En América Latina, la inversión en las policías en los últimos 30 años ha sido significativa. La transformación ha sido evidente y en la actualidad tienen presupuestos sólidos, han fortalecido salarios y sistemas de protección social para sus funcionarios, han comprado tecnología, mejorado los limitados sistemas de formación y fortalecido los intercambios internacionales de experiencias.
Aún así, las policías latinoamericanas enfrentan serios desafíos marcados por los bajos niveles de confianza ciudadana, la generalizada percepción de ineficiencia y corrupción e innegable realidad del uso sistemático de violencia contra grupos específicos de la población.
En ese proceso de descrédito, dos policías parecieron ser la excepción: la Policía Nacional de Colombia y Carabineros de Chile. Ambas son insitituciones armadas, de organización y disciplina militar, divididas en escalafones de oficiales y suboficiales, limitada participación de mujeres, sustanciales presupuestos y altos niveles de autonomía profesional y política.
Por muchos años contaron con importantes niveles de confianza ciudadana y transformaron su retórica sobre el crimen, incluyendo tareas preventivas y vinculación con la comunidad. Ambas características convirtieron a este modelo policial en la práctica más apreciada en la región, la que de hecho se diseminó en otros países debido a los generosos aportes institucionales para la formación de altos mandos en sus escuelas.
Además, la consolidación de AMERIPOL, organización policial de las Américas, donde los principales referentes en la formación, capacitación e intercambio de prácticas pertenecen a estas instituciones, sirvió para consolidar la percepción que eran los modelos a seguir.
Desde aquellos países donde los funcionarios policiales desarrollan dobles o triples jornadas para complementar el salario, carecen de sistemas de protección de salud o bienestar que generen beneficios individuales o familiares y perciben jubilaciones básicas, se miraba con interés, cuando no envidia, a los beneficios de las policias chilenas y colombianas.
Demasiado bonito para ser cierto
Pero la historia era demasiado buena para ser cierta. En los últimos años y especialmente en los últimos meses hemos sido testigos privilegiados de las complejidades que estos considerados modelos de organización policial involucran. En primer lugar, no son ajenos a la corrupción cotidiana e incluso institucional.
En Chile el conocido “pacogate” es un esquema de organización ilícita conformada por decenas de oficiales y suboficiales que armaron un sistema para defraudar y malversar los dineros públicos.
Las imágenes de oficiales con maletines llenos de dinero caminando por las calles de Santiago fueron un golpe directo a la imagen de profesionalismo institucional.
En Colombia, el escándalo de la “comunidad del anillo” que se conoció hace unos años y donde se evidenció la presencia de una organización de prostitución de jóvenes policías que aparentemente ofrecían sus servicios a diversos representantes en el poder legislativo, sacudió al país. En ambos casos se generaron cambios en los mandos institucionales y atisbos de reformas; o por lo menos estrategias comunicacionales que relevaban los cambios realizados para enfrentar estos hechos.
Segundo, la visión idílica del “mejor policía del mundo” identificada con los altos generales de la Policía Colombiana así como la “policía mejor evaluada en la región” vinculada con el trabajo de la oficialidad de Carabineros entraña una historia con dos caras.
La otra cara es mucho más precaria
Ambas instituciones han consolidado oficialidades con altos niveles de preparación nacional e internacional, sustantivos equipos técnicos de apoyo, colaboración internacional para la definición de sus políticas e inversión significativa para sus procesos de educación y entrenamiento.
Pero la otra cara es mucho más precaria y está marcada por una tropa o suboficialidad con menor tiempo de capacitación, salarios más bajos, largas jornadas, limitaciones presupuestarias e incluso disminución de algunos de sus beneficios sociales. Las brechas institucionales han crecido marcando instituciones con altos niveles de concentración de poder, limitados espacios de crítica y enorme discrecionalidad en los procesos internos.
Tercero, el delito y la violencia varía en muchos casos a pesar de las acciones institucionales. La opacidad en los datos institucionales no permiten afirmar si los cambios en las definiciones tácticas u operativas policiales son las responsables de la disminución del delito en Colombia o Chile.
Si bien se han implementado iniciativas de mejora de los patrullajes, sistemas de información e incluso predicción delictual, el retorno de dicha inversión no es claro.
Sin embargo, los resultados de la investigación criminal siguen siendo tímidos con la mayor parte de los hechos criminales que se logran resolver, aquellos donde hay un detenido en acto de flagrancia. Los programas de prevención y vinculación comunitaria corren riesgos similares. Se los incluyen sistemáticamente en los listados de buenas prácticas pero lo que se conoce de los mismos muestra más promesas que resultados.
Cuarto, el aumento del descontento ciudadano frente a las desigualdades así como la frustración ciudadana han sido elementos que han potenciado el desarrollo de múltiples movimientos sociales con expresión callejera.
Las protestas se tomaron las principales ciudades de ambos países durante 2019 y la respuesta policial fue violenta, represiva, impune.
La incapacidad institucional para desescalar la violencia los convirtió en el foco de la atención/agresión ciudadana. Santiago se llenó de graffitis anti carabineros, los cánticos de las marchas reconocían a las policías por su violencia y agresión.
Lo que partió como protestas contra temas sociales rápidamente se transformó en reclamos claros contra la brutalidad policial haciendo eco a los procesos de protesta en otros lados del mundo.
De esta forma los modelos policiales tenían muchas más grietas y claroscuros y requieren procesos de transformación y reforma.
Pero en ambos países la política abandonó la idea de gobernar efectivamente el sector policial, que era visto como que funciona bien o al menos no generaba problemas. Los intentos de reformas policiales en Colombia fueron contrarestados por fuerzas institucionales que logran instalar agendas propias y dinámicas internas de sostenido esfuerzo que terminan agotando a un mundo político poco preparado en la temática y aún menos disponible para una transformación del sector seguridad que sin duda debería partir con la firma de la paz.
En Chile, en 30 años de democracia, no ha habido intentos serios de reforma institucional. De hecho la propuesta de cambiar su dependencia del Ministerio de Defensa al de Interior tomó 21 años debido al poder institucional pero también al abandono político de un tema fundamental: las políticas de seguridad.
Al parecer mucho tenemos que aprender de las experiencias en la gestión de la seguridad ciudadana en Chile y Colombia. Tal vez la principal lección es la necesidad de consolidar un sector público, con experticia civil que avance en el desarrollo efectivo de mecanismos de gobierno de la seguridad, con claros contrapesos y balances, donde la transparecencia de información sea la norma y la colaboración abierta con la sociedad civil y los expertos no sea entendida de forma instrumental sino como un piso inicial de construcción de legitimidad.
La política no puede mirar al costado. Las responsabilidades por las muertes, lesiones y torturas por parte de funcionarios policiales tienen un claro resorte político y mantener el discurso de los casos aislados o las manzanas podridas solo ayuda a la mayor desestabilización de la relación policia/comunidad, la disminución de la legitimidad policial y por ende la menor tendencia al cumplimiento de la Ley.
La versión original de este artículo fue publicada por el Centro de Investigación Periodística (CIPER) de Chile.
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