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jueves, 16 de febrero de 2023

Cuando la cultura se vistió de uniforme

    

Las recientes muertes de dos figuras ligadas a la actividad cultural y más específicamente a la música folklórica—ambos además muy controvertidos—me han hecho pensar sobre un fenómeno que no parece haber sido estudiado más a fondo. Me refiero al rol que el arte y la cultura en general tuvieron durante los años de la dictadura militar.

Benjamín Mackenna fue probablemente la figura más conocida del conjunto folklórico Los Huasos Quincheros. Tito Fernández, “El Temucano”, por otra parte, fue calificado por el diario socialista Las Noticias de Última Hora, en 1972, como “la revelación del año en el género de música folklórica”. Al momento del golpe militar ambos correrían suertes muy disímiles: mientras Mackenna se convirtió en asesor cultural de la dictadura, “El Temucano” fue a parar al Estadio Nacional, compartiendo destino con otros miles de detenidos entre los cuales también se hallaba otro entonces joven exponente de la música folklórica y de protesta, Angel Parra. Qué decir de Víctor Jara, asesinado en el Estadio Chile.

Por cierto, en el caso de Mackenna, lo controvertido de su presencia en la cultura chilena se debe al hecho de haberse sumado a la barbarie de la dictadura, algo que pocas figuras del ambiente artístico y cultural hicieron. Con motivo de su muerte a comienzos de año, se reavivaron algunos de los episodios en los que habría sido protagonista. Por cierto el hecho más vergonzante para Mackenna y el grupo folklórico, fue la desgraciada versión que hicieron de El patito, una canción humorística con un estrofa inicial a la cual luego se le agregaba otra, generalmente aludiendo a la actualidad política de modo sarcástico. La canción era antigua y no la había creado ese grupo artístico, aunque la utilizaban habitualmente en sus presentaciones. Sin embargo, en la nueva versión en 1973, Los Huasos Quincheros al hacer mofa de la muerte de Allende se dispararon en sus propios pies: la estrofa fue de tan mal gusto y ofensiva, además de irrespetuosa con la viuda del fallecido presidente, que aunque ellos nunca lo reconocieron abiertamente, fue una mancha y una falta de ética en la trayectoria de un conjunto que —más allá de su posición derechista y su enfoque tradicional a la música chilena, esto último por lo demás legítimo— tenía prestigio por la calidad de su trabajo.  Su influencia en la música chilena es innegable, incluso en los años 60 Los Huasos Quincheros fueron invitados a una gira por la Unión Soviética, en el marco de la reanudación de relaciones diplomáticas entre Santiago y Moscú.

El rol de Mackenna luego del golpe también tiene aristas controvertidas y hasta contradictorias, como recoge la página de Facebook del conjunto Quilapayún. Se incluye en ella el testimonio de un técnico de grabación de IRT en que señala que Mackenna, personalmente, se habría apersonado a la empresa que tenía los masters de los discos de Quilapayún, Inti Illimani, Victor Jara y otros artistas, para asegurar su borrado. Por otro lado, también en esos días de la muerte del cantante circuló también otra versión en la cual Mackenna aparecía en un rol muy diferente, como rescatando ese material que seguramente sería quemado por los militares. Eso sí que, mientras la primera versión entrega un lujo de detalles y da nombres, incluyendo el del propio testigo del hecho, la segunda es más bien vaga y sin nombres. ¿Fue Mackenna —un artista después de todo—capaz de cometer tal canallada y promover la destrucción de la creación de otros colegas? En ese ambiente de odio todo puede ser. La sensibilidad del artista puede ser sofocada por el odio que se desencadenó ese tiempo contra todo lo que representara algo de izquierda, y la música era ciertamente una de las expresiones omnipresentes esos días.

El caso del “Temucano” es diferente, la controversia en torno a él no tiene tanto que ver con su detención después del golpe, sino con conductas en los últimos años, por las acusaciones de que como “guía espiritual” de una suerte de secta, habría cometido una serie de abusos sexuales contra algunas de las integrantes del grupo. Tito Fernández ya a esa altura estaba alejado de su antigua práctica como cantautor. Sin embargo, también hubo aristas políticas controvertidas en su torno, en particular su amistad con el siniestro torturador Álvaro Corbalán. El artista siempre ha alegado que conocía a Corbalán de antes del golpe, cuando este último era teniente del ejército. Es probable que el militar en el momento cuando el artista estuvo detenido lo haya ayudado a quedar libre. Ahí ya es difícil separar rumores de realidades, y quizás lo único sano sea darle al Temucano el beneficio de la duda, después de todo era natural y frecuente que en esos tiempos cuando alguien caía detenido, los parientes o el mismo afectado, buscaran contactos con militares para lograr la liberación o al menos saber algo de los detenidos, en eso no había nada malo.

La crítica de que “El Temucano” reanudara su trabajo artístico durante la dictadura no es muy justa tampoco ya que eventualmente el ambiente cultural, en parte por la propia vitalidad que le inyectaron nuevos elementos, poco a poco empezó a renacer. Personalmente conozco al menos a un autor, crítico de la dictadura, que empezó a publicar sus poemas en ese tiempo (claro está, los militares pueden no haber estado muy preocupados por un poema más o menos que se publicara; el mismo Mackenna en entrevista en El Mercurio había admitido que la cultura no había sido una prioridad para el régimen militar).

Sin embargo el tema de los artistas y personas del medio cultural que colaboraron activamente con la dictadura permanece hasta hoy como muy poco abordado. Que se sepa —y si estoy errado ruego se me haga saber— no ha habido libros u otros estudios sobre la participación de aquellos pocos miembros del ambiente cultural que se sumaron y apoyaron a la dictadura militar. Algunos eso sí, fueron bien  conocidos: el general (R) Diego Barros Ortíz –un caso poco habitual, un militar, aviador, que al mismo tiempo cultivaba las artes— se había hecho famoso por su canción Bajando pa’Puerto Aysén, que justamente interpretaban muy bien Los Huasos Quincheros. Llegado el golpe, Barros Ortíz, sin embargo, fue designado como el interventor militar en Quimantú  donde lo primero que hizo fue cambiarle el nombre a Editorial Gabriela Mistral (posiblemente para tratar de compensar por el Edificio Gabriela Mistral que a su vez los militares bautizaron como Diego Portales), y destruir el inventario, para finalmente terminar con la editorial que moriría sin pena ni gloria. Sus talleres, en ese tiempo muy modernos, fueron vendidos a una transnacional.

Escritores como Braulio Arenas, seguidor del surrealismo en Chile, y Enrique Campos Menéndez, fueron galardonados con el Premio Nacional de Literatura en los comienzos de la dictadura. El tenor Ramón Vinay, que vivía en el extranjero donde tenía una exitosa carrera como cantante de ópera, vino a Chile para apoyar al régimen militar. En el ámbito de la música popular Gloria Benavides dio también su apoyo a la dictadura, aunque habría tenido un gesto solidario con René Largo Farías, facilitando su retorno a Chile: la cantante, siendo sólo una niña había hecho su debut radial en el programa El Club del Tío Alejandro, animado por Largo Farías en Radio Minería en los años 50 (el locutor que luego se destacaría como animador de Chile, Ríe y Canta, había sucedido en ese papel a Alejandro Michel Talento, que se había ido a México).

Hubo también otras figuras del ámbito de la radio, la TV y el espectáculo que prestaron sus servicios a la dictadura: César Enrique Rossel, que en los años 50 había creado el exitoso programa radial Residencial La Pichanga, hizo durante los 70 una variante sobre el mismo formato que llamó Residencial La Política. De conocida orientación derechista, después del golpe Rossel montó, en un teatro de revistas, el espectáculo El último upeliento, obviamente haciendo burla de modo cruel sobre el derrocado gobierno y sus seguidores. Irónicamente, las medidas de toque de queda impuestas por la dictadura darían un golpe mortal al teatro revisteril que se desarrollaba principalmente de noche. El espectáculo de Rossel por tanto, tampoco duró mucho.

Germán Becker, que había sido director de los espectáculos que presentaban las barras en los clásicos universitarios (él era de la UC), fue también una figura que apoyó a la dictadura. En 1988 fue uno de los rostros visibles del Sí en el plebiscito llamado por Pinochet. Por cierto, no confundir con quien fuera alcalde de Santiago y que lleva el mismo nombre (y que también fue un hombre del régimen militar, aunque no un artista).

¿Qué habría llevado a gente que se supone tiene algún grado de sensibilidad, a colaborar o siquiera simpatizar con un régimen que ciertamente era la negación de todo lo que el arte como expresión humanista representa? ¿Cómo entender que artistas que habían compartido escenario, taller creativo, panel literario o set de cine con otros que en esos mismos instantes estaban detenidos o torturados no hubieran hecho algo por esos colegas? Interrogantes que lo más probable es que no tengan respuesta. Por otro lado, todo ese horror también nos coloca a quienes tenemos una posición de izquierda a plantearnos algunas interrogantes también: ¿tendremos que ver de manera diferente la obra de Jorge Luis Borges, porque fue condecorado por Pinochet? O si nos trasladamos a hechos más recientes ¿debemos repudiar la obra de Mario Vargas Llosa, notorio defensor del neoliberalismo? Por cierto que no, la obra de Borges sigue siendo genial y merece ser leída y estudiada,  lo mismo la de Vargas Llosa. Y guardando las proporciones, tampoco hay que hacerle asco a la emotiva interpretación del bolero Sufrir o del infaltable  Si vas para Chile, que hacen Los Huasos Quincheros.  Eso, porque en la izquierda somos diferentes y —supuestamente— mejores que en la derecha, por lo que, a diferencia de esa otra gente, nosotros somos humanistas y reconocemos la calidad estética de las creaciones, incluso las de aquellos que están en la otra vereda, sin que por ello no podamos enrostrarle sus canalladas, y—si aun están vivos—pedirles cuentas por ellas.

 

Por Sergio Martínez

 

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