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sábado, 5 de septiembre de 2009



Apagando el incendio con gasolina

Álvaro Ramis*(Fuente: El Mostrador)

Las primeras semanas de septiembre nos traen ritualmente las mismas imágenes cada año. El fetichismo de la violencia encapuchada reaparece cíclicamente, junto a su contraparte policial. Se trata de una herencia especialmente chilena, incubada en 17 años en los que toda manifestación fue clandestina y las anomalías se volvieron cotidianidad. Violencia injustificable, que parece añorar la clandestinidad, el estado de sitio, el toque de queda y la censura. Violencia que parece desear la agudización de las contradicciones, la limitación de los derechos ciudadanos, la ruptura de las garantías constitucionales. Violencia circular que parece gritar "contra Pinochet estábamos mejor".

Este proceso constituye una verdadera patología psicosocial y política. En cualquier país democrático la ciudadanía encuentra en las autoridades y en la legislación el respaldo y el apoyo a sus expresiones cívicas, que garantizan el desarrollo de actividades públicas aunque estén con oposición a las políticas de las autoridades de turno. Y los ciudadanos y ciudadanas responden normalmente con la misma moneda, pudiendo expresarse masivamente, sin que sus manifestaciones exploten ni se conviertan en una batalla campal.

Se hecha de menos un debate, que acoja diverso actores y miradas, sobre esta singularidad nacional. Es preocupante que ante este problema el Ejecutivo sólo responda apagando el incendio con gasolina, al enviar al Parlamento, sin debate ni consulta a la sociedad civil, un proyecto de ley que introduce modificaciones al Código Penal y a la Ley sobre Seguridad del Estado que a nuestro juicio tiende a criminalizar la protesta social.

La ley en discusión no distingue entre actividades de protesta, u otras de carácter deportivo, social o religioso. Puede afectar a un evento del Colo Colo o a un club deportivo de una población, a una procesión de la Iglesia Católica o a una actividad de una junta de vecinos. Sanciona tanto al manifestante violento como a un medio de comunicación que difundió la actividad y ni siquiera participó de la misma.

Se promueve aumentar las sanciones a quienes cometan desmanes o delitos con su rostro cubierto. En ello no hay objeciones de nuestra parte. Pero la medida a la que nos oponemos es la que señala en el art. 4º, que hace responsables civilmente a los organizadores y convocantes de toda reunión o manifestación pública de los daños que los participantes causen. El texto afirma que serán responsables quienes "hayan llamado, a través de los medios de comunicación o por cualquier otro medio, a reunirse o manifestarse". ¿Quién estará dispuesto, bajo este tipo de normas, a convocar a una manifestación ciudadana en nuestro país? ¿Qué radio, periódico u otro medio de comunicación electrónico estará dispuesto a difundir una convocatoria si la ley establece que es solidario con sus consecuencias? Lo que veremos son manifestaciones cada vez menos organizadas, con convocantes clandestinos y fragmentados.

Los efectos de la nueva ley de manifestaciones públicas será reforzar el ciclo de violencia que vuelve cada septiembre. Y los más perjudicados serán los ciudadanos que se verán rehenes de los violentos que verán logrado su objetivo, legitimando su violencia como reacción a la criminalización de toda forma de expresión pública.

La democracia no sólo consiste en un mecanismo para la elección de autoridades. Es también un modo de regular la relación permanente entre los ciudadanos y el gobierno. Para que eso suceda se requiere garantizar la libertad de expresión, asociación, de reunión y de manifestación pacífica de demandas ciudadanas. En nuestro país esta dimensión de la democracia posee menor legitimidad legal y garantías políticas que la dimensión electoral. Los marcos jurídicos parecieran desincentivar las demandas colectivas y privilegian el reclamo individual, que la mayoría de las veces resulta estéril.

Tal como lo ha revelado la Segunda Encuesta Nacional de Derechos Ciudadanos de julio pasado, ocho de cada diez chilenos y chilenas saben que tienen derechos y sienten la necesidad de reclamarlos cuando estos son atropellados, "pero no lo hacen por que dicen que no vale la pena".

Claramente el camino para la regulación de las manifestaciones debe ser muy diferente. Se debe proteger y estimular a las organizaciones que convocan en coordinación con las autoridades públicas. Se debe ampliar la comunicación entre los convocantes y la policía antes, durante y después del evento. Somos testigos de buenas experiencias cuando Interior ha accedido a designar un civil del ministerio como enlace con los convocantes en manifestaciones que tienen algún grado de riesgo. Este procedimiento es administrativo, no requiere de ley alguna, y permite que los convocantes sean co-responsables de la seguridad y prevenir los excesos policiales.

La violencia social disminuiría significativamente si las situaciones que originan las manifestaciones callejeras se pudieran procesar de acuerdo a criterios que asuman la legitimidad e importancia de las demandas de la ciudadanía.

*Álvaro Ramis es Presidente Asociación Chilena de Organismos No Gubernamentales ACCIÓN A.G.


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