Sendos eventos exponen la confrontación entre la diplomacia de guerra de sucesivas administraciones de la Casa Blanca en la región −con su sesgo neocolonialista, y a la que ha adherido históricamente el llamado Occidente colectivo a través de su alianza militar, la OTAN−, y la renovada diplomacia multilateral con base en los principios del derecho internacional y la Carta de la ONU, impulsada en la coyuntura por dos potencias emergentes extracontinentales, China y Rusia, con apoyo de varios países del área, como Cuba, Venezuela, Bolivia, México, Argentina y Colombia, no sin matices entre ellos.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y en el marco de la guerra fría, Estados Unidos disfrazó los intereses de los monopolios con casa matriz en su territorio –ergo, la defensa de sus inversiones y la conquista de fuentes de materias primas y mercados−, bajo el ropaje ideológico de la lucha contra el comunismo y la defensa de los valores de la civilización occidental y cristiana, encarnada en conceptos carentes de contenido real, como democracia, libertad y derechos humanos.
En esa etapa, la ideologización de las relaciones internacionales se complementó con el uso de la propaganda política exterior y las operaciones de guerra sicológica de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Pentágono (la guerra de contrainsurgencia por las mentes y los corazones
de las dictaduras de la Seguridad Nacional, librada por los ejércitos nativos contra el enemigo interno
), dirigidas a aplastar toda resistencia al sistema de dominación capitalista y potenciar la asimilación cultural, educativa, científica y comunicacional por la sociedad civil, según los valores estadunidenses, así como las relaciones de dependencia económico-financiera y/o la supeditación directa de millones de latinoamericanos.
Para tales fines, junto a la (des)información de la opinión pública
por sus medios de difusión masiva (las agencias de noticias AP y UPI y los diarios The New York Times y The Washington Post, principalmente) y la manipulación de sociedades enteras, el Departamento del Tesoro utilizó al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial y al Banco Interamericano de Desarrollo en función de los intereses del imperio y sus corporaciones, y el Departamento de Estado a la Organización de Estados Americanos (OEA) como herramienta de control político-ideológico y alineación anticomunista.
A modo de ejemplos cabe citar el bloqueo comercial, económico y financiero contra Cuba socialista a inicios de los años 60, que incluyó la crisis de octubre de 1962 (que estuvo a punto de desencadenar un conflicto nuclear entre EU y la URSS), que se combinó, después, con la expulsión de la isla de la OEA, en la reunión de Punta del Este, Uruguay, en el marco de una campaña de intoxicación mediática que identificaba al gobierno de Fidel Castro como satélite de Moscú
y del comunismo internacional
y exportador
de la revolución en América Latina. En el otro carril figuran las cartas de intención del FMI y los préstamos condicionados del BM, el BID y la banca acreedora de Wall Street, que llevaron a la crisis de la deuda externa en los años 80, la década perdida para el desarrollo en América Latina y el Caribe.
Medio siglo después, la actual disputa geopolítica entre Estados Unidos, China y Rusia en la región se da en el marco de una pérdida de fuerza de la colonialista Doctrina Monroe (América para los americanos
, vigente desde 1823), manifiesta en la neutralidad de la mayoría de los países latinoamericanos en la guerra híbrida por delegación de EU y la OTAN contra el Kremlin en el territorio de Ucrania (incluida la no adhesión a la rusofobia y la sinofobia del eje anglosajón, parte esencial de la guerra cognitiva y el choque de narrativas propagandísticas); la desdolarización en curso en Venezuela, Brasil, Argentina y Bolivia, así como el rechazo al bloqueo y al uso unilateral y extraterritorial de ilegales sanciones
económico-financieras, como herramientas de guerra por medios no militares utilizadas por Washington para propiciar un cambio de régimen
en Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Debido a que desde 2017 las sanciones −como instrumentos coercitivos y/o persuasivos: recordemos el caso de los aranceles usados como amenaza por la administración Trump contra México, en 2019, que derivaron en la implantación del proyecto de retención migratoria Remain in México− forman parte de la estrategia de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, no deja de tener valor, así su alcance sea superficial, la iniciativa de Gustavo Petro (con el guiño de la administración Biden) de vincular un eventual cronograma electoral en Venezuela con el levantamiento gradual de las sanciones de EU y la aceleración de la implementación de un fondo fiduciario único para inversión social en el país sudamericano, acordado en la Mesa de Diálogo Nacional en México entre la oposición y el gobierno de Nicolás Maduro, pero frenado hasta ahora por Washington.
Asimismo, la paulatina pérdida de hegemonía de EU en la subregión fue expuesta sin rodeos por la generala Laura Richardson ante el Comité de Servicios Armados del Senado en Washington, al reiterar como una amenaza a la seguridad nacional
de su país, la creciente presencia de China en Latinoamérica, con megaproyectos de infraestructura crítica (puertos, vías férreas, telecomunicaciones, ciudad segura, ciudad inteligente) y extractivistas (litio, petróleo, gas, agua dulce). El litio, en particular, fue el objetivo de la reciente gira de la jefa del Comando Sur por Argentina y Chile, en el marco de la estrategia de disuasión integrada
del Pentágono, nuevo concepto militar que supone valores compartidos
con las fuerzas armadas latinoamericanas para la guerra global contra China y Rusia.
Por Carlos Fazio
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