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“Yo no pienso en indultos frente a situaciones en las que no piden perdón. Los indultos son para personas que han tenido la valentía de reconocer sus crímenes”, sostuvo el sacerdote Mariano Puga. “¿El perdón del Estado Chileno y la Justicia? Jamás”, responde Juan José Parada, hijo de José Manuel Parada, degollado por agentes de la DICOMCAR el año 1985. “No es la justicia, tampoco la moral ni menos la misericordia, tampoco el cálculo, la que obliga a liberar a quienes padecen alzhéimer o cáncer terminal. Es la razón. Castigar a un sujeto que ya no es tal, o a un cuerpo empujado dolorosamente hacia la muerte, no es injusto o inmoral. Es simplemente irracional”, argumenta el rector Carlos Peña.
Yo lamento que la discusión sobre la actitud que debe asumir el Estado chileno ante sus presos extremadamente enfermos, dementes, ancianos o desahuciados se produzca a propósito de violadores a los derechos humanos. Se explica, es obvio, porque cuentan con el apoyo de un mundo social que le falta a los criminales pobres, a los que matan con cuchillo en una noche de borrachera o a los abusadores marginales, esos que a orillas de un río infesto devoran niños iguales a ellos cuando fueron devorados. Es más, estos violadores a los derechos humanos cuentan con el apoyo discreto y sigiloso de un mundo político que mientras cometían sus atrocidades guardaba silencio, y si no aplaudía, al menos creía comprender que para extirpar el cáncer marxista no se podía operar sin sangre y sin dolor. Sólo la hipocresía y el cálculo político nos pueden llevar a negarlo, porque resulta que estos asesinos no actuaron por su cuenta, no torturaron y degollaron simplemente por gusto, sino siguiendo instrucciones de un gobierno que el año 1988 fue plebiscitado, y por el que toda la derecha chilena votó que Sí para que continuara. Pocos quisieran recordarlo hoy, pero así fue, y ellos sabían ya entonces las macabrerías que ocultaba.
Pero el asunto que se halla en juego en la discusión actual no es si estos condenados decrépitos o en gravísimo estado de salud (porque doy por descontado que de esos es de los que hablamos) están arrepentidos o no; ni tampoco de si sus víctimas están dispuestas a perdonarlos, porque jamás la justicia debe quedar en manos de una víctima, para evitar que se confunda con la venganza; ni se acaba siquiera en la racionalidad o irracionaliodad de sancionar a quien se ha vuelto incapaz de asimilar las penas de un castigo.
Lo que aquí se encuentra en juego es un aspecto para nada menor de nuestro acuerdo social, de las convicciones que en tanto comunidad queremos hacer propias, en este caso, el valor que le demos a la compasión. Que “toda la justicia” no sea sinónimo de “hasta que se pudra en la cárcel”. No sólo es insensato castigar a un moribundo o a ese que ya ni sabe que está siendo castigado, también es cruel, y conste que es posible ser cruel hasta con los más despiadados.
¿No será un buen momento para arrinconar a los defensores de la mano dura, a los que gustan de la pena de muerte, a los que alegan en contra de la “puerta giratoria”, a los enemigos de toda política garantista? ¿No es acaso una buena ocasión para dejar en claro que aborrecemos de la inclemencia? ¿Para interrumpir el círculo de la furia? ¿Para establecer que ni con el peor de los hombres la justicia es inhumana? Sólo imaginar que hablamos de prebendas para los sicarios del pinochetismo resulta insoportable. Considerarlo, en cambio, un estándar de humanidad, podría significar todo lo contrario: un modo de enrostrarles su derrota, de demostrarle a los maestros de la crueldad que este país no aprendió sus enseñanzas.