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domingo, 22 de septiembre de 2019

Mireya Baltra: La lucha de la suplementera


Del quiosco que tenía en el centro, llegó a ser Ministra del Trabajo de Salvador Allende, transformándose en la primera mujer en integrar el gobierno de la Unidad Popular. Antes, fue dirigenta sindical, reportera, regidora y diputada. A sus 87, está completamente ciega y alejada de la vida política a la que perteneció desde los años cincuenta. No hay que explicarlo, el golpe del 73 partió su vida en dos y entre la maternidad, su compromiso político y sus fervientes deseos de no perder a su marido, deambuló por más de 35 países hasta regresar en 1987, defendida por Enrique Krauss. Sus luchas, dirá, fueron la igualdad de derechos para las mujeres y el fin de las injusticias para los trabajadores. Sus amores sólo dos: su esposo Reinaldo y el Partido Comunista.
“Desde mi quiosco de diarios yo tengo una pequeña ventana por la cual miro los acontecimientos de la calle, las miserias, las discriminaciones y las humillaciones de hombres y mujeres sencillos que se levantan todas las mañanas al alba para ganarse el pan”.
Mireya Baltra.

Le gusta invernar como a los osos, dice la Ceci, quién la cuida hace ocho años.
—    En verano le gusta tomar sol, pero en topless.
—    ¿Qué es eso del topless? —, pregunta Mireya.
—    A pechuga pelá po.
—   Ahhhh.
—  Pero se lo prohibieron por el cáncer a la piel. De repente igual se sienta afuera, con las  pechugas al viento.
— Yo encontraba que los trajes de baño eran una calamidad. Me apretaban mucho.    Encuentro que hay que bañarse en pelota. Es otra sensación, tan agradable.
Le encanta el mar, pero nada al lote. Le tiene miedo a los aviones y a la muerte, a pesar de haber estado en 35 países y haber despedido a decenas de compañeros. De lengua suelta, proveniente de su vida de suplementera. “Un garabato bien dicho vale más que mil palabras”, cree. No le gustan las teleseries ni las películas. Lo que más le gusta es leer. Hasta hace unos años se devoraba los libros, pero ya no, porque sus ojos azules quedaron ciegos en 2012, cuando le dio un accidente vascular en medio de un discurso en la celebración de su cumpleaños N°80. Perder su vista fue como si le quitaran una muñeca a una niña, lo más preciado para ella.
Siete años después está sentada en su casa en Puente Alto. El silencio actual de vivir a los pies de la cordillera y pasar el día sentada escuchando radio, se contrasta con el ruido y movimiento que vivió durante su vida. Encima de la mesa del comedor está el libro que escribió: “Mireya Baltra: del quiosco al Ministerio del Trabajo”. Lo considera un libro “cagoncito”, una especie de folletín, muy corto. Le da vergüenza decir que es suyo. Pregunta a cuánto lo están vendiendo en el mercado. “Ay, qué caro”, dice. En sus páginas se cuenta parte de la historia que se leerá a continuación. 
***
María Moreno Cabezas, nacida en Yumbel, se fue a trabajar de empleada doméstica a Santiago, donde conoció al suplementero que le vendía el diario a sus patrones, José Baltra Baltra. Después de casarse pusieron un puesto de diarios en Ahumada con Agustinas, donde Mireya, que nació en 1932, año de crisis en el cual Chile tuvo cinco jefes de Estado (Juan Esteban Montero Rodríguez, Arturo Puga Osorio, Carlos Dávila Espinoza,  Bartolomé Blanche Espejo, Abraham Oyanedel Urrutia y Arturo Alessandri Palma). Su padre fue miembro del Partido Radical.  
Fue en el quiosco donde Mireya se crió. Repartida entre el conventillo donde vivía, el colegio y las tardes junto a sus padres, era testigo de las reuniones que se daban en aquel lugar, donde llegaban políticos, abogados, trabajadores y comerciantes. Corrían los años cuarentas. 
Desde pequeña, Mireya forjó una personalidad fuerte, con carácter, impulsada en parte por su padre, quien le enseñó a ella y a sus hermanos Elda, Ruth, Odette y Gastón, a boxear, para defenderse de los niños de la población que les gritaban “¡diareras!”. Sus estudios los hizo en el Liceo N°2 de niñas, pero la pillaron fumando en el baño, así que luego de la expulsión, se fue al Manuel de Salas. Su padre, que en un primer momento le había enseñado a pelear a puños, fue quien le enseñó la lucha sindical. Él era dirigente del Sindicato de Suplementeros, mismo camino que siguió Mireya cuando tuvo su propio quiosco en Matías Cousiño con La Moneda. 
Con el tiempo y mientras más se hacía consciente de cómo cambiaba Chile y el mundo en el marco de la incipiente Guerra Fría, se desataron en ella inquietudes contradictorias; tenía que criar a sus hijos, cocinar, hacer aseo en la casa. Pero también quería participar en política. Así, se hizo socia del Sindicato de Suplementeros y tomó las dos banderas de lucha que cargaría durante su vida: la igualdad de derechos para las mujeres y el fin de las injusticias para los trabajadores. “Aprendí tantas cosas. Fue bien importante esa etapa de formación. Las huelgas, las luchas sindicales. Fue un tiempo provechoso, nuevo, brillante para mí”, recuerda hoy. Fue pionera en la participación de las mujeres en política: “Para poder ser dirigente y hacerme valer en el sindicato, yo llegaba a ser más hombre que los hombres: tenía que intervenir, echar garabatos y agarrarme a puñetes a veces”, escribe en las páginas de su biografía.
Entre 1948 y 1959 fue reportera de Revista Vea. 
Con Reinaldo, su compañero, se habían hecho allendistas totales luego de que el Frente de Acción Popular proclamara a Salvador Allende como su candidato presidencial en 1958. Como la historia lo cuenta, fue derrotado. Al día siguiente de la pérdida en las urnas, Reinaldo y Mireya se tomaron una botella de vino y, un poco ebrios, se preguntaron qué iban a hacer. “Hagámonos socialistas”, dijo Mireya. “Pero inmediatamente”. Se pararon y cruzaron la calle hasta la casa de un vecino, dirigente del Partido Socialista. Mireya alcanzó estar dos meses, porque fue a un congreso que era un despelote y donde todos pelaban a los comunistas. “¿Y cómo serán los comunistas?”, se preguntó. Así, empezó a frecuentar con el PC a través de los economistas de la CORFO, que eran sus clientes en el quiosco. En 1960 debutó como columnista en el diario El Siglo con un texto titulado “La mujer como fuerza política”. Más adelante escribiría en El Espectador y La Última Hora.
Paralelo a esto, su actividad sindical fue creciendo. Formó parte de la comisión negociadora ante la Asociación Nacional de la Prensa y, en Concepción, se realizó un congreso de la Federación Nacional de Suplementeros donde fue elegida en su Consejo Directivo. La invitaron a Cuba, al Primer Congreso Latinoamericano de Juventudes, donde conoció al Ché Guevara. Pronto adquirió el nivel de dirigente nacional como miembro de la Federación de Suplementeros. La primera vez que intervino en un congreso en la CUT, al ver que todos gritaban y que nadie le ponía atención, tuvo que alzar la voz: “¡Se callan los huevones y me dejan hablar!”. El Consejo Directivo la nombró encargada femenina, donde tuvo como primera acción tratar de que se cumpliera la ley que obligaba a los empleadores a tener salas cuna, además de ampliar el fuero maternal y la extensión de las licencias pre y post natal.
En 1963 el Partido decide postularla a regidora por la Municipalidad de Santiago. Ganó. Cada vez que asistía a una sesión municipal le avisaba a los vecinos para que fueran a manifestarse. En 1964 la proponen como candidata a diputada junto a Jorge Insunza, reputado abogado que ocultó a Neruda en su casa en el periodo de la Ley Maldita, antes de su espectacular fuga cruzando la cordillera y reaparición en París de la mano de Picasso. Mireya no ganó, así que volvió a su cargo de regidora. En el programa elevado por las mujeres de la CUT había quedado pendiente la ley de jardines infantiles. En 1966 se creó el Comando Nacional pro Ley de Jardines Infantiles (antecesora de la Junji). 
En 1969 el Partido la citó a una reunión para informarle que iría a los comicios electorales como candidata a diputado por el primer distrito de Santiago. Sin embargo, añadieron una exigencia: tal responsabilidad implicaba que hiciera un esfuerzo en la relación con su lenguaje. Cuando salió de la reunión, unos compañeros le preguntaron para qué la habían citado: “Me llamaron por la huevá del lenguaje”, dijo. Resultó electa el 2 de marzo. Sobre ella pesaba la gran responsabilidad de representar a quienes habían votado por ella: mujer suplementera y comunista. Cuando entró por primera vez al salón de sesiones de la Cámara de Diputados sintió temor y curiosidad. Formalidades, solemnidades. Echaba de menos las asambleas sindicales. 
En esos días, se reencontró con Enrique Krauss, a quien había conocido cuando atendía el quiosco. Él era funcionario del Congreso. “La Mireya la revolvía”, dice Krauss. La relación de amistad se prolongó y cuando él asumió como Ministro de Economía en el gobierno del presidente Frei Montalva, Mireya y Gladys Marín lo perseguían con sus demandas: “un día me invadieron, exigiendo algo de los precios”, recuerda entre risas. Para Enrique ella era consecuente con sus ideas y profundamente humana. Una muy buena amiga, demostración de algo que, cree, ha perdido la política actual: la relación humana está por encima de todo.
Un día de 1972 supo que, para el cambio de gabinete, la habían propuesto para asumir la cartera de Trabajo y Previsión Social. “De tu quiosco en calle Moneda, llegaste al Palacio de La Moneda”, le dijo Allende cuando le tomó el juramento como ministra el 18 de julio de 1972. Vestía un traje negro y un pañuelo. No se había peinado, pero sí maquilló los ojos. Una parte de la prensa celebró que una mujer liderara el ministerio, pero la otra parte se preguntaba: “¿Cómo una suplementera, una mujer que vende diarios en la calle, puede ocupar un cargo tan alto?”. Mireya se transformó en la primera mujer en integrar el gobierno de la Unidad Popular. 
Para ella no fue difícil porque conocía perfecto los problemas de los trabajadores. Pero no estuvo libre de conflictos. El clima se comenzó a agudizar y grupos obreros se tomaron fábricas exigiendo la radicalización del programa de la Unidad Popular. Un día, a las siete de la mañana, llegó a la toma de la empresa de Conservas Perlak, junto a un ingeniero comercial de la CORFO y a Octavio González, de la CUT.
—      Compañera ministro, usted puede entrar a la fábrica, pero el dirigente de la CUT no.
—      Yo entro con el dirigente de la CUT, ya que este es un gobierno de los trabajadores.
El grupo se opuso e insultaron a Allende, llamándolo burgués reformista. Hasta ahí le llegó la compostura ministerial: puñetazo en la barbilla del trabajador. Los titulares proclamaban: “La ministra del trabajo abofeteó a un obrero”. “En estricto rigor se trataba del contador de la empresa y lo que recibió no fue un bofetón, sino un puñete en la mandíbula”, recuerda ella.
El 2 de noviembre del 72 asume un nuevo gabinete, sin Mireya. Le habían ofrecido la cartera de Vivienda, pero se negó, por un encontrón que había tenido con Laura Allende, hermana del presidente. Propuesta como diputada por el cuarto distrito, en marzo de 1973 vuelve al Congreso junto a seis compañeras. 
***
La mañana del 11 de septiembre no tuvo miedo. Se despertó con los gritos de su vecino que anunciaban un levantamiento de los marinos. No quiso escuchar las noticias y se fue sola a la insurrección de los derechistas, como le dice ella. Antes de salir le dijo a sus hijos: “Parece que nos van a cagar la vida, y también la primavera”. La instrucción era ir al cordón industrial de Vicuña Mackenna, específicamente a las industrias Textil Progreso, Comandari y Lucchetti. Sin medias, con zapatos de taco bajo y un abrigo de cotelé azul. 
Créditos: BCN
Recibió la llamada de Víctor Díaz diciéndole que tenía que salir de inmediato. Una trabajadora le prestó su peluca y un compañero le pasó unos lentes. Esa noche durmió en una población y al otro día salió vistiendo pantuflas y un abrigo viejo, caminando sin rumbo. Tenía que esconderse: era parte del bando N°10, donde se llamaba a dirigentes políticos a presentarse de manera urgente ante las autoridades militares. Se sentó en una banca a esperar, hasta que alguien le dijo “con esos lentes poto de botella qué va a ver pues compañera. Deme el brazo y venga conmigo”. 
Así anduvo clandestina, pasando de una casa de seguridad a otra. Hasta que llegaron a buscarla con su nueva tarea: promover la solidaridad internacional. La trasladaron, junto a Julieta Campusano, a la embajada de Holanda. Quince días después, Gladys Marín también llegó. “Teníamos que haber resistido nosotros también, pero no resistimos nada. Nos exiliamos”, dice hoy, mientras asegura que la política de rebelión popular de masas era lo necesario. A sus hijos los tomaron detenidos, fueron víctimas de simulacros de fusilamiento y golpizas. Su casa fue allanada innumerables veces. El mismo día que salía en la prensa que Mireya se había asilado, Reinaldo era detenido. No volvió a ver a sus hijos hasta junio de 1974, en Holanda.
Luego de un tiempo fue enviada a Praga para hacerse cargo de la Coordinación de la Solidaridad con Chile del Movimiento Sindical Internacional. Sus dos hijos varones se fueron a Cuba a estudiar y la mayor se quedó en Holanda. Seguía en contacto con el partido y la CUT. Hoy recuerda su mayor logro: “Hice que Pinochet se devolviera en avión. En palabras simples, le cagué la gira. Me sentí fantástico”. A principios de los 80 se enteraron de que Pinochet viajaría a Filipinas, invitado por el dictador de ese país, Ferdinand Marcos. Hicieron lo posible para hacer fracasar la gira, y lo consiguieron. En pleno vuelo la gira se canceló. El avión aterrizó para cargar combustible y partió de vuelta a Chile. 
“No estoy tranquila, nunca he estado tranquila. La vida cambió. A mí me dio la cosa por volver a Chile, tuve tantas tentativas”, dice hoy, nostálgica mientras se toca la cara marcada por las arrugas. Empezaron los planes para volver de forma clandestina. Después de intentar entrar dos veces en avión y una en bus, Mireya logró, después de ocho días de viaje, entrar por un paso fronterizo, montada en un caballo al que no alcanzaba los estribos. Era febrero del 87. Llegó a Santiago y convocaron a una conferencia de prensa donde ella y Julieta, que había cruzado también, eran la sorpresa. “¡Los hicimos huevones!, ¡los hicimos huevones!”. Enrique Krauss, su viejo amigo, fue el encargado de poner un recurso de amparo para protegerla. Pero la alegría duró poco: la relegaron a Puerto Aysén y Reinaldo la siguió. Allá, como era de esperar, no respetó los acuerdos, formó sindicatos e hizo amistades con la gente del pueblo. Luego de la relegación, volvió a Santiago, donde siguió participando, para luego caer presa en la cárcel de mujeres de calle Santo Domingo. 
***
Si le preguntan por el día que marcó su vida, Mireya dice que es el día en que se enamoró. Reinaldo Morales Peterson venía de una familia acomodada. Deportista, esquiador, nadador, había hecho la promesa con sus amigos de que le harían la ley del hielo a Mireya Baltra, por ser hija de suplementeros y decir garabatos, pero Reinaldo transgredió el acuerdo. El 9 de junio de 1951, en medio de su matrimonio, cuando el sacerdote decía el sermón, llegaron dos quiltros al altar mayor y comenzaron a aparearse. El cura intentaba espantarlos con una sola mano, pues con la otra sostenía la Biblia. Se dijo que era un buen augurio. 68 años después siguen casados.
Con Reinaldo la dirigencia política no fue fácil. Mireya iba de reunión en reunión, cuando un día llegó tarde a su casa y él le pegó, rompiéndole el labio. Al otro día se enrolló un pañuelo y partió a la conferencia sindical. En un momento se paró y dijo: “Compañeros, a las mujeres nos cuesta mucho participar del sindicato, los maridos se ponen celosos y no nos creen cuando llegamos tarde. Quiero decirles que Reinaldo me pegó anoche y miren cómo me dejó”. Ahí recién se sacó el pañuelo produciendo un silencio sepulcral. Mireya cree que resolvió bien el problema: Reinaldo nunca volvió a levantar la mano y ella conquistó el derecho de llegar tarde a la casa. “Él cuidó a los niños mucho más que yo”, dice. 
Por su labor como dirigente fue dejando su relación de lado. Reinaldo conoció a una florista que atendía cerca del quiosco. Un día, Mireya los pilló, se indignó y fue directo al Comité Central del Partido para que hicieran algo: pidió que su compañero, militante también, fuera alejado. Y así, un día de agosto de 1971, partió a la Unión Soviética a estudiar por orden del partido. “Mireya, van a mandar al Reinaldo a Siberia por caliente”, le decían. Pero ahí no se acabó la cosa y habló con algunas pobladoras para que se instalaran durante varios días frente a la florería con los brazos cruzados, mirando a la mujer fijamente. “Parece asustada, compañera Mireya”, le decían en sus reportes.
En el exilio, entre 1981 y 1982, volvió a pasar. Solos en Praga, Reinaldo y Romanina, su hija menor, resentían su ausencia. “El exilio produce dispersión en la familia y las prioridades, quiérase o no, se trastocan”, afirma. Reinaldo se encontró a una nueva mujer, la Klenoty. Nuevamente, Mireya acudió al truco de enviar a su compañero al otro lado del mundo. A través de la Embajada cubana en Checoslovaquia, Reinaldo y Romanina fueron invitados a vivir en Cuba. Se fueron en septiembre de 1982.
Producto de ese amor que era capaz de todo, hoy Mireya tiene 4 hijos, 11 nietos y 4 bisnietos. María Odette, la primera, se hizo cargo de los hermanos cuando la madre se fue al exilio y el padre fue apresado. Después viene Roberto, su favorito: “Yo lo iba a abortar, y la matrona no lo pudo sacar. Se aferró al útero”. El tercero es Rodrigo, el más tímido, padre de los dos nietos de Mireya que militan en las Juventudes Comunistas. La última es Romanina, su compañera en el exilio, cuando los demás se repartieron por Francia y Cuba. Mireya reconoce que el aborto fue una práctica común y necesaria en su vida, porque el amor con Reinaldo era demasiado pasional y no habían pastillas. Siempre fue una decisión mutua.
La vida de sus hijos estuvo llena de ausencias. Siente que igual la quieren y ella los quiere de vuelta. A sus 87 años, se ha dado cuenta de que le hubiera gustado haber estado más con ellos. Su distancia no fue vivida por los cuatro hijos de la misma manera, y era complejo porque al mismo tiempo era un referente dentro del hogar. Pero lo que ella aportó al país, según María Odette, compensó los sufrimientos. Se sentían orgullosos: no tenían una mamá cualquiera.
La expresidenta Michelle Bachelet encabeza la ceremonia de entrega del Premio Manuel Bustos en el Patio de Las Camelias del Palacio de La Moneda, que en aquella ocasión recayó en la dirigenta social y exministra, Mireya Baltra. Créditos: Agencia Uno
Reinaldo, su nieto, es el actual Secretario de las Juventudes Comunistas. “La familia representa mucho la figura de ella: buena para la talla, chucheta. El cariño lo demuestra así”, dice hoy cuando le preguntan sobre su abuela. Se vio influido por ella y no faltaron sus consejos cuando decidió militar. Respecto a la figura de su abuelo, Reinaldo vio desde pequeño la diferencia: su abuela, muy extrovertida, dueña de la mesa familiar, haciendo reír a todos, mientras su abuelo era un poco más callado, pero siempre con mucha energía. En su familia han aprendido a no idealizarla: “Fue una dirigente muy relevante, pero también es una persona, con sus blancos y negros, como todos”. Ellos creen que gran parte de su ausencia fue producto de “la gran injusticia que fue el golpe de Estado”.
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A los 63 años, contra todo pronóstico, decidió estudiar Sociología en la ARCIS. “Había cosas que no sabía y eso no podía ser”, dice mientras reafirma que esa época le hizo muy bien. No faltó a ninguna clase, era matea. Le gustaría volver a estudiar, esta vez Astronomía, pero sabe que no puede. Vivió con felicidad esos años y hasta un pito de marihuana se fumó con sus compañeros, quedándose dormida en clases. Elisa Neumann, ex rectora de la ARCIS, considera a Mireya una persona sencilla, alegre y simpática, virtudes que la ayudaron a integrarse bien con los estudiantes a pesar de la edad. “Ella se ponía en la posición de estudiante. Nunca hizo valer su condición de dirigente o ex ministra”, dice. Elisa está orgullosa de haber conocido a una muestra de lo que fue el movimiento popular chileno, una muestra de los cientos de miles de trabajadores que alcanzaron posiciones importantes en la política.
“Avanzamos bastante en lo femenino. Yo pienso que fui un pequeño aporte a la lucha de las mujeres”, cuenta mientras celebra el actual movimiento feminista en Chile y el mundo. Claudia Pascual, ex ministra de la Mujer, es su compinche. Se conocieron en el año 92, cuando Claudia la invita a ser parte de la Comisión de Mujeres del Partido. Cariño, respeto y admiración es lo que siente hacia ella. Al preguntarle si es un ejemplo a seguir, responde: “Es bastante grandiosa como para hacer algo similar. Nadie podría decir que va en la misma senda que ella, pero es un gran ejemplo”. La cataloga como una rebelde sin causa, atrevida, muy joven en su edad, pionera. Gozadora de la vida, vive a concho todos los minutos. “Es feliz dando su tiempo a la causa, incluso con culpas que puede tener por no estar con su familia”. 
Mireya celebra el proyecto de las 40 horas. Nuevamente siente que sus dos banderas, de la mujer y de los trabajadores, vuelven a salir a la calle. Cuando ella ella fue diputada y ministra el escenario era diferente: “Había, a mi entender, un nivel de conciencia mayor de la mayoría de los trabajadores y del pueblo”. Cuando escucha a Camila Vallejo, se acuerda de sus años de dirigente, se ve reflejada. Un día ella también peleó por lo mismo. La admira y, a pesar de que no tienen una relación cercana, siente que la vio crecer. Cree que hay muchas mujeres como ella, que solo falta que se den las oportunidades para que tengan voz. 
Créditos: BCN
Respecto a la postura del gobierno con el proyecto: “yo no entiendo mucho al presidente. No tiene razón. Tiene que comparar su pensamiento con el de miles y miles de trabajadores y él sale perdiendo”. Mientras ella fue gobierno, nunca se cuestionaron el pasar tanto tiempo trabajando. Era lo que les correspondía, pero hoy se da cuenta del error que fue no darle importancia. Quiere darle un mensaje a los trabajadores: “Sigan dando la pelea, con más organización y más comités, no perder tiempo”. 
Piensa que se va a dar un gran paso en el acercamiento con la familia, con los niños. “La figura de los padres es muy importante, trae muchas cosas que yo creo que se han perdido. Es entender la vida de otra manera, es apreciar el tiempo de otra manera: el tiempo es plata, el tiempo es calma, el tiempo es amor entre la familia. El saber que los padres están presentes, los niños deben sentirse apoyados, con un respaldo humano en sus vidas”, dice. Paradójico, porque ella no estuvo tan presente con su familia. Le faltó tiempo, siente. Y es algo que hasta el día de hoy le pesa.
***
Es septiembre y por los ventanales se ven las nubes cargadas de lluvia. Septiembre gris, para ella. Hace unos días, Felipe Kast pedía que se dejara de hablar de la dictadura, de Derechos Humanos. Para Mireya el golpe dejó una hendidura profunda en el cuerpo: “No tienen razón ellos, un pueblo sin memoria histórica no puede caminar con soltura por la vida. Tenemos que tener presente siempre el golpe de Estado, no para quedarnos allí, sino para ver qué va a hacer este país, en el sentido de avanzar para conquistar plenamente la libertad”, dice convencida.
“Yo creo que vamos bien encaminados. Falta más gente, más decisiones, innovar la lucha que tenemos hoy. Las masas son imprescindibles, la calle es imprescindible. Tenemos que exigirnos más”, dice, mientras vuelve a recalcar que le gustaría seguir activa, dando la pelea por las situaciones que afectan a los trabajadores. Le hace falta, hay un lugar que anda suelto. “La lucha te organiza, la lucha te hace entender mejor las cosas. Claro que me gustaría estar participando, pero no sé si tendré la fuerza y el valor suficiente para participar de buena forma”. 
Aún va a algunos actos y a visitar poblaciones. La última vez que salió fue a Guardia Vieja, a la casa de Allende, donde se reencontró con los ex ministros de la Unidad Popular. “Echo de menos todo po’, porque acá no hago nada. Si tengo que salir, no puedo, porque no veo. La vejez es como la mierda. Y me pica la cabeza también, debo tener piojos”. La Ceci, que está al lado de ella guiándola en su relato, recordándole nombres y detalles, le dice que no tiene piojos, que está limpiecita. 
Cuando cumplió los ochenta se pegó un buen discurso. “Yo le dije que no se alargara mucho, porque había tenido la presión alta toda esa semana, pero no me hizo caso”, dice Reinaldo. En medio de las palabras tuvo un derrame cerebral. Rápidamente la llevaron a urgencias donde no la querían operar por la edad. “Yo les dije que ella no era ninguna hueona, no era una vieja que tejía en la casa”, dice Romanina. Estuvo tres meses con coma inducido en la UTI.
Reinaldo camina lento por la casa. Se levantan todos los días a las nueve de la mañana. Mireya se baña, se arregla y se sienta en una silla, la misma donde está ahora. Así, todo el día, todos los días. Pide un café, tiene frío. “¿Hay una estufa?”, pregunta. A medio metro de ella hay un calefactor prendido. La Ceci y Reinaldo dicen que ha estado mejor que otras veces, que ha recordado harto. Falta que la vayan a ver, ya nadie se acuerda de ella. Entremedio de saltos temporales y cambios de nombre, Mireya dice por cuarta vez en la conversación: “pregúntame más po’, quiero hablar”.

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