La riquísima experiencia política del levantamiento popular del 18 de octubre recién comienza a procesarse. Se trata de la mayor explosión de la lucha de clases después del Golpe del 73 y una inequívoca expresión del protagonismo obrero, de los trabajadores, que abrió una profunda crisis en el régimen capitalista, que hasta hoy, no logra cerrarse. La pandemia y el bombardeo electoral que se nos viene encima –plebiscito mediante— obligan a ajustar los análisis y centrar la discusión en aquellas cuestiones fundamentales para la clase trabajadora: una dirección política unificada y su programa, entendido esto último como teoría de la revolución socialista en nuestro país.
El problema de la dirección de los trabajadores
La ausencia de un partido revolucionario con influencia de masas, una auténtica dirección de combate de los explotados, se encuentra finalmente como el corolario todos los análisis históricos del movimiento obrero en el mundo y Chile no es la excepción. Trataremos de demostrar la forma como tal crisis de dirección revolucionaria ha jugado, si se quiere fantasmagóricamente, un papel decisivo en momentos igualmente decisivos.
La más viva manifestación de la crisis de dirección, en realidad su necesaria concreción, es el frentepopulismo, el predominio de la colaboración de clases y el cretinismo reformista en las direcciones políticas de los trabajadores (PS y PC). Son estos rasgos aquellos que ya explican en Chile la incapacidad de los trabajadores para hacerse del poder en la crisis de los años 30 y que se proyectara en los frentes populares, a partir de Aguirre Cerda. Esa experiencia —no podía ser de otra forma— terminó con un golpe represivo institucional que se expresó en la ilegalización del Partido Comunista, conocido como la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, también conocida como la Ley Maldita.
Aquella primera gran derrota para los trabajadores, consecuencia directa de los zigzag demenciales de la Internacional Comunista bajo la conducción Stalin, marcaría el curso general de la lucha de clases, en lo que concierne al desarrollo de una dirección revolucionaria en lo restante del siglo pasado. Luego de la Revolución Rusa, que es el hito que marca digamos la modernidad del movimiento obrero mundial, el proletariado chileno, que había sido pionero en América Latina, bajo el liderazgo de Recabarren —un liderazgo forjado en las aguerridas salitreras— vio diluida, bajo la conducción estalinista de Lafferte, la perspectiva de una dirección obrera revolucionaria, como consecuencia de las orientaciones sectarias del llamado Tercer Período y las posteriores oportunistas, sustentadoras de las concepciones del frentepopulismo.
Desde aquella época y luego de la disolución de la formidable Izquierda Comunista, las corrientes marxistas revolucionarias han batallado por estructurarse como partidos dentro de la clase obrera. La expresión más avanzada de inserción en la clase obrera lo constituyó el Partido Obrero Revolucionario (POR) de Valenzuela, Sepúlveda y Vitale que dio una pelea fenomenal por poner en alto la bandera de la revolución socialista y se dispuso a la intervención en todos los espacios de lucha política. En 1938 concurre a la formación de la IV Internacional, en 1946 levanta la candidatura presidencial de Humberto Valenzuela, en 1953 impulsa la formación de la CUT y desde esta misma organización plantea la necesidad de una candidatura obrera independiente en 1959.
Sin embargo, a pesar de este valiosísimo trabajo político, el POR termina en 1965 disolviéndose en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), organización de la que serán expulsados en 1969 por el ala castrista que encabezaba Enríquez. La disolución del POR, visto de esta forma, es una pérdida para la clase trabajadora y expresa la incapacidad de esta organización de estructurarse como partido dirigente en la clase trabajadora. La razón de este fenómeno, que es parte del complejo proceso de reorganización en la clase obrera en la década de los 50 es —fundamentalamente— programática. El POR se disuelve en el MIR concediendo al explosivo fenómeno de vanguardia que levantaba el itinerario foco-guerrillerista, en torno a la vibrante Revolución Cubana, el llamado primer territorio libre de América. Se trata de una deformación común y que en Argentina se tradujera en la disolución de Palabra Obrera de Nahuel Moreno, en el PRT en 1965, organización que se escindiera también en 1968 en dos organizaciones, PRT-La Verdad y PRT-El Combatiente de Santucho, posteriormente PRT-ERP.
Esta concepción guerrillerista, más bien esta concesión a tal fenómeno, era el resultado de una confusión mayúscula respecto de cuáles eran las fuerzas motrices de la revolución y las clases protagónicas del proceso. La discusión sobre este tema no es en absoluto académica, tuvo repercusiones directas en el trabajo político de los grupos revolucionarios quienes abandonaron, en ese momento, su eje de actividad en la clase trabajadora, para preferir la intervención en la pequeñaburguesía radicalizada urbana, impactada por el castrismo. La moda guerrillera terminó aplastada por las Juntas Militares en un baño de sangre y contrarrevolución. Una generación completa de revolucionarios fueron barridos por una represión que asestó la mayor derrota derrota histórica para los trabajadores en el Cono Sur latinoamericano.
Fuera de la clase obrera, desde entonces, los grupos marxistas han navegado contra la corriente durante décadas. Y es que el mayor costo de estas derrotas ha sido el intolerable retraso en la construcción de una dirección política de los trabajadores. Los grupos y corrientes marxistas revolucionarias que se abren paso hoy en la lucha de clases son una expresión objetiva de una noble tradición de lucha, pero no son —hasta ahora— un expresión consciente y superadora de tal proceso.
Los revolucionarios aislados
Repetimos, décadas de aislamiento, han mellado la capacidad de sacar conclusiones del proceso del que somos protagonistas. Nuevamente, la víctima de este aislamiento organizativo es el programa, la concepción política sobre la que descansa la militancia. Parte sustancial de esta militancia se formó en democracia, durante estos treinta años de interminable transición. Treinta años que se iniciaron con el derrumbe del estalinismo, con el predominio sin contrapeso del Consenso de Washington y con la prepotente banalidad del postmodernismo. En Chile la revolución, el socialismo y la clase obrera fueron conceptos extirpados de todo debate político. La Dictadura pinochetista no sólo instaló el régimen proimperialista que padecemos hoy, también logró reavivar las ilusiones democrático burguesas en la misma medida que se supo proyectar como el régimen de la Constitución del 80 que hoy está en crisis terminal.
La transición democrática «post-Pinochet» fue un operativo político de la burguesía chilena de enorme magnitud, sin precedentes en la historia nacional. Puesto en una perspectiva mayor, los 17 años de atroz dictadura genocida persiguieron en primer lugar conjurar la revolución obrera en curso durante la Unidad Popular, para luego legitimarse mediante el discurso democrático. Nada de esto habría sido posible sin la política de colaboración de clases del reformismo del PC y PS que —en aras de la institucionalidad democrática— sacrificaran primero la revolución obrera y luego redujeran la perspectiva «socialista» al mero destrabe de los llamados «enclaves dictatoriales» y la lucha «contra la derecha y el neoliberalismo».
Parafraseando a Trotsky, fueron décadas de revolución imposible que hicieron inevitable el estallido del 18 de Octubre. Pero en esas décadas imposibles se incubó una particular forma de democratismo, una especial adaptación de los grupos revolucionarios a la brutal presión que ejerció el proceso sobre la vanguardia. Tal presión terminó por hacer desaparecer a la clase trabajadora del paradigma y programa revolucionarios.
Visto desde lejos, el postmodernismo no deja de impresionar por su soberbia especulativa. En efecto, mientras Toni Negri hizo desaparecer al Estado burgués, Jeremy Rifkin se encargó ni más ni menos que de hacer desaparecer a la clase obrera, echando los cimientos del postmodernismo fractal y particularista, cuyo guaripola en Chile es la eminencia gris tras el Frente Amplio, Carlos Ruiz.
No pretendemos hacer acá un alegato ortodoxo ni salir en una defensa intelectual de las categorías marxistas. No denunciamos «desviaciones» como los estalinistas, porque el camino de la revolución no está trazado idealmente de antemano. Por otro lado Marx, Engels, Lenin y Trotsky se defienden solos. De lo que se trata no es develar quien tiene «la razón», labor aristotélica del todo inútil y pretenciosa, sino que lo que realmente debe ser puesto de relieve son los intereses sociales de clases en lucha y tal definición supone —para los marxistas— tomar partido por la clase trabajadora, en tanto clase explotada y sumarse a su combate objetivo en contra de la burguesía, de forma de orientarla hacia la toma del poder. La destrucción del Estado capitalista, la expropiación de burguesía son la tareas políticas centrales del gobierno de los trabajadores —la dictadura del proletariado— asentado en sus órganos asamblearios de poder.
La existencia del Estado burgués —contra toda la perorata postanarquista— en tanto órgano represivo de clase, no admite ningún cuestionamiento. Los miles de presos políticos hoy día en las mazmorras del régimen, los ejecutados, desaparecidos, torturados y mutilados por la canalla capitalista no son el resultado de accidentes domésticos, sino que la viva expresión del Estado capitalista que Negri pretende en disolución. A su turno, el levantamiento popular del 18 de Octubre, los millones que inundaron las alamedas y las tres huelgas generales, son una indesmentible muestra del carácter proletario del movimiento. Quienes —desde las filas de la intelectualidad pequeñoburguesa— niegan el carácter obrero, trabajador, de este movimiento confunden al proletariado con los sindicatos, a la dirección política de los trabajadores con la burocracia sindical y a la revolución con la alteración del orden público.
Esta postración política de la burguesía liberal y de la pequeñaburguesía radical, es la conclusión necesaria del hundimiento general del ideario democrático burgués, aquél que reemplaza la tosca lucha por el poder de los trabajadores, por la refinada aspiración de una sociedad de derechos y de una comunidad ciudadana igualitaria, protagonizada por los intelectuales de la pequeñaburguesía. Lo dijo Allende en su momento y lo repiten hoy los reformistas deconstruidos: no desean una revolución rusa, prefieren el confortable bouquet de la libertad, igualdad y fraternidad bajo una dominación capitalista humanizada y participativa. Palabrería, cobradía politica y transfugio de la primera a la última de las letras: inviabilidad de la democracia burguesa.
La adaptación al postmodernismo
Hacemos estas referencias no porque queramos amargarle el día. Traemos a colación el postmodernismo porque el mismo ha impregnado la política y orientación de los grupos que se reclaman marxistas. En efecto, las transmisión del postmodernismo, como decíamos, inoculado en un marco de aislamiento social, ha tenido como resultado la adaptación al discurso postmoderno.
Esta adaptación se ha desarrollado, no podría ser de otra manera, de un modo caótico. No hay textos que formulen de forma unitaria la recepción del postmodernismo en sede marxista. Pero podemos reconocer sus síntomas.
El primario es el reemplazo de las categorías de clase que dominaron el discurso marxista en Chile, al menos hasta la Dictadura, por la preocupación por las minorías, las identidades, el género y el medio ambiente. Tales cuestiones que estuvieron presentes en el cánon marxista —desde la revolución rusa hace más de un siglo— dejaron de ser tareas democráticas a ser resueltas por la revolución proletaria, para constituirse en una tarea política en sí, una suerte de revolución democrática, por cierto anterior al socialismo. Una especie de etapismo de nuevo tipo. Aunque se trata de un fenómeno mundial, en Chile al menos esto se ha expresado en la adopción de las concepciones del anticapitalista, el feminismo burgués y el particularismo territorial ambientalista.
Estas definiciones, en las que el sujeto político deja de ser la clase social explotada y pasa a los sujetos u objetos «transversales», representan no sólo una renuncia a luchar por la dirección obrera, sino que una reivindicación aristocrática de la intelectualidad pequeño burguesa. Estos grupos abandonan la imprescindible tarea de interpretar el movimiento de las masas y pelear por su dirección, para asumir la pedante labor de educadores. No los mueve la independecia de clase ni la movilización permanente, sino que la voluntad de enseñarle a los obreros a respetar a las mujeres, las que visualizan como extrañas a la clase trabajadora. Para qué sostener que la clase obrera debe construir una nueva sociedad expropiando a la burguesía, si podemos unirnos todos bajo la premisa híbrida del anticapitalismo. Para qué proponerse echar abajo el gobierno capitalista si el Congreso partidario puede definir como tarea política para el período, la lucha por el aborto libre. Para qué estudiar la dinámica de la lucha de clases y las particularidades de la interacción entre clase obrera y nación oprimida, si en su lugar podemos repetir la jerga del lenguaje inclusivo, de forma de hacer aún más difícil la circulación de las ideas entre los explotados.
La razón de todo esto es, como siempre, política. La nítida demostración de este problema se encuentra en la incomprensible formulación de un Gobierno de las/los trabajadores. Quienes así razonan no se plantean que la clase obrera, como clase, tome el poder, porque en las categorías posmodernas la clase obrera comparece ante el proceso histórico de forma indeferenciada con las minorías sexuales, nacionales, con las mujeres, la tercera edad, los discapacitados, los animales, ¡los territorios!. La clase obrera no es comprendida como tal, sino escindida en las particularidades que la democracia burguesa debe tratar de forma igualitaria. Por eso en sus proclamas los trabajadores son reseñados no como clase, sino que como particularidad. La formación social no es observada como modo de producción, sino que como una simple y caótica agrupación de individuos. Y esta gente se nos presenta como renovadores del marxismo, ¡Que alguien les haga saber que estas ideas tienen más de 300 años! Contra ellas se construyó el socialismo científico.
Tal método de análisis impide a estas corrientes no sólo comprender la naturaleza de clase del proceso revolucionario que vivimos, sino que, igualmente la naturaleza de las tareas que el movimiento ha ido proponiendo. Porque existe una relación dialéctica entre ambos problemas, si no es la lucha de clases la que motoriza el proceso político, la propia Asamblea Constituyente que estos grupos reclaman y su propia intervención en el espacio electoral, se encuentra dominada por la formalidad institucional. Para ellos, la Asamblea Constituyente que plantearon las masas en el Octubre chileno es una abstracción de enciclopedia: la máxima expresión de la democracia burguesa. Nada más que eso, porque en esta visión la clase trabajadora —esa inmensa acumulación de individualidades y particularidades— es incapaz de plantearse tareas y de desafiar al régimen, precisamente porque antes de la tareas socialistas, el proceso político ha de consumar las cuestiones democráticas, de género, culturales, lingüisticas, ambientales, etc..
Qué planteó el levantamiento del 18 de Octubre
Lo hemos discutido incansablemente. Los trabajadores se levantaron en contra del Gobierno patronal y asesino de Piñera y plantearon explícitamente la cuestión del poder. Lo plantearon como pueden hacerlo los trabajadores, no los cientistas políticos ni los marxistas profesionales, dijeron Asamblea Constituyente. No tan solo Fuera Piñera, que ante un Gobierno tan débil y siendo lo central la caída del régimen, casi no tenía mucho asunto plantearlo. No lo plantearon en los términos del derecho constitucional tampoco, como un simple llamado a elecciones generales, sino que como una aspiración de poder, como una forma de tomar en las manos el conjunto de los problemas que atraviesan al pais y resolverlos en un solo acto. Plantearon la Constituyente con la pretensión de barrer con el conjunto de la institucionalidad.
Para el movimiento del 18 de Octubre —que tuvo su preámbulo en la gloriosa huelga portuaria de findes de 2018—la Asamblea Constituyente significaba revolución. Y porque de tal revolución se trataba el movimiento —como en el desierto florido— recurrió a su experiencia histórica y jugó sus mejores cartas. En un país en que la clase obrera no tiene tradición de huelgas generales, hizo tres huelgas generales políticas en menos de un mes. Se movilizaron millones en los centros neurálgicos del poder capitalista y fueron atacados los símbolos de ese poder, los saqueos en parte fueron empujados por el hambre pero fundamentalmente, se realizaron en la convicción de acometer una protesta política. En suma, vivimos un proceso de rasgos insurreccionales.
Hay dos aspectos de este levantamiento que merecen la mayor de nuestras atenciones, precisamente por ser genuinas creaciones del levantamiento.
Primero, las asambleas populares o cabildos. Miles de asambleas populares a todo lo largo de Chile expresaron una tendencia, un embrión de doble poder o poder dual. Tales organizaciones barriales reunieron al activismo y a amplios sectores movilizados con la precisa voluntad de profundizar la movilización, de discutir la política del movimiento y orientar las acciones para acabar con el Gobierno. Las discusiones en tales espacios volvieron, diríase instintivamente en términos comunistas, a girar en torno a la cuestión de la propiedad de los medios de producción, de la utilización de la violencia y en general de las medidas que habría de adoptar un nuevo Gobierno de Trabajadores, aunque tal consigna no llegó a expresarse sino en forma acotada.
En segundo lugar, el movimiento creó milicias de autodefensa: la gloriosa Primera Línea. En ellas la juventud obrera asumió la tarea de enfrentar a las fuerzas militares del régimen construyendo complejas redes de «líneas» para proteger a los manifestantes. Hablamos igualmente de miles de lo mejor de los luchadores de nuestra clase que pusieron, literalmente, el pecho a las balas y que al ganarse el respeto del movimiento, pusieron de relieve que esto no era una simple asonada, sino que un verdadero levantamiento de los explotados. La Primera Línea hizo más por acercar a los trabajadores a las armas que décadas de infantilismo foquista, porque aunque se trató de un fenómeno acotado a la lucha de masas callejera, a la autodefensa, dejó en claro, blanco sobre negro, que las masas deben organizarse para enfrentar físicamente al aparato represivo del régimen.
Estas dos dimensiones del movimiento se conectan embrionariamente con los órganos de poder y con la formación de una fuerza militar propia y popular. Es decir, son los rudimentos esbozados en este ensayo revolucionario que vivimos hace casi, precisamente, un año. De esta forma la Asamblea Constituyente —desde las bases como se ha dado en llamar— representa la aspiración del movimiento de unificar sus propias asambleas, en un inconfundible rasgo soviético, de concejo o asamblea resolutiva. De la misma forma, la Primera Línea prefiguró formas superiores de lucha que lograron liberar zonas de la ciudad y ejercer primigenios actos de soberanía popular.
Estas cuestiones, fundamentales todas, han de incorporarse al arsenal teórico de los explotados y deben concurrir a la formación del programa, porque la espontánea energía de la revolución sólo podrá orientarse guiada por una perspectiva concreta de poder. Llevar a la realidad ese programa, que es el programa de la revolución socialista, de la toma del poder por los trabajadores, supone obligatoriamente la estructuración de un esatdo mayor de los explotados en lucha, de un partido, una columna dentro del movimiento general de la revolución que persiga expresar concentrada y concientemente, aquello que las masas hacen de forma inorgánica e instintiva. Todo movimiento de trabajadores requiere conducción, una dirección política para la revolución, si lo que quiere es vencer y si tiene una verdadera vocación de poder. Un programa para la acción, un partido para la revolución.
Por Gustavo Burgos
Fuente: El Porteño
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