Para gran parte del país, el estallido social de 2019 presentó muchas expectativas en toda la nación. Sin embargo, con el fracaso de la convención constitucional y de sus convencionales, se desvaneció la idea de un futuro próspero, manteniendo una Constitución heredada de la dictadura cívico-militar sin mejoras en las condiciones de vida. Es posible que las izquierdas chilenas nunca se recuperen por completo de este fracaso total del proceso constitucional. Esta derrota histórica fue la segunda (la primera fue en 1973). Las esperanzas del pueblo chileno fueron brutalmente frustradas. Las víctimas, los costos financieros, la sensación de una convulsión abrupta e impredecible y, por supuesto, los cambios -algunos menores y otros mayores- que enfrentamos en nuestra vida cotidiana son percibidos como una gran catástrofe.
Además, los casos recientes de corrupción relacionados con Catalina Pérez y las fundaciones no favorecen en absoluto al gobierno del presidente Gabriel Boric. La supuesta superioridad moral de algunos militantes de la Revolución Democrática se desmorona como un castillo de naipes. Queda la sensación de que el Estado se ha convertido en un preciado botín tanto para el campo político como para el empresarial. Los actores públicos parecen estar más preocupados por su propio beneficio que por el bienestar del país. Chile necesita líderes que realmente piensen en él y que destaquen lo mejor que tiene: su gente.
Además, nuestra mentalidad tampoco ayuda: solemos tener dificultades para imaginar un futuro mejor que el presente, tendemos a exagerar el pasado en comparación con el presente y damos más importancia a las noticias negativas que a las positivas. Miramos con sospecha, altivez e incluso hostilidad a aquellos que intentan convencernos de que hay un mejor lado. Incluso le damos un matiz filosófico a esta actitud, siguiendo los pasos de Voltaire, quien pensó que sería ingenioso y optimista como Cándido. Sin embargo, ni la estupidez pesimista ni la optimista son lo que deseamos realmente. Necesitamos tener una perspectiva equilibrada.
Un análisis del discurso público en el mundo occidental, incluso antes de la pandemia, sugiere que prevalece el término “pesimismo estructural” para referirse a los repetidos desastres (económicos, ambientales, políticos) que nos llegan, nos esperan y seguramente empeorarán. En la actualidad, la inmigración irregular y el crimen organizado en Chile se suman a este “cóctel letal” en nuestra nación. El reciente reportaje de Informe Especial en Televisión Nacional fue bastante claro al respecto: a medida que los delitos sean cometidos por extranjeros, aumenta la xenofobia. Y agregaría: también el pesimismo estructural predominante. Sin duda, debemos preocuparnos por estas situaciones para poder estar mejor preparados.
Por otro lado, la indiferencia y el fatalismo suelen ser el resultado de una repetición constante y monótona de noticias, especialmente en los medios de comunicación, quienes han optado por defender argumentos más afines al Partido Republicano que a la UDI. El cambio en las líneas editoriales no es solo una decisión política, sino también una respuesta a la intuición de que el Partido Republicano tiene más posibilidades de éxito en las próximas elecciones debido precisamente a los temas relacionados con la seguridad. Aunque el programa económico de los Republicanos sea similar al de la UDI, este solo contribuirá a aumentar las injusticias sociales ya existentes bajo un modelo neoliberal autoritario..
Cuantificar con precisión el pesimismo estructural es un desafío y varía de una nación a otra. Es evidente que este pesimismo es peor en Chile que en Estados Unidos, pero mejor que en Argentina, y mucho mejor que en Haití y Venezuela. A pesar de todo, Chile sigue siendo atractivo para los extranjeros.
El declive de la visión mesiánica, que prevaleció entre las élites intelectuales de Occidente en el pasado y mostró una intensa crítica social junto con la esperanza de un futuro mejor, también puede ser responsable del desarrollo del pesimismo estructural. Esta visión se ha convertido en una forma de rechazo y lamentación flagrante después de 1989, lo cual para algunas personas llega incluso al punto de autodestrucción debido a la pérdida de esta visión.
Irónicamente, los avances políticos y económicos de los últimos 40 años, que indudablemente han sido positivos, han contribuido al declive de la visión revolucionaria.
Las personas destacadas en la esfera pública, sin embargo, contribuyen excesivamente al pesimismo estructural. El país necesita reinventarse de alguna manera. No sabemos cómo hacerlo, pero repensar nuestra identidad nacional y encontrar elementos comunes que podrían ser un camino hacia un proyecto nacional. La ciudadanía necesita sentirse parte del país a través de estos elementos comunes que el neoliberalismo ha eliminado en estos casi cincuenta años.
Por Fabián Bustamante Olguín
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