or Gilberto Aranda B. 17 febrero, 2023
Corría 1944 y el triunfo de Washington, Londres y Moscú sobre el Eje comenzaba a vislumbrarse. En las páginas de la revista británica Tribune, George Orwell escribía una de sus famosas columnas provocativamente titulada “La historia la escriben los vencedores”, explicando que quienes detentan el poder hoy administran el relato histórico, asegurado su posición en el porvenir. El tópico sería recurrente como afirmaría dos años más tarde al decantarse a favor de un socialismo democrático, no sólo en contra del experimento fascista sino que también respecto del totalitarismo estalinista. En su célebre novela distópica, 1984, lo condensaría en la frase: “Quien controla el presente controla el pasado, y quien controla el pasado controlará el futuro”.
La historia sintetizada en una lucha por el poder se encuentra pletórica de ejemplos al respecto, aunque existieron ciertas experiencias donde se rescató “La visión de los vencidos”. Precisamente, aquel fue el nombre de un texto complementado por el epígrafe “Relaciones indígenas de la Conquista” en el cual se seleccionan textos nahuas del siglo XVI que acometen la perspectiva aborigen, alternativa a la oficial, de la invasión europea del Valle de Anáhuac, compilados por Miguel León Portilla y publicado en 1959. Un texto que revisitaba los orígenes en los momentos que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y sus predecesores en el poder emergidos de la Revolución mexicana, llevaban casi dos décadas instalando un discurso “indigenista” que buscaba asimilar al mundo vernáculo indígena, a la cultura mestiza occidentalizada prevaleciente en México, como parte de su proyecto nacional.
Una centuria y media antes, en Europa el Congreso de Viena confería un ejemplo de madurez política pocas veces igualado. Como se recordará, fue una reunión internacional de la Europa post napoleónica, cuyos objetivos declarados fueron restituir y estabilizar las fronteras previas a las Guerras bonapartistas, además de confirmar la vigencia del Antiguo Régimen trastocado por la Revolución Francesa. De tal manera que el anfitrión y ministro de asuntos exteriores de Austria, príncipe Von Metternich, procuró restaurar la legitimidad monárquica y asegurar el balance de poder entre las potencias y así prevenir otra Guerra Total. Desde luego, los países de la Sexta Coalición, que incluía al Reino Unido, España, Portugal, Rusia, Prusia, Suecia y Austria, y que había derrotado a Napoleón después de dos años de lucha, tuvieron un papel protagónico en las deliberaciones. La novedad radicó en un conflicto armado, que concluyó en la derrota napoleónica inapelable, e incluyó en el proceso de paz a la parte francesa. Los delegados decidieron que una cosa era el emperador francés –que había diseminado los ideales revolucionarios de igualdad y libertad al tiempo que se autocoronaba con un poder omnímodo– y otra la Francia, por cierto del antiguo orden descabezado en 1792. Así, Charles Maurice de Talleyrand, diplomático de una larga carrera que había sido ministro de asuntos extranjeros de Bonaparte, encabezó la representación de Luis XVIII Borbón de Francia, y terminó por participar de relevantes determinaciones del Congreso.
En consecuencia, el reconstituido Reino de Francia fue parte de las «grandes potencias»; lo que le permitió negociar la retirada de suelo francés de los ejércitos ocupantes, la mantención de ciertos territorios conquistados en la orilla oriental del Rin, y sobre todo evitó costosas reparaciones de guerra. Pero más allá del éxito de la delegación francesa, se mostró que una paz sin humillaciones al vencido, permitiéndole colaborar en la configuración del nuevo orden era garantía de un sistema, que duró casi 100 años, hasta que otra Guerra Central o hegemónica asoló otra vez al mundo. Desde luego durante esa centuria, hubo focos revolucionarios (1820, 1830 y 1847-1848) y guerras entre vecinos (particularmente con dos estados emergentes: Italia y Alemania) pero una conflagración total, no. Desafortunadamente, la fórmula no fue seguida y el acuerdo de Versalles de 1919 culminó con una Alemania vencida, humillada y responsabilizada de una hoguera colectiva. De aquellas cenizas, así como del descalabro económico y la crisis política, surgiría el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes dirigido por Hitler.
Un vehículo privilegiado para revisar la historia oficial y atender la visión de los vencidos, ha sido el cine. Permítaseme reivindicar a una de las más grandes figuras del cine mudo de la década de 1920 y su original mirada de la Guerra de Secesión: Buster Keaton. En 1926, sesenta y un años después de concluido el conflicto entre el Norte y el Sur, la guerra civil era aún uno de los temas más candentes de la historia de Estados Unidos, y Keaton decidió que ambientaría su nueva película en ese momento. Otro de los grandes genios del cine, David Wark Griffith, había hecho lo propio una década antes con El Nacimiento de una Nación (1915), que con maestría técnica y visual había generado las bases de una parte relevante del lenguaje y la gramática del Séptimo Arte. Planos, montaje y profundidad de campo se intercalaron al servicio de una historia que ya en la época enfrentó acusaciones de “racismo” por los roles asignados a los afroamericanos y sobre todo por la idealización del Ku Klux Klan.
Pero Buster Keaton haría la diferencia exhibiendo su exquisita sensibilidad al cambiar la narración en que se inspiró El maquinista de la General (1926). En la historia verídica, un grupo de 22 espías unionistas se infiltraron en el sur, con el objetivo de robar una locomotora y así destruir la línea ferroviaria entre el oeste y el Atlántico que conectaba Chattanooga con Atlanta. La misión falló y los atacantes fueron capturados por los confederados. Aunque los sucesos ocurrieron en abril de 1862, dos años después uno de sus protagonistas, William Pittenger, publicó el relato Audacia y sufrimiento: una historia de la gran aventura ferroviaria (1864). Desde luego los agentes furtivos que lograron escapar o fueron intercambiados –otros no corrieron la misma suerte– y se les ejecutó, recibieron medallas y reconocimientos de Washington DC. Los sucesos no cayeron en el olvido y el texto fue re-elaborado en 1893 bajo el título La gran persecución de la locomotora. Buster Keaton se empecinó en llevarlo a la pantalla, pero con una adaptación no menor al guion. A los infiltrados norteños les pisaría los talones Johnnie Gray –interpretado por él mismo–, un héroe sureño que rescataría a su novia y la locomotora, incursionando en el Norte ataviado con un uniforme azul. En cierta medida, invirtió el relato. Al ser consultado años después acerca de la razón de la alteración histórica simplemente respondió “uno siempre puede hacer villanos a los norteños, pero nunca al sur. No funciona con el público. El sur perdió y las simpatías del público están con los perdedores”. El artista había entendido que la herida seguía abierta, pero lejos de eludirla, decidió abordar el tema, aunque sin golpear en el suelo.
En la historia de nuestro desigual país también hay derrotas y rupturas, algunas francamente dramáticas como aquellos septiembres de 1891 o de 1973. No es fácil olvidar a un general exigiendo “extirpar al marxismo de raíz”. Pero dicha intolerancia patológica no se supera del todo, cuando a otra escala, tras un resultado electoral favorable, voces reclaman en clave excluyente: “Nosotros vamos a poner los grandes temas, porque nosotros representamos a la gente. Los que ganamos representamos a la gente”.
El año 2023 es el año del cincuentenario del golpe a la Democracia chilena que concluyó con la Unidad Popular, un proyecto político legítimo y digno con un trágico fin, que todavía sigue aportando lecciones. Una de ellas es la importancia de construir mayorías más allá del voluntarismo de un grupo o vanguardia. Hoy, el despliegue de los valores de una agenda progresista requiere más del compromiso con una plataforma política amplia, que de metas perseguidas al margen de todo diálogo entre diversos sectores.
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