“¡Pero si a ustedes no les afecta! Imagina que el resultado es extremadamente estrecho y la opción Apruebo gana gracias a los votos de los chilenos del exterior: ¿Con qué derecho podrían imponernos algo a los que vivimos en Chile?” concluía así, con cierta vehemencia, un viejo amigo que—cosas de la vida—en esto del plebiscito, se halla, por lo menos al momento en que escribo esta nota, en la vereda opuesta, es decir el Rechazo. Eso a pesar de que en su momento estuvo de este lado y hasta pagó duro precio por su adhesión a la causa. Pero hay que admitir que alguna gente cambia y uno no tiene derecho a juzgarlos por eso.
Sin embargo, lo relevante es la pregunta de fondo: ¿por qué a los miles de chilenos que vivimos fuera del país, nos importa esta crucial decisión? Es obvio que, dado que vivimos fuera de Chile, a nosotros no nos afecta en nuestra vida cotidiana, las distintas disposiciones que pueda tener la constitución chilena. En mi caso, es la constitución canadiense y sus respectivas leyes, tanto federales como provinciales, las que debo acatar. Lo mismo vale para cada uno de los compatriotas repartidos por el mundo y viviendo dentro de los marcos institucionales de sus países de residencia.
¿Por qué, entonces, sería importante o pertinente para nosotros preocuparnos, hacer campaña y ciertamente votar en el plebiscito del 4 de septiembre? La respuesta inmediata sería simplemente porque—legalmente—aunque vivamos fuera de Chile, seguimos siendo tan chilenos como los que viven en el país. Si bien eso debería poner fin a la discusión, yo sé que tenemos que dar algunos otros argumentos. Y estos no faltan.
Primero, porque somos políticos—o al menos un buen número de nosotros lo es—en los hechos, eso fue lo que determinó nuestra salida masiva de Chile, luego del golpe militar. Nuestro proyecto político fue derrotado, ahogado en sangre para ser más preciso, pero eso no significa que no dejamos de pensar y— modestamente— contribuir con nuestra solidaridad a recobrar la democracia primero, y luego a tratar de articular propuestas de cambio social. (Debo admitir que esta puede ser una afirmación muy generacional. En su mayoría, los hijos e hijas de los exiliados ya no mostraron igual predisposición, mucho menos la tercera generación, pero eso es normal: los jóvenes tienden a adaptarse más fácilmente a las sociedades de acogida. No hay nada malo en ello).
Por cierto, desde acá pudimos constatar que hubo muchas decepciones: los gobiernos que se instalaron en el período de transición satisficieron en una mínima parte las que habían sido las demandas históricas de justicia social del pueblo chileno. Para muchos de nosotros, de esa generación al menos, la Constitución propuesta por la Convención Constitucional reabre esa puerta a nuestros sueños de un Chile mejor. Por supuesto, esto último no como una suerte de remedio instantáneo a los males del país, sino como como un marco de posibilidades reales para las transformaciones sociales y culturales.
También podríamos hacer una justificación ideológica, y decir sin tapujos que la Constitución propuesta efectivamente se sitúa en un marco progresista, muy en sintonía con las ideas que hoy circulan en el mundo. La plurinacionalidad, por ejemplo, no es una cosa inventada por bolivianos o ecuatorianos, aunque ellos lo han consagrado en sus constituciones. No necesariamente con ese nombre, la noción se halla subyacente en los textos constitucionales de países como Canadá (con dos pueblos fundadores del Estado, británicos y franceses), o en el reconocimiento de la diversidad lingüística en países como Bélgica. ¡Qué decir del regionalismo como respuesta moderna a las tendencias centralistas! En Suiza los cantones, las instancias más básicas del Estado, tienen la última palabra en una serie de políticas públicas. España, en su ley fundamental no hizo mención del federalismo, pero en los hechos ha consagrado lo que llama las Comunidades Autónomas. Esto sin contar, que como todo esto es muy dinámico, la tendencia moderna es en verdad hacia una mayor descentralización de los estados. El Reino Unido, por ejemplo, si quiere mantenerse “unido” eventualmente tendrá que conceder mayores atribuciones a los parlamentos de Escocia—donde hay un fuerte sentimiento separatista—y de Gales. Incluso en Francia, con una fuerte tradición centralizadora, hay demandas por parte de las regiones de adquirir mayor poder decisorio (e incluso en lugares como Córcega y Bretaña, hubo un tiempo, grupos independentistas).
Por último, porque la política no tiene por qué estar en conflicto con las emociones, el caso es que al fin de cuentas los chilenos del exterior seguimos sintiendo un profundo amor por el país donde nos criamos y crecimos, donde aprendimos nuestras primeras letras y descubrimos nuestros primeros amores (nótese que menciono estas instancias que construyen nuestra primera identidad, no el lugar de nacimiento que puede ser un simple accidente y del cual uno, obviamente, no tiene recuerdo). Esta dimensión emocional es, por lo demás, la que genera nuestra identidad. Pero ojo, como toda expresión de nuestras emociones, es importante mantenerla siempre muy controlada por nuestra racionalidad, no sea cosa que degenere en manifestaciones de nacionalismo fanático. En cierto modo, se puede decir que el hecho de ser “chilenos de la diáspora” nos permite también adquirir otras identidades con las cuales también desarrollamos lazos afectivos importantes y que nos ayudan a ver este tema con otra perspectiva. Mis primeros dos años de exilio transcurrieron en Buenos Aires, y desde entonces siempre he sentido un gran cariño por esa ciudad y su pueblo. En la actualidad, la mayor parte de mi vida ha transcurrido en Canadá, y—habiendo adquirido también la nacionalidad de este país—he desarrollado asimismo un gran afecto por él. Como a Chile le deseo que le vaya bien, de igual modo aspiro a que a Canadá le vaya bien, y por esa misma razón, como muchos otros chilenos, me he implicado en su vida política. Incluso, aunque no soy seguidor del fútbol, ya sé que para el Mundial voy a estar hinchando por Canadá, que se ha clasificado después de mucho tiempo sin asistir a estos torneos (dado que Chile no irá, aunque algunos aun quieren entrar “por secretaría”, algo que no es para sentirse orgulloso).
Así pues, desde el hecho legal de ser ciudadano chileno, a las razones de un compromiso político de larga data, y hasta los no menos importantes lazos afectivos, puedo argumentar con toda mi fuerza que sí, que espero votar, y con todo derecho, por la opción Apruebo este 4 de septiembre. Y que sí, en el mundo globalizado de hoy, las naciones, con sus ciudadanos repartidos por el mundo, adquieren una dimensión global también. Es la vía del futuro.
Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)
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