Contra la historia: participación ciudadana en el proceso constituyente
por Claudio Fuentes S. 1 octubre, 2020
El proceso constituyente concurre contra una pesada inercia histórica. Por más de doscientos años las élites políticas, económicas, religiosas y culturales han definido los destinos de la República. Las diez constituciones formuladas en Chile entre 1810 y 1980 se escribieron a partir de comisiones especiales o instancias dentro del Congreso Nacional, donde solían participar menos de una veintena de personas, usualmente hombres y abogados de Santiago. Bernardo O’Higgins ensayó una ratificación del texto promulgado en 1818, pero que solo incluía a la reducida oligarquía masculina que sabía leer, escribir y que ostentaba propiedades.
Arturo Alessandri, luego de definir un texto constitucional a partir de una comisión partisana, ensayaría un plebiscito ratificatorio de la Constitución de 1925, pero donde participó menos del 10% de la población mayor de 18 años: hombres, mayores de 21 años, que supieran leer y escribir. En 1980, la dictadura convocó a un plebiscito ratificatorio de un texto que pasó por las manos de no más de 15 personas. Sabemos que dicho plebiscito se transformaría en el mayor fraude de la historia electoral chilena.
Así, la historia de Chile no ha conocido de un proceso inclusivo y participativo donde el universo de la ciudadanía pueda pronunciarse para decidir si quieren una Constitución y dirimir qué órgano colegiado debe escribirla. Tampoco ha tenido la oportunidad de observar ni menos participar de los debates respecto de la elaboración de una Constitución. Muy limitadamente participó en procesos ratificatorios, pero en contextos donde no existía una ciudadanía plena (1818 y 1925).
El ciclo que se avecina implicará navegar en contra de una historia, donde el modo de hacer las cosas provenía de unas pocas personas que solían concentrar en sus manos el poder político y económico, y donde esas pocas personas definían las reglas del juego constitucional. En esta ocasión, el involucramiento de la ciudadanía dependerá tanto de la generación de dispositivos institucionales para viabilizar una participación ciudadana efectiva como de la propia acción colectiva de la misma sociedad, que debiese organizarse para demandar espacios y mecanismos de participación incidente.
Pero esta ausencia de inclusión conlleva una segunda y quizás más grande barrera. Me refiero a la idea respecto a que no cualquier ciudadano o ciudadana puede participar de un proceso de elaboración de una Constitución. En esta visión, el proceso estaría reservado para un selecto grupo de “expertos(as)”, conocedores de las secretas técnicas constitucionales. Se trata de una concepción aristocrática –“el Gobierno de los mejores”– que define ciertos prerrequisitos para la participación ciudadana.
Una tercera limitante es el dinero. No cualquier ciudadano o ciudadana podrá darse a conocer en tan poco tiempo en campañas que requieren ciertas condiciones de tiempo, recursos y redes para entregarle un mensaje a la ciudadanía y obtener votos. Más que el temor a que el proceso constituyente sea capturado por los partidos, lo que más debiese asustar a quienes genuinamente quieren contribuir a tener una mejor democracia, es el poder del dinero que pagará las campañas, afectará las discusiones, pagará por asesorías e informes constitucionales e incidirá en el debate de la Convención, de modo directo e indirecto.
¿Cómo evitar entonces que este proceso no sea una repetición más o menos similar a lo que ha sido en el pasado? Obviamente, el hecho de que tenga tres momentos donde se convoca a la ciudadanía a las urnas –plebiscito de entrada, elección de Convención y plebiscito de salida– constituye un cambio muy significativo en relación con procesos previos de la historia republicana.
Sin embargo, se requiere de un involucramiento efectivo de la ciudadanía durante todo el proceso. Lo anterior implica una decisión política de abrir este último, de estimular la participación y producir una constante retroalimentación, entre las propuestas que pueda hacer la ciudadanía y lo que se discuta efectivamente en la Convención.
Tal como Gonzalo Delamaza ha sostenido, la Convención que sea electa requerirá definir en su reglamento un conjunto de instrumentos de participación ciudadana que incluyen foros temáticos, audiencias públicas, cabildos propositivos, entre otros. La Convención necesitará procesar las propuestas ciudadanas, sistematizarlas y eventualmente incluirlas en la deliberación sobre el nuevo texto constitucional. Además, se requerirán mecanismos de retroalimentación con la propia ciudadanía para permitir una rendición de cuentas efectiva sobre este proceso.
Lo anterior implica debatir y aprobar un presupuesto adecuado para el funcionamiento de una Convención que requerirá recursos para financiar plataformas, asesorías técnicas, y gastos para permitir sesiones de la Convención y de comisiones específicas de ella fuera de la capital. La discusión presupuestaria en el Congreso Nacional culmina a fines de noviembre, por lo que estos ítems debiesen quedar incluidos.
Asimismo, podrían generarse otras instancias de colaboración entre la sociedad civil y la Convención, que incluye la experticia que puede ser puesta a disposición de su trabajo por parte de la universidades, organizaciones de la sociedad civil y think tanks. El trabajo en colegios y escuelas es también fundamental, dado que viviremos un momento único de debate sobre el significado de la democracia, los principios que debiesen organizar la vida en sociedad y el modo en que se definirán ciertos derechos, incluidos los concernientes a la propia niñez.
El ciclo que se avecina implicará navegar en contra de una historia, donde el modo de hacer las cosas provenía de unas pocas personas que solían concentrar en sus manos el poder político y económico, y donde esas pocas personas definían las reglas del juego constitucional. En esta ocasión, el involucramiento de la ciudadanía dependerá tanto de la generación de dispositivos institucionales para viabilizar una participación ciudadana efectiva como de la propia acción colectiva de la misma sociedad, que debiese organizarse para demandar espacios y mecanismos de participación incidente.
No es sencillo navegar contra una historia plagada de barreras simbólicas y materiales para el ejercicio de la ciudadanía, pero esta es una oportunidad que sin duda vale la pena.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario