No saben cómo afrontarlo, por eso recurren a los discursos de democracia y libertad que tan fácilmente logran desviar la atención de sus responsabilidades de lo sucedido en 1973. Cuando es la hora de dar un mensaje al país, el Presidente Piñera habla vaguedades, de culpas compartidas y de un clima de odio que inevitablemente rompería la democracia.
Pero ese no es simplemente el discurso de la derecha, sino también el relato político que la transición defendió transversalmente: todos habíamos cometido el mismo error, todos habíamos perdido nuestra cordura y destruido el estado de derecho debido al desborde de nuestras ideas y nuestras necesidades.
Bajo esta lógica, era fácil no asumir lo hecho, porque cuando todos son culpables, nadie lo es; y la democracia puede reconstruirse sobre este supuesto en el que solo algunos -los que ejecutaron las atrocidades- pagarían en la cárcel. En cambio, los que le dieron el sustento ideológico a la dictadura solo se disculparían por no haber visto, no haber sabido y no haber medido la intensidad de la violencia que había en las calles. No por haber aplaudido ni alimentado el régimen.
Por esto, cuando la derecha chilena dijo renovarse al llevar a Sebastián Piñera a La Moneda, muchos le creyeron, incluso quienes se habían opuesto a Pinochet. Ahora hablaban de los Derechos Humanos con más soltura y decían condenar todos los autoritarismos, por lo que había que celebrarlos y reconocerles el haber entendido que las declaraciones y las omisiones del pasado habían estado erradas, ya que eran parte de un nuevo sector, con nuevas generaciones que renegaban de lo que sus padres alguna vez encontraron que era una gesta heroica.
Sin embargo, este reconocimiento nunca ha pasado por una renovación ideológica, ni por entender qué fue lo que los llevó a querer sabotear el gobierno de la Unidad Popular y luego construir un país a la medida de sus caprichos, gracias a la fuerza militar que los blindó. ¿Y cuál es la razón? Que no han perdido realmente, sino electoralmente, lo que en política no es necesariamente lo mismo.
Mientras más estuvieron en la oposición en los noventa y comienzo de los dos mil, más fueron profundizando su triunfo ideológico, observando, manteniendo los acuerdos impuestos a una Concertación que quiso aceptarlos: primero, por miedo y necesidad; y luego, por miedo a  perder la comodidad.
Una centroizquierda triunfadora electoralmente, pero sumamente avergonzada de sus ideas, era ideal para administrar lo que la derecha instaló como lo real,  razón por la que el ahora sector gobernante nunca se preguntó de verdad sobre lo que fueron y lo que siguen siendo; solo lo hicieron estéticamente, viendo la masacre que condujeron desde afuera, desde otro lugar que el que les corresponde, alejándose de a poco de la figura del dictador, pero nunca de lo que la crueldad militar hizo.
Por lo tanto, no sería mal pensado suponer que, si lo encuentran necesario, quienes hoy intentan mostrarnos su compromiso humanitario, cuando vean sus intereses en peligro, no dudarán en apoyar algo parecido a lo ocurrido en aquellos años.
El sistema actual se mueve de acuerdo a los intereses de corporaciones; la democracia chilena logró “estabilidad” porque despolitizó a la ciudadanía y  la convirtió en un grupo de consumidores que se indigna y se le quita la indignación con facilidad de cliente. Por lo que aún, salvo por nuevos grupos progresistas que han logrado hacer cuestionamientos importantes sobre el funcionamiento sistémico, no se han visto perturbados en su tranquilidad. Y eso no se llama “compromiso democrático”, sino satisfacción ideológica. ¿Y José Antonio Kast?, se preguntará usted.  Bueno, él no es muy diferente de los otros. Lo que pasa es que grita más fuerte.