También guarda en su memoria los primeros años de la búsqueda, aquellos cuando pensaba que tal vez a consecuencias de la tortura su padre habría olvidado quien era, pensaba que estaría bajo un puente entre los vagabundos, calles aledañas a las postas, mercados y o rivera del río. Las fantasías de encontrarlo iban y venían, no aceptaba la idea de su muerte, lo mismo la familia. Durante muchos años, día a día, lo esperaban a la mesa con su comida preferida, dejaban puesto su lugar y para las navidades adornaban el hogar a modo de bienvenida. Vilma, no cree la información referida al destino final que le entregó la Mesa de Diálogo de Derechos Humanos. El nombre de su padre venía en un listado de 200 víctimas, de las cuales 122 figuran como “lanzados al mar”. Ella no cree esta respuesta, está convencida que los restos se encuentran en fosas clandestinas al interior del fuerte Arteaga de Peldehue, Colina, aunque a veces piensa que él está vivo y que un día lo encontrará. Otras veces admite que lo mataron y al menos espera encontrar un par de huesitos para enterrarlo y llevarle flores. Esta constante tensión entre la vida y la muerte es un dolor de nunca acabar, un dolor que le despedaza su corazón, un dolor interminable, quizás por ello prefiere quedarse con el recuerdo de su padre vivo, de aquellos años de niña, aquellos años cuando la llevaba a las marchas de apoyo al gobierno del presidente Salvador Allende y a su sindicato; con él conoció las esferas del mundo sindical y político.
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