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domingo, 30 de mayo de 2021

Las mazmorras

 

Recuerdo1
 

Daniel Pizarro hace gala, una vez más, de una pluma excelente y de una técnica narrativa que aumenta el interés hasta el fin. ¿Fin? Justamente... ¿Hay fin?

mazmorra



Por Daniel Pizarro


Se llama Pedro como el apóstol, pero la historia del santo no significa nada para él, tampoco para sus padres ni abuelos ni para ningún otro pariente cercano, sólo tal vez dirá algo a unos pocos en la ciudad, a pesar de que la urbe, la cultura, las costumbres y otros asuntos sólidos e intangibles en parte son lo que son porque hace dos milenios existió el fundador de una iglesia, que para los católicos fue un tal Simón Pedro, de lo que podría desprenderse que el pasado nos prepara una casa cada vez más extraña e irreconocible, que en cierto momento toma más bien el aspecto de una mazmorra pesada, un traje que jamás resulta a la medida.

Entonces hay que olvidarse del santo y retener la idea de las mazmorras para seguir esta historia trivial que lamentablemente se bifurca desde su inicio, muy a mi pesar y con daño para el lector y hasta irrespeto hacia las leyes naturales, pues no hay modo de contar cada una por separado y hasta me atrevo a decir que en su irreconciliable diferencia se trata de una sola historia que debe ser narrada como si fueran dos e incluso tres. Esto apenas se entiende o quizás no se entiende en absoluto, es como cuando te dicen que algo puede ser una onda y al mismo tiempo una partícula. ¿En qué quedamos —se crispan miles de años de lógica y raciocinio—, onda o partícula? Ponte de acuerdo y seguimos conversando. Estoy en el mismo atolladero y sin embargo me afano en conversar conmigo mismo, a solas.

Dos o tres historias que son una y que no sé por dónde empiezan, pues además parecen ser circulares y entrar en ellas es como saltar a un carrusel en marcha y caer donde te suelta el azar, y sin embargo, y a pesar de todo, como están tendidas en el tiempo, que al parecer no es circular sino que tira hacia delante, puedo tensar su hilo y ponerlo junto a una huincha de medir y así tengo a la vista ciertos hitos que a mi juicio van pauteando su curso en este espejo deformado de las famosas causas y consecuencias de los asuntos.

*

Pongo arbitrariamente en primer lugar la noticia que Pedro recibe un día en el trabajo: “Mañana te vas a las mazmorras”. No se lo dicen tal cual, se comprende. A ningún empleado lo mandan a la cárcel por méritos. Sucede que algunos compañeros de trabajo conocen las dependencias subterráneas adonde será destinado, es uno de los sótanos de ese edificio viejo de muros con un metro de espesor, manchas de humedad y cañerías a la vista, sin ventanas y con salas que hacen pensar en nichos u hornacinas de gran tamaño como para santos con acromegalia; otra posibilidad es que antes haya sido un estacionamiento donde instalaron escritorios, pusieron sillas, levantaron algunas mamparas, pintaron los muros color caca y no mucho más. Sentaron allí a seres humanos. Hay sitios peores. Las minas de carbón, por ejemplo. Aquí por lo menos te ofrecen una loción de autobronceado. Te dan leche y tienes permiso para asolearte quince minutos al mediodía y otros quince por la tarde. El pésame se lo dan en son de broma, nadie se toma en serio las desgracias ajenas, está establecido que la única forma de vivirse las penurias es el humor negro y la indiferencia.

Las mazmorras son un conjunto de oficinas donde se diseñan los procesos de la empresa. Las actividades se describen por escrito, paso a paso, pero además se acompañan de su respectivo mapa de proceso, y Pedro ha demostrado un talento especial para trazar esos mapas. Como un relámpago surge en su mente un flujo completo que luego dibuja con ayuda de un programa informático. Nada se le escapa; si algo amaga con escurrirse, su inteligencia lo retiene. Digo que su capacidad para esquematizar es única, tanto para lo estático como para lo dinámico. Todo cae en sus redes conceptuales. De la masa indiferenciada y viscosa que es la realidad recorta y distingue, trae a la luz mundos insospechados. Le dan treinta segundos y dibuja el esquema de su propia vida. De cualquier vida.

Pedro piensa, no deja de pensar, que una habilidad como la suya puede volverse un castigo, y yo me recuerdo de una frase de Kafka sobre alguien a quien se le permitió conocer el Punto de Arquímedes sólo a condición de utilizarlo contra sí mismo. Hasta aquí Pedro no ha leído a Kafka y yo diría que sin advertirlo ha gastado mucho tiempo en aprender el lenguaje de los procesos, todo sobre puntos de decisión, entradas y salidas, símbolos para señalar un proceso alterno, un retraso, un bucle manual, la flecha, el terminador, el conector, una nomenclatura para iniciados en esta fábrica de flujos cuyo destino es hibernar en la Central Normativa, biblioteca o cementerio, según como se mire, donde se almacenan normas, manuales, procedimientos para cada uno de los procesos de la empresa. Si te sorprenden rebuscando entre esos documentos te toman por un alma desdichada, un insano obsesivo y frustrado. Pero habrá alguien que lea los manuales de principio a fin; cuando menos te lo esperes alguien consultará un procedimiento, revisará un proceso, despertará un gen dormido. En algún momento todo ese trabajo subterráneo adquirirá sentido, servirá para algo. El ser humano no está desquiciado, no cava hoyos para taparlos enseguida.

Eso se repite Pedro y recuerda que su primera visión de una mazmorra tuvo lugar en el fuerte español de la isla de Mancera, en la bahía de Corral, a los trece años. Unas escalinatas descendían hacia una prisión bajo tierra de piedra y ladrillos aislada por barrotes oxidados. Se quedó unos instantes con la vista en el hueco oscuro imaginando que alguna vez hubo hombres de carne y hueso encerrados allí abajo. Y digamos que cuarenta años después, en esta historia circular, aceptó su destinación al área de procesos.

*

Una tarde a vuelta de las mazmorras Pedro saca a pasear al perro, prende un cigarrillo y se encuentra con Mariana, y aquí me arrimo a la segunda historia que no podría ser contada sin la primera, ya se dijo. Este sería el esquema de su propia vida, en la mente de Pedro: divorciado, dos hijos en la universidad (que ojalá no sufran una crisis vocacional, pues no hay bolsillo que las resista), sin pareja, con perro, con un trabajo más o menos estable gracias al talento que se volvió en su contra (o quizás nunca estuvo a su favor), unos doce años para jubilar, atracones de fútbol por televisión los fines de semana, vino y cerveza. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Esa pregunta también forma parte de su esquema, dinámico o estático, según como se mire.

Y entonces se encuentra en una esquina con Mariana, a quien no ubica de vista. Ella sí sabe de él, por su perro. ¿Es Titán?, le pregunta señalando el fox terrier de Pedro. Lo conoce por los videos que Jaime le compartía. Lleva de la correa a Lulú, una mestiza negra de tamaño medio, en el esquema de Pedro. Es adoptada, pues está de moda rescatar perros vagos. Lulú y Titán se olfatean los traseros aunque ya se conocen. Pedro conoce a Lulú por Jaime, que hasta ayer la llevaba en las tardes a la plaza y la grababa con su teléfono móvil para enviar imágenes a Mariana como en una transmisión en vivo y en directo de los paseos de Lulú, una hija para ellos. Y Mariana no salía de casa —era el rumor entre los dueños de los perros— porque sufría una depresión grave, que viene a ser como una mazmorra mental. Por lo tanto podría uno pensar que Mariana está superando su depresión, pues se la ve en la calle. Pero no es así.

Mariana y Pedro se largan a caminar por las veredas del vecindario bajo esa luz nebulosa de los faroles y ella le cuenta que Jaime la abandonó ayer. La deja por otra mujer que pasea su perrita por el barrio y Pedro adivina de inmediato quién es, pues estas últimas semanas los ha visto llegar juntos a la plaza y también irse juntos, todo bastante sospechoso. Lo que a Mariana más la desconcierta es que el día previo a anunciarle que se iba con otra mujer, o sea anteayer, Jaime le dijo que quería tener un hijo con ella. ¿Puedes entenderlo?, le pregunta a Pedro, que la toma como una pregunta retórica. Mariana tiene entre treinta y cuarenta años, mide entre un metro sesenta y un metro sesenta y cinco, pesa entre setenta y cinco y ochenta y cinco kilos, su pelo es rubio o castaño claro, su andar entre pesado y grave. Sus padres están muertos. Un crucifijo le cuelga en el pecho. Se cansó, le dice a Pedro. Me deja porque engordé, porque no salgo de la casa, porque no puedo superar la depresión, porque no tengo a nadie más en quien apoyarme, porque llevo un año con licencia psiquiátrica y tomando medicamentos. Sus ojos están vidriosos.

Su depresión comenzó cuando dos tipos la asaltaron en la calle. Uno la empujó al suelo por la espalda, el otro trató de arrebatarle la mochila, que Mariana protegió montándose encima en una actitud de defensa instintiva, irracional, que ni ella misma puede comprender. Uno la pateó en las costillas para voltearla y cuando se retorcía de dolor sintiendo la falta de aire el segundo tomó el botín y desaparecieron. La patada le fracturó tres costillas. Pasaron dos meses en que apenas se podía mover. No salía a la calle por pánico a sufrir otro ataque. Si lo hacía, Jaime la tomaba del brazo y ella veía un peligro mortal en cualquier hombre. Se había vuelto paranoica.

Cuando alcanzan la esquina frente a la plaza Mariana se detiene tratando de distinguir las siluetas humanas y caninas bajo la bruma de los faroles. Capaz que ahora Jaime venga con la otra mujer. No puede ser tan caradura. Pero lo había sido, cuando le salió con la idea del hijo. A esta altura Mariana dialoga sola. En el esquema de Pedro se trata de una mujer frágil, dañada, con una baja autoestima congénita, golpeada por una traición que terminó siendo una profecía autocumplida. Dentro de su esquema no halla nada más que decir, nada con qué consolarla. En su esquema es inconcebible una vida con Mariana. No diviso a Jaime, dice, si quieres cruzamos. Y enciende otro cigarrillo.

Los grupos de personas con perros son gente joven la mayoría, parejas sin hijos. Las conversaciones se circunscriben al mundo de sus animales o a lo que ellos entienden por mundo animal, de vez en cuando salpicadas por sus experiencias en el trabajo, que es un campo neutral o más bien natural, algo dado e inmutable. A veces Pedro se detiene a compartir un rato omitiendo su experiencia en las mazmorras. ¿A quién podría interesarle? Oye, escucha, se entera de algunos datos para comprar por internet o en tienda artículos para perros, un arnés, una correa retráctil, un collar con luces, juguetes, un cochecito para pasear mascotas. El mundo animal al alcance del bolsillo. Todos callan ante la inédita presencia de Mariana y celebran la aparición de la querida Lulú, perrita adoptada. Pedro entiende que todos entienden y como a pesar de la engañosa luz de los faroles percibe que los ojos de Mariana siguen vidriosos, le sugiere dar otra vuelta a la manzana para desentumecer los pies. Luego no vuelve a verla en mucho tiempo, y la olvida.

*

Una tercera historia, que quizás de dónde viene y quizás a dónde va, podría emerger de los ciclos con la presencia de Shrek. Me explico. En la sala donde trabaja Pedro, al lado de su escritorio, hay un puesto vacío reservado a un hombre grande, corpulento, que se encuentra de vacaciones. Debería describir todo esto en pasado, pues se trata de hechos que ocurrieron hace tiempo y sólo la circularidad relativiza las distancias temporales, igual que en los sueños. Pero esto es muy real, al tipo lo apodan Shrek por el ogro de la película animada, y por otras dependencias de la empresa circula una tal Novia de Shrek que apenas conoce de vista a su amado ogro pero es igual de carantona y voluminosa, son la pareja ideal en las burlas de los compañeros cuyo talento para colocar sobrenombres es la respuesta defensiva innata a ese otro talento de cualquier especie que los mantiene atados a las mazmorras u otras salas mejor ventiladas.

Aquello es el pasado y estamos en el presente, y qué más da si los confundimos en una historia circular. Lo que cuenta es captar en un flash sintético eso que en el tiempo se presenta como sucesivo, como esos idiomas imposibles de ciertos alienígenas que parecen razonar más allá del tiempo, al margen de él. ¿Cómo podría ser?, nos decimos, y seguimos adelante. Por ciertos eventos al empleado que trabaja junto a Pedro ya no lo apodan Shrek, lo apodan el Tío Cosa. Hay que explicarse de nuevo.

El Tío Cosa comenzó a perder el pelo más o menos prematuramente, antes de los treinta y cinco años se profundizaron sus entradas y aparecieron claros de cuero cabelludo en su mollera, fenómeno bastante común en la población masculina, fácilmente observable entre compañeros de mazmorra y también entre quienes trabajan unos pisos más arriba, a la luz del sol, que unos aceptan sin luchar y otros resisten encomendándose a lociones capilares de dudoso efecto. Pero este hecho no cabía en el esquema del Tío Cosa. Por lo que observa Pedro el esquema de su compañero de mazmorra es el de un hombre solitario, con una timidez exacerbada, un complejo oscuro no resuelto, una adicción a los prostíbulos que ha bloqueado otra forma de contacto con las mujeres o viceversa (aquí el flujo es reversible), un hombre de trato afable, bondadoso. En este esquema la caída del cabello se convierte en una tragedia que intenta revertir con todos sus medios. Me refiero a medios económicos.

Luego de cotizar opciones el Tío Cosa se decide a realizar un implante de cabello en una clínica de cirugía estética en Buenos Aires, visto que allá, a diferencia de aquí, dicha cirugía (si la puedo llamar así) no está reservada a los rostros de la televisión ni a los ricachones pretenciosos sino a la gente de a pie, casi al estado llano, digamos que el implante de cabello se ha democratizado y hasta es posible que se promueva como un derecho constitucional.

El Tío Cosa, Shrek de momento, pide vacaciones y viaja a Buenos Aires por su implante a una cuarta parte del precio local. Lo rapan al cero y le injertan cabello por cabello con paciencia milenaria. En su cuero cabelludo hay cientos de picaduras como si lo hubiera atacado un enjambre de zancudos. Podría usar un gorro, pero es verano. Por suerte le quedan unos días de vacaciones. Cuando se le terminan vuelve a las mazmorras. Lo espera una gran cantidad de procesos. Pedro se lo encuentra de espaldas sentado al escritorio y lo asalta la imagen de cuando Darth Vader se descubre la cabeza y uno no sabe qué es más siniestro, si su ominosa máscara o ese cráneo a la vista, una masa que parece carne de cadáver. Todo va a peor al día siguiente, mientras se ponen de acuerdo en algún conector para un flujo. En su cuero cabelludo están brotando ampollas purulentas que empiezan a inflarse y reventar; el pus chorrea. Directo al hospital y una licencia médica, su piel ha reaccionado de la manera más hostil al implante capilar, por suerte hay una garantía incluida en el precio, van a extirparle uno por uno los injertos, estudiarán las reacciones alérgicas y las bacterias del tejido, y le explican, por correo electrónico desde Buenos Aires, que la próxima vez usarán un cabello especial, hipoalergénico, doblemente esterilizado, con propiedades únicas y cuyos costos corren por cuenta de la clínica. Shrek reenvía el mensaje a Pedro como prueba de que el asunto no pinta tan mal. Pedro lo lee de noche en su casa y trata de acomodarlo en el esquema de Shrek, sin resultados.

*

Como la historia es circular, antes o después de la infección cutánea o reacción alérgica, en esas tardes en que el tiempo se disuelve en ilusión óptica y el minutero suda y sufre para avanzar hasta su próximo hito, el Tío Cosa pregunta a Pedro si no estaría dispuesto a invertir un “capitalito” en su negocio, que consiste en una “flota” de dos camionetas para el transporte de mercancías, todo tipo de mercancías menos las drogas, deja en claro el Tío Cosa. Digo que la proposición es atemporal, pues el sueño de salir de las mazmorras recorre los tiempos y es como el reverso de las pesadillas terrenales, un canto de sirenas que nada ni nadie podría acallar y que amenaza con romper y al mismo tiempo liberar los esquemas vitales, y dicho de esta manera, con la parsimonia y simpleza de Shrek, produce algún efecto retardado en Pedro, sobre todo porque no se trata de un gran capital sino de un “capitalito”, una suma modesta, a la altura de posibilidades y que podría abrir una vertiente para una cuarta historia que igualmente retornaría al seno de esta única historia multiplicada por ene.

Debo decir que una noche, hacia el final de un relato amorfo que me expulsa sin que nada se haya resuelto, ni siquiera el alcance de aquel acto fundador de Simón Pedro, este otro Pedro recibe una llamada de su hijo mayor, Pedro segundo en la humilde dinastía familiar, alumno esforzado de Derecho en una universidad privada, cuarto año. Nada más oír su saludo el padre percibe en su voz una anomalía que trastorna por anticipado el esquema de su vida. Papá, te quiero decir algo. Papá, lo he estado pensando mucho, lo hablé con mis amigos y también con la mamá. Ella me apoya y me dice que tengo que seguir mi camino.

Pedro segundo abandona la carrera de Derecho. En realidad ya lo hizo sin haberle preguntado, a pesar de que el padre paga sus estudios. No quiere vivir amargado, quiere vivir su pasión y sus sueños. Mientras su padre lo escucha uno de esos fogonazos sintéticos dispara esquemas que destellan y se apagan como fuegos artificiales. De niño, callado, introvertido (quizás demasiado), pocos amigos, protegido hasta el exceso por la madre, un evidente desequilibrio entre la imaginación y las armas para luchar en la vida. Falta de sentido de la realidad fomentado por esa mujer. Y todo revienta demasiado tarde. Quiere estudiar para técnico en sonido, lo suyo siempre ha sido la música electrónica (¿y desde cuándo, por el amor de Dios?, se pregunta el padre), compone y mezcla por las noches, se desvela, la música invade sus oídos. Está bien, de acuerdo, lo interrumpe el padre, ¿pero de qué vas a vivir? De la música electrónica, responde su hijo, como muchos DJ’s en el mundo, y es como si el padre oyera: de una flota de vehículos para el transporte de mercancías.

Esa misma noche, como es costumbre en el esquema de su vida, Pedro sale a pasear con Titán, enciende un cigarrillo y el humo se confunde con el vapor de su respiración en el aire fresco. Todo es nebuloso y un poco tétrico. Piensa en el Tío Cosa, que está convertido en una especie de planta humana enterrada en un asiento como su macetero. Por detrás el pelo le cae hasta los omóplatos, por delante hasta más abajo del pecho, le han prohibido cortárselo en tres años porque los implantes deben arraigar con firmeza y como se trata de una cepa única, genéticamente modificada, a diferencia del cabello normal éste no se vigoriza con una poda recurrente, incluso ha debido comunicar su situación al área de personal que examina estos casos, no sea que vayan a llamarle la atención por su apariencia, pero al parecer ya está resuelto y Pedro seguirá compartiendo la mazmorra con un sauce humano.

Esos pensamientos ocupan su cabeza cuando se encuentra con Mariana por segunda vez en la vida. Ha pasado mucho tiempo pero parece que fuera ayer. Titán y Lulú se huelen los traseros, los ojos de la mujer ya no están vidriosos y uno podría suponer que va de camino a superar la depresión. Se acompañan a lo largo de las veredas y ella le cuenta que está dejando atrás la traición de Jaime, que así y todo le parece una traición horrible y que siempre la juzgará como tal por crearle ilusiones con un hijo un día antes de largarse con la otra, pero las cosas pasan por algo, dice, sin explicarle a Pedro por qué pasan, el destino entiende el mundo por nosotros, digamos que piensa Mariana. Van por las calles del vecindario siguiendo el estricto recorrido que hace la mujer, determinado por aquellas casas donde hay perros que jamás salen a pasear, perros que pasan todo el día encerrados ladrando de ansiedad, agobiados de pena. Ella se detiene frente a cada puerta o portón enrejado para que Lulú y el perro se olfateen, para que compartan un rato mientras Mariana los saluda, les habla, les sube el ánimo. Son doce perros en su circuito y más adelante tal vez crezca el número, no entiende a esas personas que deciden tener mascotas y se desentienden de ellas, los perros sufren tanto o más que los seres humanos. Este negro se llama Cachito. Mira, le dice a Pedro, te voy a contar algo raro pero que es cierto: este perro sabe hablar. ¿Lo oyes? Perdona, yo lo oigo ladrar y llorar. ¿No entiendes lo que dice? Para mí son ladridos. Por eso, es su forma de hablar: ladra y habla. ¿Ladra o habla?, pregunta Pedro. Hazle cariño, no muerde, mete la mano entre los barrotes, confía. Mira esos ojitos tristes. Hola mi amor, ¿cómo estás, mi amor?, dice Mariana acariciando a Cachito, nunca te voy a olvidar. Gracias, dice Cachito. Y como el perro habló, a mí me parece que llega la hora de multiplicar esta historia por cero.

 

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