Frente a la clásica frase de Chespirito “y ahora… ¿quién podrá defendernos?”, la verdad es que en el marco de esta pandemia nos hemos encontrado sin respuesta. O más de alguna vez con respuestas ambivalentes, contradictorias o inconsistentes. Cuando en un momento desde la autoridad se invita a la población a “comerse una empanada” y después se pretende atribuir a esa misma población la expansión de los contagios, los desbordes hospitalarios o el mantenimiento de la emergencia en niveles críticos, tomando en cuenta la cantidad de contagios por cada millón de habitantes, la respuesta no sólo es equivoca, sino que es contradictoria, ya que justamente exime de responsabilidad a la autoridad de la gestión de la crisis.
Esta crisis, que es compleja, requiere respuestas complejas, integrando sus distintas dimensiones para hacerle frente. Quisiera referirme a distintos ámbitos en tres dimensiones: cultural, socioeconómico, y sanitario.
En una dimensión cultural, el relato oficial ha estado marcado por la irresponsabilidad de quienes vulneran la cuarentena. Esos irresponsables que no acatan las normas. Esa misma ciudadanía irresponsable que, de manera autogestionada y en una lógica de autocuidado, definieron medidas sanitarias antes que el Gobierno y sus autoridades, suspendiendo encuentros, clases, actividades presenciales y se organizaron comunitariamente.
¿Qué tipo de Estado y/o qué tipo de institucionalidad superaría este nivel de abandono? ¿Qué tipo de respuestas institucionales dejarían de creer que la represión puede extinguir la necesidad o el hambre? ¿Cuánto le sirve a las grandes mayorías un Estado tan desbalanceado como éste, con un brazo punitivo vigoroso y musculoso, pero con un brazo protector débil e insuficiente? Al respecto, apremia una estrategia sanitaria integral que reivindique garantías y derechos, con un Estado que responsa a esas necesidades, en este contexto crítico.
El discurso de la responsabilidad individual, ha mostrado sus límites en circunstancias de abandono, ambivalencia de los mensajes por parte de la autoridad e insuficiencia a la hora de brindar los soportes necesarios, para poder elegir entre el cuidado sanitario y la deseable adscripción a la cuarentena por un lado y por otro, la sustentabilidad de su vida cotidiana, la generación y soporte de recursos en el marco de esta emergencia para una parte importante de la población. Sobre esas expresiones de pérdida de confianza hacia la autoridad, ya veíamos en el marco del terremoto del 2010, que esa desobediencia a permanecer en las costas, les permitió a muchos seguir con vida. Si permanecían, si obedecían, podían morir. Hoy, ese nivel de descrédito y desconfianza ha escalado todavía más, en buena parte gracias a las mismas autoridades, retorciendo las raíces del estallido social, reafirmando esas distancias, brechas y malestares.
En una dimensión socioeconómica, la realidad de la desigualdad y sus brechas son condiciones de posibilidad para el autocuidado de la población y sus garantías. La pandemia nos ha mostrado de manera cruda y brutal las condiciones diferenciales para enfrentar de buena forma la salud y la enfermedad, con aislamientos, cuarentenas y disminución de los traslados al mínimo, que son viables sólo si puedo asegurar mis necesidades inmediatas y mediatas.
En ese sentido, la vulnerabilidad “redescubierta” incluso en el mensaje de las autoridades, nos muestran escasas fronteras entre la solvencia y la indefensión, dificultades de suficiencia de ingresos que no permiten el aislamiento, creciente exposición a la inseguridad alimentaria, hacinamientos que dificultan en extremo la administración de la prevención y la enfermedad, sinergias nefastas entre encierro, vigilancia, vulnerabilidad, y pobreza. Una vulnerabilidad mayoritaria en un Santiago y en un país segregado, tanto en la vida como en la muerte.
En una dimensión sanitaria, la apuesta se ha centrado en una gestión que prefirió administrar la enfermedad a nivel hospitalario, de manera reactiva, no prevenir la enfermedad y en consecuencia los contagios a nivel territorial, de manera proactiva. Los lamentables resultados, en términos de contagios, positividad, muertes, y distribución diferencial de exposición y tratamiento del virus según condición social de las personas, ya están a la vista. Incluso, pese a los cambios de metodologías que no aportan a la transparencia, de subregistros y dobles registros, que acrecientan el abismo existente entre la autoridad y la ciudadanía.
De momento, una nueva estrategia sanitaria que priorice una mirada integral del fenómeno, promoviendo la reducción de contagios, identificando la trazabilidad a nivel territorial, brindando las condiciones necesarias y suficientes de resguardo y soporte social y económico para cumplir las medidas de confinamiento, constituyen aún una tarea pendiente con un tiempo que apremia sobre sus hombros.
Situados en este punto crucial, la pregunta sobre el abandono de un Estado y una institucionalidad que brinda respuestas insuficientes o nulas -que prioriza la represión por sobre las políticas sociales, que entrega cajas de alimentos que podrían haber beneficiado a Pymes, pero no lo hicieron- se hace evidente. Con un Estado que no brinda un soporte económico que pueda estar sobre la línea de la pobreza, que no satisface a nivel socioeconómico ni sanitario las exigencias de la pandemia, con mensajes que incluso enjuician nuestra cultura y su capacidad de autogestión, resulta valido preguntarse: ¿A quién le sirve este Estado?
¿Qué tipo de Estado y/o qué tipo de institucionalidad superaría este nivel de abandono? ¿Qué tipo de respuestas institucionales dejarían de creer que la represión puede extinguir la necesidad o el hambre? ¿Cuánto le sirve a las grandes mayorías un Estado tan desbalanceado como éste, con un brazo punitivo vigoroso y musculoso, pero con un brazo protector débil e insuficiente? Al respecto, apremia una estrategia sanitaria integral que reivindique garantías y derechos, con un Estado que responsa a esas necesidades, en este contexto crítico.
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