El libro del doctor Hugo Behm es algo diferente. Pone énfasis en el sentimiento de solidaridad, de confraternidad y ayuda mutua entre los prisioneros políticos, que ayudan a superar las adversidades a que están expuestos. El autor destaca los lazos de compañerismo, que según afirma, no alcanza ningún momento fuera de la prisión. Del prólogo de Miguel Lawner
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EL ENCUENTRO (I)
¡Siéntate! Ordenó la voz.
Como un látigo, la palabra cruzó el aire y llegó a los oídos del nuevo prisionero. Extendió sus manos en las tinieblas de su venda, tocó la silla y se sentó. Su rostro cansado asomaba bajo la ancha venda que cubría apretadamente sus ojos y le enmarañaban el pelo. Las ropas, nerviosamente colocadas en el momento del arresto, se veían ajadas y en desorden. Se quedó mudo e inmóvil, anhelante, tratando de orientarse en el tenebroso mundo en que había sido sumergido tan de súbito.
¿Qué pasaría ahora? Habrían de interrogarle, preguntarle por personas, hechos y lugares. Habrían de hacerle cargos, pero ¿cuáles? ¿Qué sabrían de él? ¿Por qué lo habían detenido? “Tienes que venir con nosotros para contestar unas preguntas”, le habían dicho. Recordó el tibio lecho compartido con su compañera y los golpes decididos en la puerta, tarde en la noche. Se habían mirado inquietos, con un leve temor en el fondo de sus miradas, tratando de imaginar quien podría llamar a la hora del toque de queda. Los golpes sonaron de nuevo, más duros y apremiantes. Se puso los pantalones y salió a abrir. Si, él era la persona por quien preguntaban. Los hombres entraron con rapidez y lo rodearon. Volvió al dormitorio para vestirse, seguido por uno de ellos. Su compañera se había cubierto como pudo con algunas ropas y había tomado en brazos al niño, que dormía. “Me llevan para interrogarme pero volveré pronto”, le dijo, intentando parecer tranquilo. Pero la angustia se había clavado en las pupilas de ella. Se vistió nerviosamente y dejó el dinero que tenía sobre el velador. La besó con la emoción de una extraña despedida y besó también al pequeño en su frente dormida.
Cuando salió de la casa, volvió la mirada para verla una vez más. El recuerdo imborrable brotó vívido en su mente, tan vívido que le pareció que todo ocurría de nuevo en ese mismo instante. La emoción lo embargó todo entero. La vio con sus pies desnudos, la falda y la blusa apenas abrochadas, y al pequeño apretado contra su pecho. Nada se dijeron, porque la mirada de ella todo lo decía “Adiós amor, no temas por nosotros. Yo cuidaré de nuestro niño y te estaré esperando, ahora y siempre”.
Subió en la camioneta y sintió el silencio duro, los hombres y sus armas, sin entender que estaba entrando en un mundo ajeno, que sería ahora – y por mucho tiempo – su propio mundo. A poco andar le vendaron los ojos – “por seguridad”, le dijeron – y así la noche sin estrellas se hizo bruscamente. Pero ¿cuándo había ocurrido todo aquello? ¿Recién apenas o hacía mucho tiempo? Cambió de posición para aliviar su cansancio y continuó su espera.
¡Párense! Sonó la Voz. Sintió que muchos como él se ponían de pie. Le llegó el ruido de las sillas que eran apiladas y el caer de las colchonetas sobre el piso. ¡Acuéstate! ¡Por aquí! Extendió las manos, palpó una colchoneta y se tendió en ella. ¡Así no! ¡Atraviésate! Se cruzó en la colchoneta, apoyando en ella la cabeza y parte del tronco, las piernas sobre el suelo. ¡Más apretados! Se corrió en el sentido que la Voz indicaba y sintió la pared junto a su cuerpo. ¡Córrete más! ¡Son ocho por colchoneta! Pegó la nariz al guardapolvo y el cuerpo del segundo prisionero se apretujó en su cuerpo, para darle sitio al siguiente. Trató de estirar las piernas, pero chocó con la cabeza de otro prisionero. Entonces se encogió y se quedó inmóvil. La Voz siguió rugiendo hasta que todos, apiñados, pudieron colocarse. “Debo dormir – se dijo – necesitaré mis energías”. Pero fue un sueño sobresaltado aquel sueño suyo. Se despertó de pronto, tiritando. El frío entraba, filudo, por un resquicio bajo la puerta. Le dolían sus músculos, forzados e inmóviles. Con gran cuidado y trabajo pudo moverse un poco, cogido como estaba en aquella malla de cuerpos que dormían su cansancio, entrelazados en un extraño abrazo.
¡Levántensen! La Voz lo despertó bruscamente. Se arregló la venda como pudo, advertido que mirar sin ella era grave falta. Tenía la boca amarga y se sentía sucio y dolorido. La vejiga plena de orina le punzaba con crueldad. ¿Cómo se haría para orinar aquí? Oyó que las colchonetas eran recogidas y que las sillas eran colocadas de nuevo. Siguiendo las órdenes que le golpeaban de continuo colocó su mano en el hombro del prisionero más cercano y sintió otra mano en su propio hombro. Así se formó en la fila de la espera. Después de un tiempo interminable le llegó su turno. Subió a tientas las dos gradas y el hedor, denso y fuerte, le golpeó el rostro. Orinó largo, con el alivio de la larga espera contenida. Se levantó la venda un poco, con temor, sintiéndose protegido en aquel lugar cerrado. Era un sucucho pequeño, con un lavatorio lleno de agua sucia, estancada. La taza, semiquebrada, emergía de una montaña de papeles usados. Las hojas de un libro descuadernado servían para limpiarse. Miró el rótulo: “Historia de la revolución rusa”. Pero ya la Voz estaba rugiendo que saliera. Se arregló la venda y a tientas, arrastrando los pies, caminó de nuevo a la silla.
¿Cuántas horas habrían transcurrido? La Voz ordenaba una y otra vez. Llamaba por sus nombres o apodos a otros prisioneros, que se ponían de pie y hacían su camino, inseguros, hacia la puesta, guiados por la Voz. Otros volvían lentamente, eran conducidos hasta su asiento y allí se quedaban, silenciosos.
Habían encendido una radio, a todo volumen. El ruido estridente sacudía el aire y atravesaba los oídos, dolorosamente. Y de pronto recordó el relato de un amigo sobre como aquella música ensordecedora apagaba otros ruidos indeseables. Pero ¿podía a él ocurrirle eso? “No he delinquido en forma alguna”, se dijo, para tranquilizarse. Pero ¿por qué habrían de creerle? El temor nació en alguna parte de su mente y fue creciendo, incontenible, hasta alcanzar por fin, sin que pudiera evitarlo, al centro profundo de la angustia. El corazón le latía con fuerza en el pecho y una mano invisible parecía apretarle el cuello. Se sintió de pronto solo e indefenso, navegante solitario en un mar sin orillas, arrastrado por una marea incontenible a una sima sin salida. Y aquel ruido emergió de su garganta, a pesar de sí mismo. No era grito ni palabra articulada, sino el ruido gutural de su cuerpo tenso y agotado.
Entonces sintió en su hombro la mano firme del viejo prisionero y su voz entera y fraterna, que le decía suavemente: “Tranquilo, compañero, tranquilo”. Cual conjuro, la mano que oprimía su garganta pareció aflojarse y pudo responder apenas: “Ya estoy bien, gracias”. “¿Quieres fumar?” le susurró otro prisionero. “Me queda una colilla”. Claro que quería fumar, eso le haría bien. Extendió la mano hacia la voz y encontró otra, la mano callosa y áspera de un obrero, que tenía el resto de un cigarrillo encendido. Aspiró con ansia y sintió como el humo le penetraba hondo en el pecho. Lo dejó escapar muy lentamente, saboreando cada instante.
Por Hugo Behm Rosas
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1 ESPORA EDICIONES, Santiago de Chile 2019 Contacto: : https://www.espora.cl/m22libros.php?p=lb018EstelMem Otra: https://www.espora.cl/m20loslibros.php?lim=liA 2 Hugo Behm (1913-2011) · Después de obtener su título de médico cirujano en 1936, a partir de 1953, se dedica a la bioestadística, formándose en la Escuela de Salubridad de Chile y en la Johns Hopkins University, profundizando sus estudios en la Columbia University, en Nueva York. Colaboró en temas de salud pública con Salvador Allende, desde los años en que el futuro Presidente era senador de la República. En 1974 es hecho prisionero por el régimen militar. En septiembre de 1975 es trasladado desde el campo de concentración de Ritoque y expulsado del país, gracias a las gestiones realizadas por la Asociación Americana de Salud Pública (APHA) en pro de la liberación de seis trabajadores de la salud detenidos y encarcelados
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