Cuando la derecha chilena se aleja de los valores liberales para convertirse en una fuerza reactiva como Republicanos, fruto de los efluvios nacionalistas, tribales y prepolíticos, se convierten en partidos antiliberales, con agenda, influencia y estrategia institucional contradictorias con la libertad y la democracia.
No han recapacitado. Los golpistas de ayer son los mismos de hoy. Y lo que es peor, no lo ocultan ni se arrepienten. Declaran abiertamente que volverían a dar un golpe de Estado, sin complejos ni vacilaciones. A cincuenta años de distancia no parece existir en Chile una derecha con suficiente densidad y fuerza como para oponerse a la pulsión antidemocrática que late en el interior de su sector, y que hegemoniza sus decisiones.
Tal vez esta falta de autocrítica, una baja convicción democrática y un insuficiente compromiso con los derechos humanos, revelan que no se ha logrado conformar en el país una cultura liberal que sea coherente con esta categoría política. ¿De qué hablamos cuando apelamos al liberalismo? Ser liberal es una definición que admite una enorme pluralidad de interpretaciones, sentidos, significados y acepciones. Hoy es tan liberal una izquierdista norteamericana como Alexandria Ocasio-Cortez como un banquero suizo.
La calificación de liberal sirve para muchas cosas: desde la descripción de un texto de Hayek o Milton Friedman, o para catalogar la actitud de una estrella de televisión desinhibida y desprejuiciada. Liberal es tanto halago como insulto, descripción como definición. Ya es casi un concepto tragalotodo, un comodín intelectual, una categoría vacía que, tal como se toma cuando conviene, se arroja cuando molesta.
En específico, ser liberal en Chile es difícil, porque con el paso del tiempo se ha confundido liberalismo con liberalidad, liberación con desregulación y libertad con autosuficiencia. Es cierto que hay un partido que trata dignamente de recoger la herencia de Balmaceda, y de un liberalismo rawlsiano que conversa con la igualdad y la justicia. Pero en general la sociedad todavía entiende el liberalismo en el mismo sentido en que lo usa gente tan “iliberal” como Bolsonaro en Brasil o Milei en Argentina. Enemigos del Estado, que viven de las subvenciones públicas, denigradores del sistema de partidos que lideran sus propios partidos, adoradores de la libertad que buscan proscribir a sus rivales, aduladores del pueblo que desprecian a los pobres.
Por esa misma razón es difícil decir que en Chile exista una derecha liberal. Es una expresión que solo se puede aceptar en un sentido figurado, como eufemismo para diferenciar entre quienes se escandalizan de todo lo sexual y quienes no se tapan los oídos cuando escuchan un garabato. Es liberalismo en el sentido coloquial, comparativo o relativo. Siempre se puede ser más liberal que el Partido Republicano. No es difícil verse liberal al lado de José Antonio Kast, aunque la liberalidad solo sea una estrategia decorativa y de mínima compostura institucional o de mínimo respeto al gobierno constitucional y al Estado de derecho.
En pleno debate mundial sobre cuánto debe intervenir el Estado, cuáles son las formas en las que debemos fortalecer sus atribuciones y límites, las ideas liberales afrontan un reto existencial. El desafío de trazar las raíces y consecuencias de este campo de ideas no parece encontrar en la derecha chilena sustancia intelectual suficiente para su despliegue. Porque No es posible hablar de libertad abandonando el principio de igualdad entre las personas, porque es un fundamento irrebasable de la tradición liberal. Tanto el neoliberalismo como los defensores de valores tradicionalistas o neovictorianos no caben en esta definición, ya que no respetan la dignidad moral de las personas, porque no reconocen su autonomía, no toleran el pluralismo de las sociedades y se escandalizan de su diversidad, cada vez más compleja.
Cuando la derecha chilena se aleja de los valores liberales para convertirse en una fuerza reactiva como Republicanos, fruto de los efluvios nacionalistas, tribales y prepolíticos, se convierten en partidos antiliberales, con agenda, influencia y estrategia institucional contradictorias con la libertad y la democracia.
Las últimas elecciones, donde la ultraderecha avanza en países como Argentina o España, constatan que el discurso antiliberal busca seducir a las clases populares y a las periferias que se sienten marginadas de la democracia, generando un marco discursivo antisistema donde no caben los tibios. Lo que ocurre es la convergencia de una fuerza reaccionaria que agrupa a toda la derecha, comandada por figuras cada vez más extremas, sin sentido institucional ni estrategas que no sean las de aprovecharse del descontento social y la ola reaccionaria que moviliza a sectores frustrados por la incapacidad de los actores políticos de dar respuesta a las grandes carencias de la sociedad contemporánea.
Este fenómeno debería ser un revulsivo para los demócratas, sean de izquierda o de derecha, pero que compartan un acuerdo básico con la necesidad de detener a quienes buscan desmontar las garantías de libertad personal y colectiva que hemos conquistado con mucho esfuerzo durante tantos años. Duele constatar que estamos muy lejos de ello.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario