Construir memorias compartidas requiere un compromiso ético con el “nunca más”. Un “nunca más” tanto respecto del golpe de Estado como crimen fundacional, como con la violación de los derechos humanos que este posibilitó. No se trata de imponer una visión única sobre el Gobierno de la Unidad Popular o las causas que llevaron al golpe de Estado, sino de establecer un compromiso moral con la democracia como la única y mejor forma de gobierno, patrimonio de todos y todas y no solo de un sector de la sociedad.
El debate sobre la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado ha dejado en evidencia que aún no hemos logrado establecer mínimos éticos comunes ni construir una memoria compartida sobre nuestra historia.
Mientras para los 40 años del golpe el ex Presidente Sebastián Piñera interpelaba a su sector a reconocer el rol de “cómplices pasivos”, líderes sub-40 de derecha llamaban a abandonar la mención explícita de apoyo al golpe en las declaraciones de principios de RN y la UDI, y solo algunas voces aisladas defendían el pinochetismo.
Hoy, a 50 años del golpe cívico-militar, la opinión de moderados de derecha es imperceptible frente a la fuerza avasalladora de la ultraderecha y los nostálgicos del régimen militar que han resurgido, impidiendo establecer mínimos comunes éticos para construir una memoria compartida sobre ese hecho de nuestra historia. Basta recordar a aquellos diputados de la República que dicen “justificar” el golpe de Estado y otros que anuncian que “celebrarán” la fecha.
El sistema político es responsable de resguardar la democracia y esas actitudes de un buen número de representantes de la derecha han dado pábulo para que se regrese a posiciones de trinchera, retomando antiguos relatos de salvación nacional, respaldando la vía armada y violenta como salida a una crisis política. Se busca el empate a toda costa: igualar la retórica de la violencia y la vía armada con el uso efectivo de las armas por parte del Estado en contra de su población; el choque de poderes, el desorden político y social durante un gobierno electo democráticamente, con la clausura de las instituciones democráticas y la masacre.
En redes sociales se difunden mensajes no solo negacionistas respecto de la existencia de violaciones a los derechos humanos, sino que, reconociendo esas violaciones, se promueve la celebración de la violencia y represión: basta recordar la venta de vinos e insignias conmemorativas con frases como “les daremos un nuevo golpe”, “descorcharemos champaña para el 11”, “el problema es que no los mataron a todos”, por citar algunos ejemplos.
A diferencia de lo que fuera el aprendizaje experimentado en Alemania después de la destrucción de su democracia y los horrores del nazismo, en el Chile de hoy el repudio al terrorismo de Estado no es una memoria hegemónica. Y si bien todos podemos aceptar que es legítimo tener valoraciones distintas sobre nuestra historia, debemos distinguir el debate de ideas sobre hechos y causas, de los principios éticos, bases estructurales de nuestra convivencia democrática. Cuando existe libertad de cátedra, autonomía en las universidades y libertad de expresión, siempre habrá debate de ideas. Historiadores y académicos seguirán estudiando las causas, hechos y consecuencias de la Unidad Popular, del golpe de Estado y la dictadura civil-militar.
Sin embargo, la democracia no se protege solo desde el debate académico. Su presente y futuro requieren una condena ética y moral a los golpes de Estado como mecanismo para dirimir conflictos políticos. Un rechazo nítido a imponer, por la fuerza, una salida fuera de las reglas constitucionales; bombardear el Palacio de Gobierno, cerrar el Congreso, proscribir a los partidos políticos, intervenir las universidades y al Poder Judicial, vulnerando el debido proceso, cerrar, reprimir, controlar los medios de comunicación y a periodistas, usurpar bienes y propiedades de opositores, promover despidos masivos en razón del pensamiento político, exiliar a miles de compatriotas, crear campos de prisión política, policías secretas, entrenar personal especializado en tortura, impulsar una política de exterminio y ejecución, hacer desaparecer los cuerpos de las víctimas, condenando a sus familias al martirio de un duelo permanente, a la imposibilidad de despedirse y cerrar la búsqueda de sus seres queridos, y coludirse con otras dictaduras para exterminar opositores fuera del país.
Construir memorias compartidas requiere un compromiso ético con el “nunca más”. Un “nunca más” tanto respecto del golpe de Estado como crimen fundacional, como con la violación de los derechos humanos que este posibilitó. No se trata de imponer una visión única sobre el Gobierno de la Unidad Popular o las causas que llevaron al golpe de Estado, sino de establecer un compromiso moral con la democracia como la única y mejor forma de gobierno, patrimonio de todos y todas y no solo de un sector de la sociedad.
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