Conmemorar un hecho tan trágico y determinante de nuestra historia colectiva, como el 11 de septiembre de 1973, es una necesidad social. Hacer memoria es un acto terapéutico. Permite procesar las penas, sanar los dolores, recuperar las confianzas y construir un futuro común. Es también un deber de justicia, de una justicia anamnética, que impone que no se olvide lo injusto, para que no se repita ni se vuelva a cometer nunca más.
El conocimiento intuitivo suele asumir que la memoria es fruto de una selección y retención individual y abstracta de hechos, imágenes y vivencias. Se trata de una perspectiva que tiene un sesgo puramente cognitivista: identifica memoria con lo que tenemos conciencia de conocer. Y lo que conocemos lo identifica con lo que somos capaces de articular en nuestro fuero interno, en la soledad de nuestra conciencia. Pero la evidencia nos muestra que nuestra memoria es mucho más profunda y amplia que aquello que presupone nuestro conocimiento consciente y sistemático. Recordamos lo que no somos capaces de nombrar, aquellos olores para los que no tenemos palabras y recuperamos constantemente imágenes, sonidos, emociones y sensaciones que van mucho más allá de lo que creemos saber y comprender. –
De allí es necesario aproximarse de una forma mucho más social y cultural a la memoria, asumiendo que nuestra mente misma se construye y se sostiene en nuestras interacciones con las personas, en los diálogos, en las relaciones, en los discursos. La mente humana, desde una perspectiva actual, se comprende como una trama que existe a través del lenguaje, mucho antes que como pensamiento individual y reflexivo. El poeta alemán Hölderlin decía que “somos un diálogo”. Por ese motivo la memoria es un artefacto social que vive en el lenguaje, ya que es lo que posibilita que “hagamos memoria”.
Antes de pensar, sentimos, nos emocionamos y revivimos experiencias sociales y afectivas. Al hacer memoria construimos un lenguaje que nos permite procesar esos recuerdos de manera socialmente viable. Para ello es necesario ejercitar un acto comunicativo, ya sea en el habla cotidiana o ya sea en el discurso simbólico, sistemático o académico. No importa la forma, la interacción es la que posibilita la construcción social de un recuerdo vivo y activo. Tener memoria es el resultado de esa interpretación que hacemos socialmente del significado de los signos, los hechos y de las experiencias vividas.
Por eso no se puede realizar de manera individual, aislada, fundada en los recuerdos individuales que tenemos asimilados. Se necesita un contexto comunicativo e intersubjetivo en donde ejercitar la memoria.
La dificultad es que, para que ese proceso sea socialmente válido, exige una comunicación auténtica entre las personas, un vínculo sincero entre hablantes. Un puente que debe cumplir ciertas condiciones de validez.
Debe ser un diálogo comprensible, en igualdad, sincero, con pretensiones de honestidad. Tal vez esa es la gran dificultad para que nuestra sociedad pueda alcanzar una memoria socialmente constructiva. No están dadas las condiciones para un diálogo porque existen discursos manipuladores, discursos del odio, que dinamitan los vínculos de la comunicación y hacen imposible la memoria compartida en una sociedad democrática.
Aun así es necesario conmemorar. Hacer memoria es un acto terapéutico. Permite procesar las penas, sanar los dolores, recuperar las confianzas y construir un futuro común. Es también un deber de justicia, de una justicia anamnética, que impone que no se olvide lo injusto, para que no se repita ni se vuelva a cometer nunca más.
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