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jueves, 15 de octubre de 2020

18-O: La Revolución Que Sigue Ahí

     

Durante esta semana los chilenos en su confinamiento nocturno, bajo un toque de queda que se extiende desde marzo, tienen una distopía rusa en Netflix como una de sus series favoritas. La escena moscovita, detonada por una pandemia (la realidad ya ha superado a todas las ficciones) deriva en una explosión de intensa violencia encendida por la policía y otras fuerzas de estilo paramilitar.

Hace un año atrás un evento real en estas latitudes, en las antípodas rusas, sacó del carril a la estrategia política y económica instalada en el fragor de la dictadura que ya venía dando bandazos por sus excesos. Una historia que saltó por los aires el 18 de octubre del 2019 y que sigue en suspensión desde entonces. Abajo, en la tierra caliente y carbonizada, un gobierno incapaz de gobernar, pese a sus subalternos en el parlamento, intenta apagar las barricadas, decretar reglamentos desesperados, limitar día a día libertades y ordenar lo que es y será inmanejable aún bajo el uso absoluto de la fuerza.

Un año desde el estallido que para los aletargados chilenos pareció una explosión nuclear, o un ataque alienígena, en la visión que tuvo entonces Cecilia Morel desde su casa en Las Condes. Un año de rebelión diaria, que solo tuvo como calmante la pandemia, administrada por la jerarquía gobernante como una estrategia de control político.

En estos 365 días la democracia liberal, o la singular y amañada copia que existía en este país, se desprendió de todas sus máscaras. Nunca hubo socialdemocracia parlamentaria en Chile sino un gran pacto, un consenso tácito y continuo, para abrirle todos los espacios posibles e imaginables a los mercados. Aquello que el historiador Felipe Portales ha venido alertando y subrayando a lo largo de toda su obra se les ha presentado a los chilenos con la luminosidad casi enceguecedora del estallido: todo el armazón institucional, el sistema económico y político, ha sido una gran plataforma para la gestión y ganancia de los mercados. Lo que hubo por décadas en Chile es uno de los proyectos más obscenos para el enriquecimiento de capitalistas de toda ralea a costa de las personas y los recursos naturales. Tras el retiro del capital ha quedado una tierra arrasada y millones de familias esquilmadas.

 Afortunadamente hemos llegado al final de este camino. Ya no hay discursos ingenuos sobre el progreso, la distribución de la riqueza, los tiempos mejores y otros cuentos de hadas. La clase política, también afortunadamente, se exhibe en su más impúdica desnudez y fealdad, ya no como grupo rentista y accesorio sino como estorbo a las fuerzas sociales. Incapaces de canalizar el torrente, se suben al dique policial y militar levantado por el gobierno para contener las protestas.

Esta es la distopía neoliberal chilena. No es la serie rusa, sino la realidad de este pobre país. Un año con todas las heridas abiertas y con la esperanza, en el mejor y peor sentido de esta ambivalente expresión, puesta en el plebiscito, que puede ser ventana, puerta, alameda, pero también distractor para el levantamiento de nuevos diques y muros. Tal como el plebiscito de 1988 sobre la continuidad de Pinochet fue un truco para engañar y relativizar los crímenes de la dictadura y certificar como legado glorioso su nefasta impronta neoliberal, el plebiscito constitucional también arrastra los mismos vicios y males, entre ellos el peor de todos: haber sido consensuado y redactado por aquellos mismos que han conducido al país durante las últimas décadas y al colapso presente.

Nada ha concluido en este año espantoso, que carga con 34 muertos desde el estallido, más de dos mil heridos, casi seis mil denuncias por violaciones a los derechos humanos por agentes policiales y más de dos mil jóvenes hasta el día de hoy en prisión. Un año en el interregno, en el desvío de la realidad, con un estado neoliberal que hoy muta e invoca a los fantasmas de la última dictadura. El estado reaparece para mostrar su peor faz, la violencia sistémica y el crimen.

No somos los únicos porque la sombra del colapso nos oscurece a todos. Porque no es solo pandemia, democracias corruptas, mercados totalitarios y una desigualdad de características mitológicas. Todas las pestes bajo el anuncio de las tenebrosas trompetas sobre el cambio climático y el colapso ambiental final.  Chile no está solo. Compartimos los males con una Latinoamérica hundida, que revive su pobreza endémica, y el resto del mundo. De Santiago a La Paz, de Manila a Nueva York y Viena, habitamos todos y hasta el final de nuestros días el mismo planeta.

A un año desde el estallido lo único que podemos hacer y esperar es la aceleración de la historia en dirección de las mayorías. Hace un año en la plaza de la Dignidad, exItalia, se levantaban cientos de carteles que llamaban a la revolución y al cambio porque nada podía ser peor que el cruel statu quo de los despóticos mercados. En estos meses es ese statu quo el que está fracturado y cruje desde sus principales estructuras. Eso es un hecho que cruza a toda la construcción económica y política chilena en pie desde las últimas tres a cuatro décadas. Aquello que estalló el 18 de octubre no podrá, felizmente, volver a construirse. Y ese es nuestro gran triunfo.

Paul Walder

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