no sentía sus piernas. “Ni siquiera tenía dolor”, asegura.
Lo que no ha podido borrar de su memoria el menor de 17 años es el rostro del carabinero que lo acribilló por la espalda. “Tenía la cara rara, como quemada, con cicatrices de acné”, dice. Su abuelo, que el día anterior le había vendido mote con huesillos, comparte la misma impresión: “¿Conoce las liebres cuando tienen los ojos para afuera?, así se veía el tipo”.
Diego Hernández comenzó a exigirle a los policías que llevaran a su hijo a un hospital. También los vecinos que se agolparon en la esquina junto al pastor Sandoval. Habían pasado cerca de 20 minutos y todavía no llegaba la ambulancia. Los funcionarios ceden finalmente a la presión y deciden trasladarlo en una camioneta institucional. Brandon asegura que nunca había experimentado eso que pasaba en las comunidades aledañas. “Yo no conocía la violencia contra menores, nunca pensé que me podía pasar algo así”.
TIERRA PROMETIDA
Ada Huentecol y Diego Hernández se casaron en julio de 2001. Ella tenía 21 años y él 25. Vivían en Los Morros, en San Bernardo, en el departamento de la madre de Diego. “Era un lugar muy chico. No vivíamos cómodos”, recuerda hoy Ada. La pareja ya tenía dos hijos: Brandon de tres años y Rebeca de uno.
A finales de ese año, cuando no llevaban ni 4 meses de casados, el pastor de la Iglesia a la que asistían con regularidad, William Sandoval, tomó una drástica decisión: irse de Santiago junto a su familia. “Se escuchaban disparos todos los días. No podíamos dejar que nuestros niños salieran a la calle”, recuerda el pastor.
Los hermanos de la Iglesia supieron de la decisión de Sandoval y decidieron seguir a su pastor. Curaco, un pueblo cercano a Collipulli, región de La Araucanía, se transformó en la tierra prometida. A Ada Huentecol le entusiasmó la idea: “yo nací en Carahue. Mis papás, hermanos y tíos viven allá. Llegué a Santiago a los 7 años, pero siempre fue un sueño volver a mis raíces. El sur tiene un imán que te hace volver”.
En total 14 familias decidieron vender sus casas, departamentos y bienes, para comprar en conjunto casi tres hectáreas de terreno. En enero de 2002, los Hernández Huentecol ya estaban instalados en su nuevo hogar. Les tocó un pedazo de 25 por 70 metros. Allí construyeron una huerta y empezaron a criar gallinas, gansos y patos. También una modesta casa de madera que pronto comenzaron a ampliar.
Las familias formaron una comunidad cristiana en Curaco y fundaron la Iglesia Tabernáculo de Las Águilas, en honor al sector donde viven, con el pastor Willian Sandoval como líder. “Habíamos logrado la vida tranquila que deseábamos. Al principio, incluso, estuvimos más de cuatro años sin luz”, recuerda Sandoval.
Los Hernández Huentecol se las arreglaron de diferentes maneras para vivir: el padre hacía trabajos de hojalatería, su especialidad, y la madre cocinaba en un colegio cercano. Con el tiempo, las 14 familias se hicieron conocidas en el sector, adaptándose a la vida sureña, y celebrando sus cultos en el templo.
Poco a poco empezaron a conocer a miembros de otras comunidades evangélicas. Uno de ellos fue Patricio Vergara, el suboficial mayor a cargo del retén de Curaco. “Le dimos toda la confianza”, recuerda William Sandoval. Vergara comenzó a relacionarse con la comunidad y en el año 2015 le pidió a Ada Huentecol que la ayudara a organizar la cena de celebración de las bodas de oro de sus padres. Ella aceptó encantada. “Fui a organizar la cocina y le preparamos arroz primavera con carne en salsa y de postre mote con huesillos. Nos pagó todo”, recuerda la mujer.
Pero la amistad entre la comunidad y el carabinero terminó abruptamente el 18 de diciembre pasado. Patricio Vergara, desde entonces, no volvió a aparecerse por la villa Las Águilas. “Ahí vemos que no hay amigos cuando ellos hacen su trabajo”, cuenta hoy Ada Huentecol.
El ambiente en la comunidad evangélica se ha crispado y las desconfianzas acechan. Al otro día del baleo de Brandon, su hermano Israel de 11 años fue detenido por una patrulla de carabineros. Se bajaron dos funcionarios, uno le hizo una llave por la espalda y el otro le apuntó la escopeta en el pecho. “El niño llegó llorando a la casa”, asegura su abuelo, Guillermo Hernández.
Los niños del sector están afectados. Según el pastor Sandoval sus hijos ahora rechazan a los carabineros, al igual que los niños de otras comunidades mapuches aledañas. Historias que escuchaba de sus vecinos y que no creía, pero que ahora vive en carne propia. “Están atentos cuando pasan y le apuntan con sus pistolas de agua. Quedaron muy mal, todo esto les ha generado un rechazo total, es muy fuerte”, agrega.
¿POR QUÉ LO HICISTE?
A Brandon lo subieron en el asiento trasero de una camioneta, iba acompañado de su padre y dos carabineros. El vehículo se encaminó rápidamente al hospital de Collipulli. En el trayecto comenzó a angustiarse, sentía su corazón acelerado y temía que le pudiera dar un infarto. Años atrás había sido operado del corazón por una severa taquicardia. “Me quejaba caleta, le pedí a Dios que me ayudara”, recuerda.
Los carabineros comenzaron a hablar entre ellos. “Este weón tiene que pagar por lo que hizo, tiene que asumir su error”, comentó uno de los uniformados refiriéndose al policía que había disparado. Brandon escuchaba la versión con los dientes apretados. Su impresión de los hechos era absolutamente distinta. “Para mí no fue un error o un accidente. Sentí cuando pasó el seguro y después me dispara. Fue intencional”.
Poco antes de llegar al hospital Brandon perdió el conocimiento. Su madre, Ada Huentecol, que estaba en un paseo junto al menor de sus hijos, llegó al recinto asistencial luego de ser alertada por unos vecinos. Pensaba que Brandon estaba muerto, que nadie podía sobrevivir a un disparo a tan corta distancia. Lo primero que hizo fue encarar al policía que le disparó a su hijo.
-¿Por qué lo hiciste?- le preguntó.
-Fue un accidente, señora- le respondió otro funcionario.
Hasta entonces, la identidad del carabinero que percutó el gatillo en contra del menor se desconocía. La familia, tras viralizar un video con la imagen del funcionario policial, reveló su nombre en facebook. Se trataba del suboficial Cristián Rivera de la Prefectura de Fuerzas Especiales de Pailahueque, instalada a fines de marzo del año pasado en un excolegio particular subvencionado ubicado en la misma localidad, que generó protestas en la zona por ocupar un establecimiento educacional como un nuevo eje de la Zona Policial de Control de Orden Público.
El pastor William Sandoval también aprovechó la oportunidad para encarar al jefe del Retén de Curaco. “Hermano Vergara, lo que le hicieron a Brandon fue muy malo”, le dijo. El carabinero le habría dicho que reprendió al funcionario involucrado y que el incidente habría ocurrido a sus espaldas. “Al parecer fue un accidente, los jóvenes quisieron arrebatarle el arma a uno de las Fuerzas Especiales y ahí se disparó la escopeta. Cuando me di vuelta me di cuenta que el muchacho estaba tendido con un impacto de bala en la pelvis”, contó el carabinero a The Clinic.
Brandon fue trasladado esa misma tarde al hospital de Angol, escoltado por varios carros policiales, donde le realizaron una cirujía de emergencia para contener la hemorragia derivada de una fractura de pelvis y la rotura de la arteria iliaca interna. El informe elaborado por el Departamento de Derechos Humanos del Colegio Médico señala, además, que se le habrían realizado suturas a alrededor de 20 perforaciones en el tubo digestivo. Las intervenciones, según el documento, fueron determinantes para salvar la vida del menor.
Tres horas más tarde Brandon fue trasladado a la Clínica Alemana de Temuco. Allí le realizaron múltiples tranfusiones y varios exámenes detectaron distintas anomalías: fractura de ilion derecho, diversas estructuras metálicas incrustadas en tejidos subcutáneos, perdida de sensibilidad en el muslo derecho, diferentes traumas a nivel del tubo digestivo, derrame pleural y lesiones en partes blandas del tobillo derecho.
Manuela Royo, abogada que asumió la defensa de Brandon, cuenta que desde la llegada del joven a la Clínica Alemana se sucedieron una serie de hechos inquietantes. Uno de ellos, asegura, fue la donación masiva de sangre de funcionarios de Carabineros y el ofrecimiento de dinero a los padres para compensar la situación que estaban viviendo.
La familia no sólo asegura que hubo ofrecimientos, sino también amenazas. El padre de Brandon cuenta que al tercer día de estadía en la clínica pasó un hombre corriendo a su lado, le tocó el hombro y le dijo que vendrían “represalias”. Esa misma tarde se reunió la familia y decidieron permanecer todos juntos en Temuco, aunque fuera durmiendo apilados alrededor de la cama de Brandon.
El fiscal a cargo de la causa, Carlos Bustos, imputó al sargento Cristián Rivera por cuasidelitos de lesiones graves, mientras el jefe de la Novena Zona Policial de Carabineros, general Christian Franzani, salió públicamente a blindar al suboficial Rivera. “Lamentamos mucho este accidente”, recalcó.
La familia de Brandon y el Instituto Nacional de Derechos Humanos consideraron insuficiente la tipificación hecha por la fiscalía. El organismo, de hecho, se querelló el 5 de enero pasado por homicidio frustrado. La abogada Manuela Royo asegura que la señal dada por Carabineros y el Ministerio Público es terrible. “Al parecer hay ciudadanos que tienen mayor privilegios que otros, donde la vida de algunos vale más que la de otros, cuando lo que existió fue un acto criminal contra un niño, por el solo hecho de vivir en una comunidad y ser mapuche”.
SUEÑOS FRUSTRADOS
Ese 25 de julio de 2011, no fue tan difícil para Diego Hernández elegir el regalo de cumpleaños de su hijo Brandon. Cumplía 13 años y ya casi era de su estatura, 1.75 metros. Estaban compartiendo en familia en el living de la casa, cuando sin tanta parafernalia, le dijo: “Brandon, toma las llaves, el auto es tuyo”.
La cara de Brandon ese día fue similar a la que puso 10 años antes, al ver llegar a su papá, por primera vez, arriba de un camión prestado por la empresa de transporte en la que trabajaba cuando vivían en Santiago. “Le encantaban los camiones. Desde los tres años tuvo un gusto por los autos que jamás se le quitó”, recuerda Diego.
El padre había comprado ese Chevette beige hacía un tiempo, pero prácticamente no lo ocupaba. Brandon ya lo conocía entero. Abría el capot para aprender las piezas, armaba y desarmaba partes, lo hacía andar y daba vueltas por el campo.
Esas vueltas eran principalmente para buscar manzanas o ciruelas por terrenos cercanos a la casa. La segunda afición del adolescente, después de los autos, era cazar y recolectar. Desde muy niño se perdía en los cerros durante horas buscando leña o sacando digüeñes y changles.
Cuando fue creciendo, la caza de conejos y la pesca de salmones se convirtieron en su mayor hobby. “Llegaba los viernes del colegio y se iba con sus perros toda la noche a buscar conejos. Traía hartos”, recuerda Ada Huentecol.
“Desde chico que hago eso. Iba al río Malleco que está cerca. Sacaba salmones. Aparte tengo 10 perros. Los galgos son mis regalones, sobre todo el Loky y la Maca, que me acompañan a cazar. Lo que cazaba o recolectaba se lo vendía a la gente conocida, a los vecinos, o incluso a los profesores”, relata Brandon desde la clínica donde se encuentra internado.
La docente Jessica Fernández (42), del colegio básico Víctor Durán Pérez de Collipulli, fue su profesora jefe de quinto a octavo. Lo define como uno de los niños más callados y ordenados del curso. “Es de esos alumnos que no se olvidan por su forma de ser, tan caballero y respetuoso”, asegura.
La profesora de Lenguaje recuerda un hecho que la marcó: “Cuando iba en octavo por primera vez me alzó la voz. Le llamé la atención para que se fuera a sentar y él me respondió que no. Le insistí y se fue a sentar. Ese mismo día en la tarde, me entregó una carta pidiéndome disculpas. Ahí me decía que nunca me había faltado el respeto y que sabía que le llamaba la atención para que fuera mejor persona”.
Otra cosa que le impresionó fue la constancia de su ex alumno. Dice que a varios estudiantes de su curso le gustaban los autos y querían estudiar algo relacionado. “Pero Brandon fue el único que siguió firme. Era lo que le apasionaba”, cuenta la profesora.
La enseñanza media la cursó en liceo Industrial de Angol. El 2016, al ingresar a tercero medio, optó por la especialidad de mecánica automotriz. Fue uno de los alumnos más destacados de su generación, rendimiento que lo entusiasma para ingresar a estudiar ingeniería mecánica automotríz en la universidad.
Hace un par de meses el Chevette que le regaló su papá comenzó a fallar. Brandon juntó dinero y le compró el motor a un compañero de curso que tenía el mismo modelo. Cuando lo tuvo en su casa, en noviembre pasado, empezó a usar las piezas de su nueva adquisición para reparar el motor de su auto.
El domingo 18 de diciembre Brandon Hernández faltó al culto de su Iglesia, en la que solía tocar la batería, para terminar el arreglo. Era el último día de vacaciones antes de entrar a la práctica profesional que cursaría en un taller mecánico de Collipulli, al día siguiente. No alcanzó.
El overol y zapatos de seguridad que compró a medias con sus padres, siguen guardados en el ropero de su pieza.
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Brandon Hernández Huentecol lleva más de un mes hospitalizado en la Clínica Alemana de Temuco. Ha sido operado 9 veces. Todavía tiene perdigones en su cuerpo que amenazan con obstruirle los intestinos. Tras varias semanas de recuperación, volvió a caminar con mucha dificultad.
Los padres de Brandon dejaron sus trabajos para acompañarlo desde el primer día que llegó a la clínica. Al comienzo estuvieron durmiendo a un costado lado de la cama del adolescente, junto a sus otros tres hijos, también menores de edad. Hace dos semanas un desconocido conmovido por la historia de la familia, les ofreció una casa en Temuco para que durmieran todas las noches y vuelvan al otro día descansados a la clínica.
Cristian Rivera, el carabinero que disparó el arma, sigue en ejercicio, pero destinado a funciones administrativas. Fuentes ligadas a la investigación aseguran que tiene antecedentes en la fiscalía militar por dispararle a un colega. Patricio Vergara, el jefe del retén de Curaco, días después del incidente dejó sus funciones. Hoy planea jubilarse de la institución.
Isaías Hernández Huentecol, el menor de 13 años que presenció el disparo contra su hermano, ya no sueña con ser gendarme. No quiere saber nada de uniformes.
Ada Huentecol, desde la clínica, reflexiona: “arrancamos de la violencia en Santiago para vivir una vida más tranquila acá y ahora estamos viviendo algo mucho peor”.