En busca de explicaciones
por Camilo Sembler 19 septiembre, 2022
La magnitud de los resultados del plebiscito ha dado pie a la búsqueda de distintas explicaciones. Queda aún mucho por analizar, pero circulan ya algunas lecturas que avanzan interpretaciones sobre el destino del proceso de cambio en Chile.
Una primera explicación retoma la tesis que los anhelos de cambio serían más bien un error de diagnóstico, en el extremo, una sobreintepretación de la izquierda incapaz de leer bien los profundos cambios en el subsuelo de la sociedad chilena (expansión del consumo, individuación, etc.) Una segunda interpretación subraya el lugar de la llamada “política de la identidad”. Las agendas de género y diversidad, y en especial el reconocimiento de los pueblos originarios, habrían conducido la discusión —se dice—hacia “particularismos” desconectados de las preocupaciones mayoritarias: las demandas de reconocimiento terminaron por eclipsar las demandas redistributivas (derechos sociales).
Ambas lecturas, aun cuando sugieren pistas, probablemente también concluyen de manera apresurada. Sobre la primera, si bien es claro que la propuesta fue ampliamente rechazada, es imposible identificar un único sentido entre sus motivos. Por lo que hoy sabemos, estos van desde el hastío hasta —cabe destacarlo— esperanzas de cambio. Concluir de manera apresurada aquí puede llevar a una lectura similar a aquella que circuló a raíz del triunfo de Sebastián Piñera en 2017. Entonces, las movilizaciones sociales de 2011 y las reformas del gobierno de Michelle Bachelet fueron desacreditadas como el resultado de una ficción: la “tesis del malestar”. Hasta que llegó el 18 de octubre.
La segunda lectura hace eco de un interesante discusión que ha animado el debate de las izquierdas a nivel global: si es posible y cómo se deben articular demandas por reconocimiento y redistribución. La complejidad también de esta pregunta exige, al menos para evitar conclusiones rápidas o sin contexto, subrayar que en Chile de manera muy evidente varios temas de “reconocimiento” se entroncan directamente con aspectos “redistributivos” (bastaría ver, por ejemplo, la mayor incidencia de la pobreza entre la población indígena o en los hogares con jefatura femenina).
Las pistas que ofrecen pueden llevar, quizás, a interrogarse sobre una tercera arista: la crisis de representación y el lugar de los partidos. En efecto, tratar en lo posible de “hacerse a un lado” frente a las expresiones independientes o del mundo social, o suponer que el contenido resultaría autoevidente para lograr adhesión en muy variados grupos, parece no haber contribuido a menguar la crisis de legitimidad. Muy por el contrario: todo parece indicar que la Convención fue rápidamente vista como un espacio más de “los políticos”, y el texto terminó siendo rechazado por quienes, se presumía, expresaba sus demandas más sentidas.
Más allá de la denuncia de las “fake news”, está la pregunta sobre en qué terreno y por qué hacen sentido.
Las fuerzas de izquierda, de hecho, en ocasiones parecieron llegar más bien tarde a la disputa por los significados sobre los cuales se jugó la dirección del proceso (se intentó resignificar, por ejemplo, la “plurinacionalidad” cuando otros significados —errados o no — ya estaban completamente instalados en la opinión pública). De igual manera, este impulso de “hacerse a un lado” —llevado incluso hasta un extremo— ha primado tácticamente en los partidos de derecha al enfrentar la campaña. Con éxito electoral, pero más de alguien entre quienes votaron Rechazo debió preguntarse —una vez volvieron a aparecer públicamente por la noche— en nombre de quién hablaban sobre lo que viene, a quién representaban.
Esto sugiere una pista quizás relevante para el futuro inmediato. Hasta ahora, desde las fuerzas políticas pareciese primar una cierta idea que —ante la crisis de legitimidad del sistema — sitúa “representación” y “participación” como opuestos. Aun cuando esto abre de momento triunfos electorales, rehúye sin embargo la necesaria pregunta por la responsabilidad de los partidos en la articulación de intereses en una sociedad desigual y friccionada como la que vivimos. Especial importancia revierte esto para la izquierda. Por ejemplo, una pregunta decisiva parece ser no si el poder del dinero otorga un acceso privilegiado a la opinión pública (eso ya lo sabe), sino qué formas de comunicación política o vínculos con la ciudadanía son capaces de hacer un contrapeso a tal poder. Más allá de la denuncia de las “fake news”, está la pregunta sobre en qué terreno y por qué hacen sentido.
Si algo parece claro en el horizonte posplebiscito, es que una salida democrática a la crisis en que todos (ganadores y perdedores) seguimos estando, dependerá de algún camino que permita articular —no sin tensiones— representación y participación.
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