Toda encuesta de opinión, por definición, se mueve en el plano de la indeterminación y la más absoluta especulación. No pueden predecir, no son ni oráculos posmodernos ni revelan verdades celestiales de ningún orden.
El 14 de abril de 1856 Karl Marx, con 38 años, dio un discurso a propósito del cuarto aniversario del periódico londinense People’s paper. El discurso, aunque breve, está lleno de esas piedras y minerales preciosos que siempre descubrimos en Marx y que son incombustibles. Tanto así que palabras lanzadas hace casi 170 años nos rebotan al día de hoy como un portal siempre a punto de abrirse y que permitiría –si nos atrevemos a cruzar su umbral– unas cuantas consideraciones sobre nuestro hoy; hoy que se nos revela frenético, caleidoscópico, diariamente interpretado, tendencioso y en gran medida gestionado por las llamadas “encuestas de opinión”.
En este discurso Marx, refiriéndose a “los pequeños hechos episódicos” de 1848 en Europa, dirá que “bajo esa superficie, tan sólida en apariencia, existían verdaderos océanos, que sólo necesitaban ponerse en movimiento para hacer saltar en pedazos continentes enteros de duros peñascos”. Pues bien, creo que esos pequeños hechos episódicos son las encuestas (tantas y tan variopintas en Chile) y los verdaderos océanos, el movimiento de placas, la transformación cultural y sociológica que operó de manera irreversible en este país desde octubre de 2019 y que no se detendrá independiente de cuál sea el resultado del plebiscito, y de si las empresas de encuestas le apunten o no, ya sea que provengan de izquierda, de derecha o de cualquier punto cardinal (pienso en las más representativas como la Adimark, la Cadem y su “Plaza Pública”, la CEP, el “Barómetro de la Política” de CERC-Mori, en fin).
Debo decir que dejo fuera de esta crítica al trabajo de las ciencias sociales que, desde una perspectiva de mucho más largo aliento y oxigenada por metodologías contundentes y marcos teóricos solventes, entregan conocimiento relevante, soportado sobre el oficio riguroso, técnico en el mejor de los sentidos y, siempre, con la vista puesta en extender el estrecho espacio de la reflexión en Chile. Ciertamente, estos estudios no son el reflejo arbitrario de un momento político específico, sino que pretenden ir más allá de toda exigencia circunstancial, generando sentido y densidad.
Toda encuesta de opinión, por definición, se mueve en el plano de la indeterminación y la más absoluta especulación. No pueden predecir, no son ni oráculos posmodernos ni revelan verdades celestiales de ningún orden. Sus datos, además, no responden ni siquiera al presente inmediato; no son –como comúnmente se alega– una “fotografía del momento”, porque sus resultados están temporalmente desfasados. Entonces estos son espurios, insisto, por definición, por más que los métodos se refinen y la tecnología se supere de manera constante en el tratamiento de la información recogida.
Las encuestas pretenden conquistar el aquí y el ahora con datos del pasado, por lo tanto, no dan cuenta de verdad alguna.
Por otro lado, las encuestas no pueden ser representativas como pretenden. Entonces nos preguntamos: ¿qué buscan representar?, ¿quién les atribuye ese privilegio hermenéutico de decidir que el país está re-presentado en un par de cientos de llamadas telefónicas o en otros cientos de cuestionarios aplicados a la salida del metro o a la bajada de la micro?
No me refiero aquí a la representatividad cuantitativa, todas llenan sus jorobas con agua de su propia fuente, sino a la representación como aquello que ocurre de forma estructural en una sociedad y que no es mensurable, accesible por vía de la técnica de recolección de datos. Sería, más bien, a lo irrepresentable a lo que no pueden llegar.
Las encuestas de opinión no pueden medir los “océanos” de los cuales nos hablaba Marx, no los pueden ver porque transcurren por debajo de la superficie evidente (como “el viejo topo” del cual –metafóricamente– escribe Marx y que deambula en el subterráneo de la sociedad y la cultura asomándose de vez en cuando; viejo topo que es la revolución). Las erupciones, los granos que se muestran en el rictus de una sociedad, sí que son medibles y monitoreables puesto que están en la corteza, a la intemperie social siendo, entonces, sensibles a la captura de la fiebre encuestológica que se ha cristalizado colonizando la opinión pública.
Y este es el riesgo; es decir que, al final de todo (y esto sí es cierto), generan tendencia; desde su naturaleza especulativa pueden definir el último tramo de la carrera por el Apruebo o el Rechazo (en este caso) pasando de ser, como se ha dicho, espurios cálculos temporalmente falaces a agentes determinantes que pueden sellar el futuro de un pueblo.
Hace un par de días en el podcast La cosa nostra, Axel Callís, sociólogo y director de la empresa de encuestas de opinión “Tú influyes”, le dijo a Darío Quiroga, en una hemorragia casi inmoral de pedantería estadística, lo siguiente: “La diferencia entre tú y yo es que tú hablas desde una argumentación… yo constato datos”. Me pregunto: ¿acaso la argumentación debe someterse a la constatación estadística? ¿En qué momento, según Callís, el argumento, propio de la más temprana tradición filosófica, debe inclinarse frente a un puñado de técnicas lanzadas a la pesquisa de una realidad que las excede, inconmensurablemente, y que jamás podrán capturar en su naturaleza fundamental? ¿Por qué un sociólogo, altamente tecnificado en los estudios de mercado, en su afán de explicar el devenir de una sociedad –con un insoportable fetichismo presentista– se atreve a tirar tal nivel de menosprecio por la argumentación? ¿Es decir, que sin datos no podemos pensar, abrirnos a la reflexión política, histórica, social?
Por más que lo intente, este tipo de data-moral nunca podrá vertebrar un pensamiento sobre la cultura y lo social mismo, más bien lo reduce a lo ininteligible. (Lamento que Darío, desde la dignidad de su planteamiento, no haya podido defenderse de la soberana arrogancia de un delirante numerólogo).
No creo en las encuestas, pero asumo sus potenciales decisivos efectos. En lo que sí creo es en la explosión cultural y política que significó el 18 de octubre de 2019 y en lo que ha generado, genera y generará. Se gane o se pierda, en Chile ya aplicó un proceso de transformación que no se detendrá por más que fuerzas políticas –reunidas en órbitas tan incestuosas como instrumentales– logren frenar, por un momento, el aliento imperturbable de una historia desatada.
Y para creer no necesito leer sofisticados gráficos de ocasión porque, y otra vez habitando en la herencia de un genio: “Hasta la pura luz de la ciencia parece no poder brillar más que sobre el fondo tenebroso de la ignorancia” (Karl Marx, 1856).
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