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lunes, 17 de julio de 2023

El golpe: un muy elusivo consenso

     

Durante su viaje a España el presidente Boric ha reiterado un llamado a todos los partidos políticos a que condenen el golpe de Estado de 1973. El tema se ha estado agitando por algún tiempo y estuvo en el centro de la salida del asesor presidencial para la conmemoración del 50º aniversario del golpe, Patricio Fernández. El ahora renunciado asesor se anduvo enredando en sus palabras lo que algunos interpretaron como que justificaba el golpe, aunque repudiaba las violaciones a los derechos humanos que se desencadenaron posteriormente. El hecho que el debate se centró en esas palabras no permitió abordar el tema de fondo de esa conversación: lo que entonces Fernández planteaba como la búsqueda de un “mínimo común (denominador)” que permitiera que desde todos los partidos y corrientes de opinión se lograra un acuerdo condenatorio respecto del golpe militar de 1973.

Esa noción que permitiera ese acuerdo transversal sigue siendo política oficial del gobierno, aunque, como lo dijeran tanto el ex asesor como su entrevistador Manuel Antonio Garretón en esa polémica conversación, se trataría, poco menos, que de una misión imposible. Más aun, la propuesta de una condena unánime al golpe de Estado, si bien puede tener un fuerte respaldo ético el cual nadie podría en buena fe negar, por otro lado, entraña muchos aspectos políticos que no se pueden soslayar, a no ser que se quiera sacar una declaración anodina: “todos rechazamos el quiebre violento de la institucionalidad, la destrucción de la democracia, los atropellos a los derechos humanos, etc.” y tratar de remachar con “esperamos que nunca más vuelva a suceder…”

Sin embargo, el tema es más complejo, lo que hace mucho más difícil lograr tal “mínimo común denominador”.  Por parte de la Izquierda se debe tener mucho cuidado, porque si bien la condena a los crímenes cometidos desde el momento mismo del golpe militar debe ser una bandera inclaudicable, por otro lado, para lograr ese consenso de todas las fuerzas políticas no debe caerse en un discurso que termine diluyendo o desdibujando lo que fue la experiencia de la Unidad Popular y del propio Salvador Allende, como líder de esa experiencia transformadora.

En este sentido y considerando la falta de conocimiento de historia y formación cívica especialmente entre la juventud chilena, mucho del discurso actual tiende a dar la idea de que a Allende lo derrocaron porque era una “buena persona y quería cosas beneficiosas para su pueblo”. Aunque sin duda esos aspectos morales estaban en la figura de Allende, esa no ha sido la razón por la que se desató el criminal golpe militar contra él y la persecución implacable contra los partidarios de su gobierno. Allende fue derrocado porque él lideraba entonces un proyecto político que se planteaba una transformación profunda de la sociedad chilena y, más aun, desde el aparato del gobierno se intentaba poner en práctica ese proyecto que debería conducir a la construcción del socialismo en Chile. No en vano en la Canción del Programa, uno de los temas musicales utilizados durante la campaña electoral de 1970 se decía: “Porqué esta vez no se trata de cambiar a un presidente / será el pueblo quien construya un Chile muy diferente…”

Por cierto, se puede debatir si era viable en ese momento intentar nada menos que la transición al socialismo cuando no se tenía el apoyo electoral de la mayoría de la población. Allende había obtenido casi un 37 por ciento de apoyo en las elecciones presidenciales de 1970, sin embargo, su gobierno—cosa muy excepcional en Chile—ganó apoyo durante su mandato, así, en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 la coalición de Unidad Popular había logrado un 43,5 por ciento de apoyo. La UP no había alcanzado el 50 por ciento de apoyo hasta ese momento, pero la experiencia de ese período indicaba que las mayorías se construyen, no basta con quedarse lamentando que el pueblo no apoya y que por lo tanto no se puede cumplir lo prometido. Esa convicción de que las mayorías pueden construirse es lo que habría llevado a Allende a la propuesta de un plebiscito que iba a hacer esa misma mañana del 11 de septiembre en un acto en la Universidad Técnica del Estado. Una maniobra atrevida, como lo es la táctica del “todo o nada” a la que en política muchas veces se alude, pero pocas veces se lleva a la práctica, porque, claro, en tal escenario se puede uno quedar con “nada”.  En parte ese riesgo llevó a que el Partido Socialista aceptara esa propuesta con mucha reticencia. Se trataba sin duda de una maniobra desesperada también, pues podía haber mucho que ganar, pero también mucho que perder. Por lo demás, el objetivo de esa propuesta era evitar lo que la Derecha levantaba como el “peligro de una guerra civil”. Una completa ficción, como quedó en claro dado el poco poder de fuego que la Izquierda podía tener y muy ínfimo grado de influencia que pudo haber tenido al interior de las propias fuerzas armadas.

En este sentido entonces, resulta un poco irrealista que los partidos de la Derecha, en especial aquellos con un mayor grado de participación en la dictadura, vayan a estar dispuestos a condenar un acto que puso fin a un proyecto político que afectaba sus intereses de manera directa, como nunca antes un gobierno había intentado hacerlo. En otras palabras, la inmensa mayoría de la derecha y de la DC de entonces se plegaron al golpe de Estado porque entonces lo vieron como la única salida para la defensa de sus intereses. (Aclaro, como siempre debe hacerse en aras de la verdad, que hubo destacados militantes de la DC que condenaron el golpe desde el primer momento, menos conocidos—más bien optaron por marginarse de la vida pública—también hubo personas de Derecha que adoptaron similar actitud: “Tú sabes que yo soy de derecha, pero no soy ningún fascista” me mandó decir mientras yo me había mudado a otro lugar como medida de seguridad, un viejo amigo a quien había conocido en la universidad y que había sido nada menos que de la Juventud Conservadora).

Sin embargo, lo que no puede ignorarse son ciertos comportamientos claves de los actores sociales y políticos bajos circunstancias críticas. Mientras no cabe duda que, en un mundo ideal, de gente buena, un acto tan criminal como fue el golpe militar de 1973 sería completamente repudiable, en el mundo real donde juegan intereses de clase (“La lucha de clases existe, la ganamos nosotros…” afirmó el multimillonario estadounidense William Buffet en una famosa intervención ante colegas empresarios), es muy improbable que se produzca un tal consenso de todas las fuerzas políticas. Esto, a no ser que entonces se empiece a buscar un lenguaje que al final no diga nada sustantivo y se llegue incluso a afirmaciones absurdas como la del senador derechista Manuel José Ossandón, en el programa Estado Nacional: “existió Pinochet, porque existió Allende”. Es decir, que en un juego grotesco como el descrito por el genial tango Cambalache se intente mezclar el accionar de un presidente constitucional en ejercicio de sus funciones legales intentando implementar un programa de gobierno altamente audaz, por cierto, con el actuar de un oportunista intrigante que ha quedado marcado como el dictador más sanguinario de la historia de Chile.

¿Y qué pasa si no hay esa condena transversal al golpe militar de 1973 que el presidente Boric ha pedido? La verdad es que no pasa nada: no nos engañemos, la Derecha no puede descartar nada, si el día de mañana se dan circunstancias parecidas a las que motivaron el golpe del 11 de septiembre de 1973, no quepa duda que, para defender sus intereses, los grandes empresarios y banqueros irán de vuelta a recolectar fondos a Estados Unidos y a conspirar contra cualquiera sea que amenace sus intereses. Y desde Washington, los guardianes del imperio tampoco van a quedarse de brazos cruzados ante esas provincias que se le quieran sublevar.

Tampoco eso significa que estemos condenados a la derrota de antemano, sólo que en una nueva oportunidad tenemos que hacerlo mucho mejor, mejor preparados y—en lo posible—como parte de un accionar mancomunado a nivel continental quizás. En el intertanto, no debemos preocuparnos porque nuestros adversarios no se sumen—o sólo lo hagan a medias—en este esfuerzo por condenar el golpe de Estado. Cuando una familia está de duelo por el asesinato de alguno de sus miembros no invita a los amigos o socios del asesino a sumarse a la ceremonia. El gobierno bien puede poner en marcha todo un recordatorio de lo que ocurrió ese día, sabiendo que habrá unos cuantos que no comparten ese dolor o lo relativizan. Eso sí, esta debería ser una ocasión educativa para esa mayoría de chilenos que nacieron después del golpe o eran muy pequeños cuando este ocurrió, y en esto, el despliegue de los recursos del Estado sería muy importante. En cualquier caso, no hay que olvidar que la política es cosa dura, a veces brutal, no nos sorprendamos por eso.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

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