Eliminar la propuesta no eliminará ni el problema de raíz, ni el espíritu de lo nuevo que se quiso encarnar en ella. Rechazar sólo acelerará la caída y el desplome de lo viejo.
“Se armó la tole-tole” era un dicho antiguo, de abuelitas, que hoy debe resonar poco o nada en los centennials. Tan antiguo es, de hecho, que remite a la Crucifixión de Jesús. Cuando Poncio Pilato estaba decidiendo qué hacer con el joven rabino díscolo, lo presenta frente a una masa enardecida diciendo “He aquí vuestro rey” y la multitud entonces gritó “tolle, tolle, crucifige eum”, o sea: “Elimínalo, elimínalo, crucifícalo”. Según otras versiones, tole-tole quiere decir “Sácalo de nuestra vista, crucifícalo”. Aunque pasó al habla popular como sinónimo de gran alboroto, tole tole significa eso: elimínenlo.
Hace poco un empresario del sur afirmaba que si ganaba la opción Apruebo en el plebiscito de salida del 4 de septiembre, él asesinaría a más de 3 mil votantes del Apruebo, incluida amenaza de fusilamientos a los ex constituyentes Jaime Bassa y Fernando Atria. Lo que defiende este Pedro es el orden de la libertad, la propiedad y la familia frente al supuesto “lobo” plurinacional, antipatriota, anticapitalista y antifamilia que representa el proyecto de nueva Constitución, acusada de traidora a la patria. Más allá de lo espeluznante que parezcan estas declaraciones, estas se suman a una larga lista de acciones vergonzosas de partidarios del Rechazo: no sólo difundir información falsa, tergiversada e incompleta; no sólo provocar siendo insultantes y denigrantes hacia exconstituyentes (especialmente mujeres, disidencias e indígenas), sino que ahora suman esta calaña de personajes, que se pasean por las cloacas de las redes sociales vociferando amenazas e insultos, que suenan a “rechacemos, rechacemos, fusilémoslos”.
No pretendo afirmar que esa retórica fascista sea extendible a todos quienes votarán Rechazo. Hay, por supuesto, algunos que lo harán por concienzudas razones y prudentes reservas: no les convence el sistema político, ni el Consejo de Justicia, ni un sistema de justicia que incluya la perspectiva de pueblos originarios, poco énfasis en las libertades económicas, etc. Ante estas reservas lo único que podemos tener por delante, ya sea se apruebe o se rechace el proyecto de nueva Constitución, es una larga conversación y un largo periodo de ajuste de instituciones que, de todos modos, nunca estaría garantizado en su éxito por ninguna fórmula constitucional, incluso si fuera establecida por el mismísimo Ulpiano.
Es una realidad innegable que la Constitución del 80, con sus 257 modificaciones, ya no está a la altura de los tiempos. Se ha convertido en un insoportable corsé que obstruye la posibilidad de reorganizar nuestra convivencia ante la crisis de gobernabilidad, legitimidad y sentido que vino a convulsionar impresionantemente el año 2019, y que, lejos de ser mera y sola expresión de un “populismo de izquierdas”, barbarie lumpenconsumista, o de pulsiones adolescentes que se salieron de control, dicha indignación y rabia es la cara pública de una contradicción material, objetiva y estructural en nuestra forma de vida; una que produce patológica y estructuralmente un malestar con el costo, calidad y sentido de vida, un estado de ánimo que llevó a las masas hasta el hastío en aquella primavera del año 19, y que evidenció el agotamiento de un ciclo de instituciones y de actores políticos.
Cómo señalamos en una columna previa: el Rechazo no tiene respuesta ante esta crisis, y menos aún, una que se la juegue decididamente por un procedimiento democrático en un sentido fuerte de la palabra. La apelación al Senado, a cortes de jurisconsultos, a círculos selectos de hombres de buena fe, a galardonados expertos, siempre se ofrece como un modo de acallar lo que realmente incomoda: que las personas comunes y corrientes, las infumables “masas”, hayan elegido un camino constitucional, que hayan escogido a sus representantes por fuera de las élites y partidos políticos del establishment, y que ahora tengan la osadía de aprobar un supuesto “imbunche” constitucional.
Un prejuicio tan viejo como la filosofía política misma afirma que las masas, los muchos y muchas, son de desconfiar y que no deben participar del poder: son ignorantes, carecen de virtudes, quieren libertades pero no tienen autocontrol, y son movidas por pasiones como la envidia, el resentimiento y la ira. La democracia es, a los ojos de oligarcas del poder y aristócratas del saber, el peor régimen político porque no reconoce otro fundamento que lo que el mismo pueblo puede juzgar y decidir para sí mismo. Ni la nobleza de sangre, ni la riqueza, ni los títulos académicos, ni las tradiciones, ni menos aún la fuerza, tienen por qué tener una validez a priori, que pueda ser una verdad u orden aceptado sin más, que no pueda ser llevado y examinado en una asamblea de ciudadanas y ciudadanos.
Esta afirmación auténticamente republicana va de la mano con la idea de que la ciudad (el país, la nación, etc.) es el producto de ciudadanas y ciudadanos libres, que entre ellos pueden existir diferencias de opinión y condición social, pero ninguno de ellos tiene el derecho en erigirse en amo o gobernante, ni tampoco a ser tratado con privilegios ante la ley, a menos que la ciudadanía decida lo contrario.
A todas y todos quienes se creen más especiales que el resto (ya sea por sus títulos, su linaje, propiedades, etc.) esto suena a una herejía insoportable. Convertidos en mediocres aristócratas de ocasión, afirman que el igualitarismo democrático aplasta al individuo, su iniciativa, su mérito, su virtud… que toda justicia social y democracia aplanan y hacen decadente las fuerzas vitales de una sociedad, y que, con ello, las sanas jerarquías naturales dan lugar a una masa sin atributos, sin cerebro ni agallas, ávida de Amos feroces y totalitarios. Afirman al individuo y su derecho a libertades individuales, pero sin preocuparse de las condiciones materiales y sociales que hacen posible que unos y otras podamos aparecer en la escena política, juzgar y decidir de verdad. Así las cosas, se justifica que el poder siga en las mismas manos y que no se lo cuestione. Que siempre hablen los mismos, y que el humilde se calle.
El proyecto constitucional tiene sus opositores a la izquierda, no hay que olvidar eso. No es menor la fauna de estallidistas, antisistémicos, radicales e indignados de todas las formas y tamaños, que consideran que, desde el acuerdo de Noviembre de 2019, todo esto ha sido una farsa, una “nueva cocina”, y que no es más que el paso de la posta de una élite decadente y envejecida, a una nueva camada de gobernantas y gobernantes, que traen bajo el brazo las nuevas técnicas posmarxistas de administración del poder y el gobierno, que disfrazan al neoliberalismo con tolerancia multicultural, banderitas LGBT+ e imposturas feministas e indigenistas.
El proyecto constitucional sería una reactualización de una norma ochentera que ya no fue capaz de responder establemente a los patrones de acumulación del capitalismo del siglo XXI. Lejos de ser democrática, revolucionaria y popular, lejos de ser una auténtica Asamblea Constituyente, la Convención estuvo dominada por privilegiados del mundo académico y político, que traicionaron las verdaderas demandas revolucionarias del pueblo: la estatización de los recursos, el fin de la burocracia estatal, el fin de las policías, la expropiación de los ricos, el fin del capitalismo, la devolución inmediata de todas las tierras a los pueblos indígenas, desconocer pactos internacionales y tratados de libre comercio…
Allí donde la derecha amarilla calla respecto a pronunciarse sobre el diagnóstico de la crisis, acá la izquierda rojo-furiosa es impotente para ofrecer vías de solución efectivas a los diagnósticos que tienen por verdades irrefutables. Sus soluciones no concitan entusiasmo masivo ni convocan más allá de los círculos de convencidos y fanáticos de siempre. De la acción directa hasta el asambleísmo popular ninguna de estas soluciones parece tomar en cuenta el estado actual de las instituciones, la realidad económica y la gramática moral de ese manido “pueblo”, esa sociedad que unos y otros dicen bien interpretar. Al final, la realidad de lo que seamos como sociedad da igual: todo dependerá de engrudo ideológico que estemos consumiendo.
Tole-tole en la izquierda y en la derecha. ¿Qué es todo el escándalo frente a la Constitución, esa tole-tole que ya tiene cansados a muchos? No pretendo hacer una teología del Apruebo. Me interesa señalar el problema político que simboliza. Según Franz Hinkelammert, la provocación de Jesús, y aquello que lo lleva a la muerte, es que no reconoce ni el poder romano ni el poder sacerdotal de los fariseos.
Cuando se le llama “Rey de los Judíos”, no se siente directamente interpelado. Lo que Jesús ha dicho previamente es que el pueblo de Dios no son ovejas, sino dioses. Esto quiere decir, que están hechos a imagen y semejanza de Dios, y que, si Dios es juez, cada persona también puede juzgar y decidir sobre la ley. La ley no tiene por qué aplastar y sujetar como un buey de carga al pueblo, a esas masas desprovistas de virtudes, riquezas y honores académicos. No, la ley tiene que liberar, dignificar la vida, no empobrecerla ni subyugarla. Habría que decir: hijas e hijos de Dios, en el ámbito de lo espiritual; ciudadanas y ciudadanos, en el terreno político, siempre. Nunca, nunca más, esclavos, clientes o súbditos.
Pero, protestarán algunos, es un hecho que fueron esas mismas masas las que pidieron que se eliminara al rabino rebelde. Fueron habitantes de la ciudad de Jerusalén, el centro del poder real y simbólico, los que clamaron que se quitara al provocador de su vista y se lo crucificara (o fusilara si seguimos las ocurrencias del empresario sureño). Otro pueblo, menos vociferante y enfurecido, lo siguió en su calvario, cuidó de su cuerpo ya sin vida, y fue testigo de su resurrección. Si los fariseos leían los gestos de Jesús como una amenaza a la nación judía (amenazada a su vez por la ocupación romana), a su estatus sacerdotal y su pellejo personal, la solución de condenarlo y matarlo fue, por supuesto, una forma racional de conservar el poder –o sea, de no repartirlo. Jesús fue la catástrofe para el poder, y no la ley inhumana e injusta. Matar al mensajero, como supimos después, no eliminó ni el mensaje, ni restableció la confianza en el orden, ni tampoco aseguró la conservación del poder. Aceleró, más bien, el proceso histórico.
El pueblo enardecido contra el nazareno lo que vio fue un cuerpo sobre el que condensar los miedos que los acosan: la deuda que me somete, la fuerza extranjera que ocupa mi territorio, la violencia de las autoridades y los poderosos, etc. Resonaba en ese pueblo la pesadilla de perder lo poco que se tiene, del hambre, la pobreza, la miseria, que no sólo pasa a llevar las dignidades, sino que puede llegar incluso a costar la vida.
Esa pasión por la ley y el orden poco tiene que ver con lo razonable, y mucho que ver con esas oscuras imágenes. Aferrarse a las pocas cosas materiales que se tienen, desconfiar de la ley y las autoridades, refugiarse en la familia y los amigos, cuidar la pega, desconfiar del vecino, ser prepotente con aquel que es más débil que uno, poner la pata encima, salvarse solo y ser poco solidario, callar y no protestar frente al abuso, son actitudes esperables de un mundo de la vida en crisis bajo la égida de un sistema neoliberal. Todos portamos esas marcas que, desde la inconsciencia y cotidianidad, reproducimos constantemente. Todos hemos deseado llevar al Gólgota a alguien que nos incomoda. Desaparece, desaparece. Elimínenlo. El punto no es tener esos deseos oscuros, sino el no atreverse a examinarnos a fondo, en pantalla completa, sin rehuir del encuentro con ese Otro.
Para que quede clara la analogía: se trata de una escena donde tenemos una Vieja Ley (un orden, un poder, una repartija) que ha sido impugnada y ya no tiene eficacia histórica; un grupo de poderosos que se aferra a esa cáscara de legalidad porque teme perder su posición y prestigio; un territorio sometido a fuerzas y embates globales; una población temerosa y desconfiada envuelta en el griterío de facciones radicalizadas dispuestas a todo por llevar adelante sus agendas particulares; una autoridad que intentando ser ecuánime, no logra aplacar ni domesticar la situación; finalmente, una propuesta que por nueva y por posible provoca la resistencia de los particularismos, la decepción de los más puntudos, y la exacerbación de las defensas. No vaya a ser cosa que de verdad esto funcione. Eliminar la propuesta no eliminará ni el problema de raíz, ni el espíritu de lo nuevo que se quiso encarnar en ella. Rechazar sólo acelerará la caída y el desplome de lo viejo.
Más allá de los delirios asesinos de un par de youtubers extremistas y psicóticos, hay una retórica que se ha ido imponiendo: la que toma un determinado orden social como una racionalidad dada, objetiva, verdadera, adecuada y deseable. Si una pretensión ciudadana osa ir más allá de los límites que fija esa racionalidad –que nunca se explicita como tal– lo que tendremos es caos, violencia y destrucción. Esa racionalidad establece que la nación es una y homogénea; que la familia monogámica y patriarcal es la base de la sociedad; que la propiedad debe ser por fuerza privada, exclusiva y excluyente; que las leyes y el gobierno son terreno de jurisconsultos y expertos; que ninguna norma debe ser tal que signifique una merma a las ganancias de la inversión privada; que la naturaleza es un conjunto de bienes apropiables y mercantilizables; que la sexualidad humana es binaria y tiene como base exclusiva la biología; que el objeto de la ley es producir seguridad mediante el castigo y la cárcel; que restituir el orden público debe realizarse a punta de “mano dura”, etc. El proyecto de Constitución es, para algunos, una amenaza tan grande a esa racionalidad, una catástrofe del poder tan grande, que la propuesta debe ser combatida con todos los medios, incluso prometiendo meter bala o mandar exiliados (y en pelota) a los que se atrevan a defenderla.
Hay que aclarar de inmediato un punto: nada hay sustantivo en el proyecto de nueva Constitución que sea anti-propiedad privada, anti-familia, antipatriota o anti-liberal. Lo que hay es la propuesta de un nuevo marco normativo, más rico y más complejo, que dialoga con el pasado político y constitucional de Chile y América Latina, y que se hace cargo de un atribulado presente de crisis social, institucional y política. Ella abre un horizonte de posibilidades que tendrán que ser puestas a prueba, discutidas e incluso reformadas en el amplio terreno político y social de nuestra democracia. En este espacio no sólo incluye a los políticos de profesión y partidos políticos, sino sobre todo a la ciudadanía entera, a la sociedad y sus múltiples organizaciones, que han de ser protagonistas de un proceso complejo de creación de nueva legitimidad social que, de aprobarse, no acaba sino comienza desde ese 4 de septiembre de 2022. Dar espacio a la política es algo bueno. Es de esperar que nuestros políticos y políticas estén a la altura.
No hay que romantizar ni demonizar la nueva Constitución: ella no es perfecta, no solucionará todos los problemas, pero no tiene el espíritu tóxico de la anterior, que fue un factor relevante para que colapsara la institucionalidad en Chile. La nueva Constitución puede tener muchas cosas que no funcionarán y, ni de cerca, es el sueño de muchas y muchos amurrados, sean de izquierdas o derechas. Pero la nueva propuesta, en tanto solución democrática, ofrece la posibilidad de comenzar a salir del entrampamiento y comprometernos con regenerar la convivencia de nuestro país, que es el sentido de toda política. Así que a tener confianza: aquí no va a quedar ninguna tole-tole, a menos que algunos o algunas se salgan con la suya.
Profesor de Ética y Filosofía Social y Política en las universidades de Santiago y Alberto Hurtado.
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