En la historia universal de las traiciones, Judas Iscariote ocupa un destacado lugar. Referirse a quien por unas cuantas monedas traicionó a Cristo, su maestro, es hablar de la miseria humana. Cuando Leonardo Da Vinci, quiso pintar a Cristo en “La última cena”, obra realizada entre 1495 y 1498, necesitaba un modelo de singulares características. Alguien de expresión bondadosa, inteligente y provisto de los necesarios atributos de profeta. En sus recorridos por las calles de Milán, halló a un joven campesino que llegaba a la ciudad, en busca de trabajo.
Se impresionó al observar su distinguida figura, y no tardó en contratarlo. Al cabo de meses, concluían las sesiones de posar y Leonardo finalizaba su objetivo. Dos años después, como necesitaba ahora pintar a Judas Iscariote, se dirigió a buscarlo, entre los vagabundos y pordioseros, que viven bajo los puentes. Ahí, encontró a un sujeto estragado, harapiento, vencido por la adversidad. Lo condujo a su estudio y le proporcionó albergue. Tiempo después, concluían las sesiones de modelaje y Leonardo da Vinci, procedió a remunerar al vagabundo. “Maestro, —le dijo éste— cuando posé como Cristo, me pagaste el doble”.
Esta historia, que bien puede ser ficción, grafica la conducta de infinidad de traidores, que se mueven en nuestra sociedad. Dominados por la ambición del dinero, se humillan ante el poder y se hincan, en demostración de servilismo. Otros, dispuestos a traicionar sus principios —¿principios?— visten ropajes de opereta bufa. Ansían ascender en la escala social, aunque ello signifique sinsabores y repudio por su trepadora actitud. Mejorar el pelaje y así, poder relacionarse con la gente vinculada a nuestra aristocracia ramplona, amiga de la cursilería. Si hace un tiempo, vestían ropas prestadas o de segunda mano, ahora las adquieren en las tiendas de lujo, situadas en el barrio Alonso de Córdova en Santiago.
A propósito del plebiscito del 4 de septiembre, han surgido en nuestra sociedad, individuos que provienen de distintas clases sociales. Dispuestos a medrar y traicionar sus valores; y si antaño, tuvieron alguna dignidad, ahora, la entregan por un mendrugo de pan. O el palmoteo en la espalda, incluida la oportuna adulación. Galería de renegados vestidos de profetas, junto a borregos analfabetos.
Serviles a nuestra oligarquía, la cual, desde tiempos remotos, ha utilizado el poder del dinero, para pervertir a las autoridades de turno. La oligarquía, auspiciadora de golpes militares, matanzas indiscriminadas de trabajadores y sus familias, ha regado de sangre la tierra. Oprobio tras oprobio, esta elite apátrida y sinvergüenza, siempre ha salido victoriosa. Es bueno recordar lo que sostuvo Eduardo Matte Pérez, antepasado de una de las tantas familias, que auspician el rechazo. “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio”.
Como este 4 de septiembre, puede dañarse el omnímodo poder, patrimonio y lucro de la oligarquía, si triunfa el Apruebo, ha desplegado a sus huestes. A tanto lacayo y yanacona que, en el mercado de abastos, vende su conciencia. La eventual aprobación de la nueva constitución, cuyo nacimiento brota de la voluntad popular y no de las elites apátridas, es una urgente necesidad, destinada a refundar el país. A darle aquella honra, que nace y surge de tarde en tarde, desde el corazón de nuestro pueblo.
A ofrecer un nuevo trato a la familia, como el núcleo integrador de la sociedad. A los pueblos originarios, por tratarse de nuestras raíces. A la naturaleza, por ser la casa de todos. Entregar a la juventud, aquellas herramientas necesarias, para su desarrollo y real incorporación al estudio y al trabajo. Proteger a la niñez, por ser ella, el futuro de la patria. Nada de mezquindades en esta hora de decisiones. En una palabra, abrirnos a la dignidad.
Por Walter Garib
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