Consumado el golpe, el Gobierno de Nixon otorgó un explícito apoyo a la dictadura, y solo en 1974, ya bajo la administración Ford, la Casa Blanca empezó a tomar distancia de Pinochet, cuando la prensa norteamericana y el Congreso comenzaron a criticar las violaciones de los derechos humanos.
En el último tiempo, hemos visto algunas publicaciones que vuelven a revisar el período de la Unidad Popular, y que tienden a minimizar o hacen escasa referencia al “factor externo”, en el cruento golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Pero quien mejor puede clarificar estas interpretaciones es el propio embajador de Estados Unidos en ese período.
Un observador crucial de esos turbulentos días, Nathaniel Davis, quien sirvió en Chile entre 1971 y 1973, señala en su libro The last two years of Salvador Allende, a través de su propias interpretaciones y con múltiples citas, que la administración Nixon nunca estuvo dispuesta a coexistir y menos aceptar la consolidación de la “vía chilena al socialismo” en Chile.
El propio Congreso (el Comité Church) y la prensa norteamericana en los años posteriores al golpe confirmaron con datos duros lo ya señalado, entre ello, que desde antes de la elección presidencial del 4 de noviembre de 1970 la CIA –en conjunto con actores locales– realizaba operaciones para impedir que asumiera Salvador Allende. Cuando ello no tuvo éxito, se inició una segunda fase de operaciones encubiertas que culminaron finalmente en el golpe del 11 de septiembre.
¿Por qué les preocupaba tanto a Nixon y a su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, el proceso político en un país pequeño y lejano como Chile? Hay muchos que se equivocan al creer que lo que temían era la emergencia de una “segunda Cuba”. Otra revolución cubana no era posible en el hemisferio: los soviéticos no apoyaban esta opción (de ahí que buscaron detener los planes del Che Guevara en Bolivia), Estados Unidos no lo habría permitido, y América del Sur estaba entonces dominada por regímenes militares (en su gran mayoría de derecha).
Lo que Nixon y Kissinger en realidad temían era el “efecto de demostración” de un proceso que, por la vía pacífica y democrática, pudiese haber transitado al socialismo, por el impacto que ello podría haber tenido en el resto de la región y otras áreas del mundo donde esta experiencia era seguida con gran simpatía e interés.
Cabe recordar, por ejemplo, que en ese entonces había fuerzas de izquierda poderosas en Europa Occidental que habían iniciado, como en Italia, un diálogo con sectores del centro político (la DC), algo que Estados Unidos miraba con recelo, pues debilitaba a la OTAN, principal pilar en la lucha contra el “comunismo internacional”.
Como bien lo describió Roger Morris, un colega de Kissinger en el Consejo de Seguridad Nacional, este tenía una verdadera obsesión con las implicancias globales que para Estados Unidos podría haber tenido en ese contexto el éxito de la experiencia chilena. Además, la administración Nixon, que ya enfrentaba la posibilidad de una derrota estratégica en Vietnam, no podía arriesgar que en su propio “patio trasero” se consolidara un Gobierno de orientación socialista, pues ello debilitaba (según Kissinger) la fortaleza negociadora de Estados Unidos con los soviéticos.
Nixon instruyó entonces a Kissinger y al director de la CIA, Richard Helms, a hacer todo lo necesario para impedir la consolidación del Gobierno del Presidente Allende, y autorizó un gasto inicial de US$ 10 millones con este propósito, como lo señaló en 1975 el informe del Congreso de Estados Unidos sobre operaciones encubiertas. En noviembre de 1970, Kissinger reafirmó esta política en el memorando NSDM 93, al instruir que se adoptaran todas las medidas necesarias para desestabilizar al nuevo Gobierno chileno.
Esta política se hizo sin el conocimiento o autorización del Congreso estadounidense y, cuando fue descubierta, Nixon y Kissinger intentaron negar su existencia, pero el entonces jefe de Operaciones Encubiertas de la CIA, Thomas Karamessines, testificó no solo su existencia, sino también la continuidad de las acciones emprendidas en Chile bajo este plan hasta el golpe de septiembre de 1973.
En definitiva, ¿cuánto incidió la intervención norteamericana en los eventos que conducen al golpe? Más de lo que usualmente se cree, porque si bien fueron factores domésticos los que condujeron a este desenlace, el apoyo político y financiero de la principal potencia mundial a los sectores más extremos de la entonces oposición fortaleció las posturas más intransigentes al interior de esta, politizó aún más a las Fuerzas Armadas y significó en concreto una “luz verde” para un golpe que se venía preparando con antelación.
Entre otros, el paro de los camioneros de 1972 fue financiado con dineros de la CIA, así como también el diario El Mercurio, y los partidos y dirigentes de oposición recibieron cuantiosos fondos, en este período.
Consumado el golpe, el Gobierno de Nixon otorgó un explícito apoyo a la dictadura, y solo en 1974, ya bajo la administración Ford, la Casa Blanca empezó a tomar distancia de Pinochet, cuando la prensa norteamericana y el Congreso comenzaron a criticar las violaciones de los derechos humanos que se estaban cometiendo en nuestro país (Kissinger les aconsejó a varios dictadores del Cono Sur que hicieran rápido “el trabajo sucio”, porque el Congreso los estaba presionando por las violaciones de los DD.HH. ocurridas). En el libro del embajador Davis se confirman todos estos hechos y que las acciones de desestabilización continuaron hasta el derrocamiento del Presidente Allende en 1973.
Escrito en 1985, se trata de un testimonio de gran honestidad intelectual del que fuese representante de Estados Unidos en Chile, en momentos donde consideraciones geopolíticas globales hacían intolerable para el Gobierno de ese país aceptar la existencia, y menos la consolidación, de lo que era la “experiencia chilena al socialismo”. Y contrariamente a lo que sostuvo la oposición de la época, Davis nunca creyó que Allende buscara instalar una dictadura y no dudó en calificarlo como “un demócrata”.
Ya en los años posteriores al golpe, y conocidos estos antecedentes, varias autoridades y figuras públicas en Estados Unidos han pedido disculpas por la participación que tuvo ese país en el golpe militar de 1973 y, aunque parezca paradójico, fue el Gobierno ultraconservador y anticomunista del presidente Ronald Reagan el que le señaló a Pinochet, en los más duros términos, que su tiempo ya había terminado.
Esto, no por una auténtica preocupación por la democracia en Chile, sino por el temor a que la continuidad de Pinochet en el poder hubiese terminado fortaleciendo las opciones más radicales de izquierda, en el convulso escenario que entonces se vivía en el país.
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