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miércoles, 19 de febrero de 2020

Opinión


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La encrucijada política del rechazo

por  19 febrero, 2020
La encrucijada política del rechazo

"Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional", les prometía el rey Fernando VII a los españoles en 1820. La sinceridad de esta propuesta era, sin embargo, cuestionable, como se desprende de los acontecimientos que la precedieron. Luego de ser liberado de su encarcelamiento, el rey regresa a España en 1814 y desconoce toda la labor realizada en sus años de ausencia. Restablece la monarquía absoluta y persigue a los promotores del constitucionalismo liberal. Esta opresión desencadenaría un levantamiento militar que, tras sucesivas victorias, culminaría con el líder de la revuelta forzando al rey a abrazar el constitucionalismo y la soberanía popular.
Algo similar podría ocurrir en nuestro país. Todas las encuestas predicen que a fines de abril la ciudadanía se inclinará por reemplazar nuestra Constitución. De confirmarse aquello, quienes hoy desde la política apoyan la opción del rechazo tendrán que volver a las urnas en octubre pidiéndole a la ciudadanía que les confíen un proceso constitucional en el que no creen y que preferirían evitar. Tal actitud supone una difícil encrucijada para el electorado de centro que suele votarlos: ¿podrá confiárseles un proceso político tan importante a quienes, como Fernando VII, llamarán desde abril a marchar por la senda constitucional pero francamente preferirían verla fracasar?
Uno esperaría que se esgriman razones poderosas para oponerse a sustituir una Constitución que algunos incluso en la misma derecha ya ni respetan, que la ciudadanía en su mayoría rechaza y que a la luz de los acontecimientos recientes pareciera haber agotado su ciclo político, como sugiere la transversalidad del acuerdo político del 15 de noviembre.
Uno podría imaginar, por ejemplo, que quienes defienden el rechazo se inspiran en un diagnóstico alternativo, en el que los cambios que se requieren –de haber sido identificados– no suponen sustituir nuestra Carta Magna sino solo reemplazar aspectos de ella. Podrían también argumentar que ambas posiciones son razonables y que existen buenos argumentos tanto a favor de aprobar como de rechazar. En materia de diseño constitucional, es importante decirlo, prácticamente todo es debatible y contingente.
En este sentido, expertos en derecho constitucional comparado han evidenciado que a veces es mejor aplazar ciertas discusiones constitucionales que abordarlas, según sugieren las experiencias constitucionales de Brasil, Irak, Sudáfrica o Taiwán; que no es necesario ampliar el catálogo de derechos constitucionales para el éxito de las políticas sociales, como lo demuestra Australia; o que el origen dudoso de una Constitución no determina su éxito como elemento de cohesión política, como han evidenciado Alemania, Estados Unidos o Japón.
Lamentablemente, a la fecha, ninguna de estas razones u otras de peso se han esbozado. La base programática de la campaña por el rechazo se basa casi en su totalidad en sembrar miedo y explotar la incertidumbre. Los argumentos han sido reemplazados por metáforas fatalistas.
Una nueva Constitución, se ha dicho, equivale a demoler nuestra casa o a saltar al vacío. La opción del apruebo, por otro lado, es acusada de demagógica o matonesca. En una versión menos confrontacional, se acusa que una nueva Carta Fundamental demoraría mucho o que involucraría altos costos económicos. En esta línea, hay quienes llaman a rechazar en el plebiscito e impulsar reformas profundas como alternativa, cuyo contenido hasta ahora es tan ambicioso como impreciso y que supone entregar un voto de confianza absoluto a que sea la clase política en el Congreso la que determine el contenido, la forma y los tiempos de estas.
Lo único más ambicioso que el contenido de esta propuesta, es pensar que la ciudadanía entregará un proceso de esta envergadura a una clase política que de ordinario demora más de dos años en despachar un proyecto de ley y cuyo índice de aprobación ciudadana no supera el tres por ciento.
La historia nos enseña que Fernando VII no cumplió su promesa de marchar por la senda constitucional. Tres años después de su juramento, el rey traiciona la Constitución y reinstaura la monarquía absoluta. ¿La cumplirán quienes, tampoco queriendo una nueva Carta Magna, tendrán que pedirle a la ciudadanía a partir del 27 de abril que les confíen su redacción?
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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