Retrato de un náufragoEscribe Daniel PizarroSalta a la vista que la narración anterior está incompleta y malograda, pero no me atrevo a afirmar que esta otra historia, cuyo nombre debería ser Retrato de un náufrago, vendrá a complementarla, a ser su ortopedia o salvavidas en el universo de las leyes que rigen la creación literaria. Yo postulo que agregar eslabones, adosar elementos o rellenar una brecha nos deja donde mismo. ¿Dónde? En la tercera dimensión. Y como soy incapaz de representarme una cuarta dimensión, que quizás sea ese trozo de realidad que siempre nos rehúye pero es el alma del acontecer, me veo tentado de parchar y enmendar el relato precedente como si pudiera alcanzarse un nivel superior por aproximaciones sucesivas, vano intento ante el que, sin embargo, no puedo cruzarme de brazos. Digo que siendo esta historia de otro orden, y con personajes diferentes, no puedo pasar por alto algunos descuidos, omisiones voluntarias o involuntarias del narrador anterior; no voy a juzgar intenciones. Para empezar, me extraña que haya olvidado mencionar el nombre de la hija casamentera, Sabrina, pues habría sido un buen pretexto para hablar de otro rasgo familiar que contribuye a esa forma sólida e inconmovible de conducirse, base de su contento, felicidad y confianza en el futuro. Ya se dijo. Ese otro rasgo es el italianismo. Sus antepasados, bisabuelos o tatarabuelos, emigraron de algún pueblo campesino de la Calabria que traían impreso en el corazón, un pozo de nostalgia y orgullo infinito. No se consideraban ciento por ciento chilenos sino descendientes de italianos avecindados en Chile hace por lo menos un siglo, inasimilables a esta tierra; por lo tanto, bailar tarantelas en los cumpleaños, antes y después de los mariachis; comer pastas y llamar a cada plato por su nombre original, nada de los simples tallarines o fideos; aborrecer la salsa de tomates enlatada; estudiar en la Scuola Italiana y ser socios fundadores del Stadio Italiano para mantener los lazos con su comunidad de origen; gritar a todo pulmón, como los verdaderos tifosi, los goles de la Squadra Azzurra vestidos con camisetas azul celestes que tenían estampados sus propios nombres eran, entre otras costumbres inveteradas, tradiciones que irrigaban ese torrente de felicidad que acabo de mencionar. Quizás los únicos momentos que ponían en cuestión los límites de su italianismo, como si se vieran enfrentados a un conflicto de interés tan grave como el de muchos servidores públicos (y lo comento porque quizás nos adelante un paso hacia la cuarta dimensión), eran los partidos de fútbol entre Chile e Italia que por fortuna se contaban con los dedos de una mano. El peligro de traición a la patria amenazaba la casa vecina. Entonces la familia se colocaba una sobre otra la camiseta italiana y la chilena, unos la azul celeste encima, otros la roja, para equilibrar los bandos, y festejaban con la misma emoción los goles de una y otra selección levantándose, de ser el caso, la camiseta batida para besar el escudo del equipo que convertía un gol, y cualquiera fuese el resultado del partido, al menos en apariencia, quedaban siempre satisfechos e incluso radiantes por la experiencia de no perder jamás. Hasta los codazos en el rostro, las patadas aleves, los insultos dentro del campo de juego los experimentaban al mismo tiempo como víctimas y victimarios, en una doble perspectiva en apariencia imposible pero tal vez cercana al modo en que se perciben los hechos en la cuarta dimensión, quién sabe. * Si hablamos de Sabrina, hay que decir entonces que el nombre de su novio era Klaus, por Klaus Kinski o Klaus Barbie, usted decide. Esta segunda omisión, tal vez deliberada, me hace pensar que el narrador intuyó en este personaje y su desarrollo un nudo de problemas narrativos que no sabría cómo desembrollar. Entonces se conformó con situarlo brazos en jarra al comienzo de la escalera que desciende al sótano y describir su corto diálogo con el protagonista-narrador (él mismo) bajo ese lenguaje que apremia e intimida y que es propio de las relaciones de poder y desprecio de los unos por los otros, jamás de los iguales. El eje de altura, arriba-abajo, que conforma uno de los planos de la tercera dimensión, simboliza de por sí una estructura de poder. Nunca se ha visto a los poderosos hablando desde abajo hacia arriba. Luego está el hecho de su presencia al interior de propiedad ajena y la legitimidad que le cabe a cada cual dentro de ésta. El narrador está expresamente autorizado por los dueños y Klaus por su relación con Sabrina, seria por donde se la mire. Mi colega también omitió decir que ella lo había telefoneado en paralelo a la llamada que recibió del matrimonio esa noche, tal vez porque desconfiaba del vecino, tal vez porque nunca se confía tanto de un vecino como de un oficial subalterno del Ejército con intenciones serias. En igualdad de condiciones, la balanza del poder también podría inclinarse hacia Klaus en el plano subjetivo por su relación sentimental con aquella propiedad, indudablemente más estrecha que la del narrador. Si a éste lo hubiesen sorprendido en ánimo de polemizar, podría haber replicado desde un plano objetivo: ¿Por qué me hablas así? ¿Te crees el dueño de casa? Pero de cierta manera se acusó a sí mismo al decir con ironía que estaba robando, pues anuló su posible inocencia y se reconoció culpable no sólo de querer conocer el pasado, sino sobre todo del juicio que le merecía el pasado de la vivienda; y también el presente, diría yo. Cada vez me convenzo más de que el narrador anterior optó por el camino más fácil. Sus complicaciones son las de todos quienes vivimos en la tercera dimensión (altura, longitud y latitud), pagamos dividendos hipotecarios o créditos de consumo. A veces el asunto demanda cojones y uno se la piensa cien veces antes de empuñar el fusil y arremeter hacia la cuarta dimensión con resultado incierto. Para mí —entre nosotros— que el espacio tridimensional de aquel sótano destinado actualmente a bodega no es tal, si nos animamos. ¿Qué sería entonces?, me pregunto. Un teseracto. Un cubo de cuatro dimensiones o hipercubo, figura irrepresentable en 3D. * Suspendo aquí la cuestión dimensional del sótano con la esperanza de que los próximos narradores sean capaces de llevarla adelante; hay tareas que son para el futuro. De momento, decía yo que Klaus es el novio de Sabrina, y si mi antecesor lo hubiese señalado habría tenido oportunidad de comentar que este alférez de primer o segundo grado se presenta con el debido protocolo marcial en despachos, oficinas, salas y galerías de la Escuela Militar de cuyas paredes cuelga todavía el retrato de Augusto Pinochet y también el de Manuel Contreras, el Mamo, primer director de la Dina y ferviente promotor de los centros de detención y tortura, como todo el mundo sabe. Este joven que algunos días visita la casa de Sabrina en uniforme de salida, guerrera y cinturón blancos, sable al cinto, pantalón negro y gorra gris oscuro, es de apellido alemán por parte de padre y madre. No digo que sea un inmigrante de primera ni segunda generación, sino que desciende de aquellos colonos germanos asentados más allá de La Frontera durante el siglo diecinueve, para quienes Vicente Pérez Rosales habría preparado el camino en solitario con extensas quemas de terrenos donde habitaban los pueblos originarios, si uno da crédito a los pasajes más fantasiosos de esa epopeya individual llamada Recuerdos del Pasado. Pienso en esos descendientes de inmigrantes que formalizaron una endogamia racial y cultural que para algunos explica el progreso de la zona, entendido como el despojo de tierras mapuches por todos los medios posibles, la tala indiscriminada de bosque nativo y su reemplazo por el monocultivo de especies foráneas, pino y eucalipto, y en otro orden de cosas la preparación del Kuchen de frambuesas con su receta original. El germanismo es a la familia de Klaus lo que el italianismo es a la de Sabrina. Salvando las diferencias entre ambas culturas, se entiende. Si a los parientes de Klaus que aún viven en el sur y envían a sus hijos a un colegio alemán o Deutsche Schule uno les pregunta por el genocidio del nazismo se turban o agachan la cabeza revelando incomodidad, pero su abuelo paterno no titubeó en salir a rastrillar los campos junto con patrullas militares a la caza de campesinos rojos que se habían tomado sus fundos, muchos de los cuales sufrieron palizas brutales y torturas, fueron fusilados tras simular consejos de guerra o asesinados sin más y enterrados en fosas comunes clandestinas dentro de sus tierras, secreto que el Opa se llevó a la tumba. Nadie podría apuntar con el dedo a Klaus, pues ni siquiera había nacido. Como se puede ver, este asunto, la Patria, die Heimat, etc., tratado de forma tangencial por el narrador precedente, recorre las entrañas de estas familias avecindadas en Chile hace más de un siglo, afluyendo también a esa corriente sólida, profunda, inmutable e inconmovible que es la base de su felicidad y contento. Con estos antecedentes pasados de contrabando en la historia, sentaría a Klaus en la escalera del sótano para responderle en justicia, quizás en la cuarta dimensión. Si yo fuese el narrador de La casa vecina, digo… * En este largo preámbulo al Retrato de un náufrago es necesario decir que mi colega también omitió parte de la conversación con la anciana que reparte periódicos y folletines evangélicos. Por cierto la mujer tiene un nombre: Liliana. Esa tarde ella le contó que la patrulla militar que había destripado su casa hizo en mitad de la calle una ruma con los libros y revistas del profesor, los roció con bencina y les prendió fuego para escarmiento de los vecinos que pensaran como él y disfrute de quienes lo odiaban. Cuando Liliana regresó a su casa encontró frente al jardín una capa de cenizas, restos calcinados de hojas impresas y también de encuadernaciones y tapas duras y blandas, de donde se advierte, diría yo, que los soldados no fueron tan escrupulosos en su escrutinio como el cura y el barbero con la biblioteca del Quijote, pues entre libros de marxismo también se encontraban vestigios de un manual de punto a crochet y varios ejemplares de Mampato devorados a medias por las llamas. Como esa tarde nadie hacía callar a la anciana, también le hizo saber que una semana después del allanamiento apareció un fiat 600 blanco ante la casa. Era la mujer del profesor, Eliana, más joven que ella, y más menuda aún. Aunque no habían hablado por teléfono Liliana preveía su regreso para cualquier día, por lo que arrumbó las cosas que se salvaron de la destrucción en un cuarto con llave como quien oculta material radioactivo. Con su miedo y su recelo, con un embarazo de siete meses, con el deseo de verla largarse lo antes posible, no tendría por qué recordar a Pablo, el hijo de tres años de Eliana y el profesor. Por eso lo menciono aquí, en un fallido intento por describir la cuarta dimensión. La hija mayor de Liliana, también de tres años, lo miraba con curiosidad entre las piernas de su madre, que condujo a Eliana hasta el cuarto trasero donde había guardado las cosas: una plancha a carbón, un “chancho” para lustrar pisos, unos cubiertos y también su ropa, la del niño y algunas prendas de su marido. Como si una muy particular ley física hubiera azotado la casa, resistieron la embestida los objetos más duros y bastos, junto con los más blandos y dóciles. Las estructuras más complejas estaban rotas o se las habían robado. Liliana le enseñó el estado miserable en que dejaron el refrigerador y el aparato de cocina, no fuera a creer que se los estaba adueñando. Por sobre todo se consideraba una mujer honesta. Lo último que Eliana metió en cajas fueron los libros eximidos de la hoguera, entre ellos unas obras de Bertolt Brecht que por sus títulos despistaron a los soldados y muchos años después decidirían la vocación de Pablo y su encuentro con Lorenzo, el narrador que me precede. |
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