“No voté ni a Néstor ni a Cristina, pero ver a los pobres llorando y a algunos ricos riendo, muestra que hicieron varias cosas bien”. (@rayovirtual, en Twitter).
Si hay un solo gesto que, a mi juicio, basta para reivindicar la memoria de Néstor Kirchner, ése fue el retiro de los retratos de los ex dictadores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone de los salones del Colegio Militar. El acto, de una tremenda potencia simbólica, tuvo lugar en marzo de 2004, a 28 años del golpe de Estado, encabezado por Videla, que derrocó a la presidenta Isabel Martínez de Perón, e inauguró una era negra de represión indiscriminada en Argentina.
Kirchner, acompañado de todo su gabinete, le ordenó al jefe del Ejército, teniente general Roberto Bendini, “¡Proceda!”, con gesto adusto y majestad republicana, y el uniformado procedió a descolgar los cuadros de sus predecesores. A continuación, el entonces mandatario señaló: "Que quede bien claro, el terrorismo de Estado es una de las cosas más sangrientas que le pueden pasar a una sociedad. No hay nada que habilite el terrorismo de Estado, y menos la utilización de las Fuerzas Armadas".
Vengo a rescatar el espíritu sanmartiniano del Ejército para que juntos podamos reconstruir el país con democracia, pluralidad y justicia social", añadió con voz golpeada.
Por razones protocolares, cuentan las crónicas de ese momento histórico, los únicos aplausos surgieron de los ministros y funcionarios que lo acompañaban. Acto seguido, en aquel mismo día, el 24 de marzo de 2004, el director de Inteligencia Militar, general Jorge Cabrera, presentaba su renuncia al ministro de Defensa de la época, José Pampuro.
Ese poderoso gesto quedó grabado a fuego en la memoria de los argentinos y de no pocos latinoamericanos que vieron en él una expresión concreta de la subordinación del poder militar al poder civil en un país cuya transición a la democracia no estuvo exenta de amenazas de retroceso.
Como ejemplo, basta mencionar los alzamientos “carapintadas” contra Raúl Alfonsín, que culminaron con dolorosas transacciones. Y el doble juego de Carlos Menem, quien junto con reprimir a los sectores más extremos y fundamentalistas de las Fuerzas Armadas (entre ellos a Mohamed Seineldin, líder de las asonadas contra Alfonsín), concedió lo que el grueso de la corporación castrense le exigía: las leyes de impunidad y obediencia debida para ser aplicadas en favor de los cruzados de la “guerra sucia”.
Pero Kirchner no fue sólo el gran reivindicador del peronismo de izquierda de los 70, un relato histórico que parecía perdido luego de que en los 90 Menem llegara al poder arropado en la vieja retórica populista para después dedicarse a privatizar todo lo que pudo, en una década en la que el cambio uno a uno del peso y el dólar sumió a los argentinos en la conformista farra de la “pizza con champán”.
Además de ser portaestandarte de una generación a la que se quiso exterminar de modo sistemático, el “Pingüino”, llegado desde el sur, tras doce años de eficaz administración de la provincia de Santa Cruz, de la cual fue gobernador, reconstruyó el pacto de sangre del peronismo con el pueblo llano, con los ciudadanos de a pie que vieron en él a un líder comprometido de verdad con su causa.
Y aquí vale la pena una digresión: los chilenos, ignorantes como, en general, somos de lo que ocurre más allá de nuestras narices, solemos anatemizar al peronismo como una doctrina de inspiración nazi-fascista que alimenta el siempre repudiable “populismo”.
Lo cierto es que el peronismo es algo mucho más complejo que eso. Y más allá de las caricaturas, los argentinos saben muy bien que cuando su país estaba en llamas, en la crisis posterior a la dimisión del radical Fernando De la Rúa, que generó tres presidentes en un año, el único sector político que pudo juntar los restos de la nación desintegrada y devolverle gobernabilidad al país fue el peronismo.
Conviene, entonces, ser cuidadoso en los análisis y no aplicar enfoques binarios, en blanco y negro, a realidades que se rigen por códigos bien distintos a los nuestros.
Néstor Kirchner fue también un hombre confrontacional, qué duda cabe. Dejó el poder en 2007, pero no sin antes instalar a su esposa, Cristina, en la Casa Rosada. Y en junio de 2008, ambos enfrentaron a la llamada “rebelión del campo”, cuando quisieron aplicar retenciones a los exportadores de granos y se echaron a medio país encima.
Néstor Kirchner fue también un hombre confrontacional, qué duda cabe. Dejó el poder en 2007, pero no sin antes instalar a su esposa, Cristina, en la Casa Rosada. Y en junio de 2008, ambos enfrentaron a la llamada “rebelión del campo”, cuando quisieron aplicar retenciones a los exportadores de granos y se echaron a medio país encima.
Y ahora último, después de que a mediados de 2009, perdieran la mayoría en el Congreso, los K, siempre fieles a la consigna de que la mejor defensa es el ataque, se lanzaron a una quijotesca batalla contra Papel Prensa, el consorcio formado por los dos grandes diarios trasandinos, La Nación y Clarín, en nombre de la diversificación de las fuentes informativas y de la democracia comunicacional.
Arremeter de frente contra enemigos poderosos parecía estar en el ADN del hijo de un cartero descendiente de suizos y una madre chileno-croata. No por nada enfrentó sin temores a los poderosos capitales españoles beneficiados por las privatizaciones de Menem, y amparados por el Partido Popular y el PSOE.
Tampoco tuvo problemas en echar a pique el ALCA en la Cumbre de Mar del Plata, donde hizo pasar malos momentos a George W. Bush, de la mano de Evo Morales y Chávez. Y menos le tembló el pulso a la hora de ponerse en la vereda de enfrente del FMI, cuando lo quisieron apretar con el tema de la deuda externa pendiente o las cuentas fiscales.
Su audacia tuvo premio, pero al mismo tiempo le presentó una inevitable factura. Para pocos cabe siquiera alguna duda de que la política fue su pasión de tiempo completo y en no escasa medida fue minando una salud ya de por sí complicada. “La muerte no consagra a nadie ni lo mejora, pero permite ver a quién le resulta más dura”, escribió hoy en La Nación, Beatriz Sarlo, una intelectual que jamás adscribió a sus ideas, pero que le dedicó una necrológica llena de admiración ante su consecuencia.
Ver a masas de viejos y jóvenes, hombres y mujeres, militantes de izquierda y sindicalistas más bien de derecha, conmovidos por la partida de Lupín (así lo apodaban sus amigos de juventud, en su Santa Cruz natal, debido a su parecido físico con el aviador aventurero de una historieta de sus años mozos) y llorando su muerte en las calles, confirma y evidencia a las claras a quienes más les dolió su deceso.
Y eso es suficiente para que yo, al menos, me incline ante su féretro con respeto.
Sus enemigos de ayer y de ahora podrán repetir viejas y variadas acusaciones. Que se enriqueció en el ejercicio de cargos públicos (lo que no está probado, pues buena parte de su fortuna personal de US$ 14,5 millones, la hizo con negocios inmobiliarios como abogado). Que debió establecer alianzas espurias con buena parte de la corrupta dirigencia sindical (lo que sí está probado). Y que siempre subordinó la política exterior argentina a los vaivenes de la política interna, como lo evidenciaron sus entredichos con Chile por el gas y con Uruguay por la planta de celulosa.
En el caso particular de los chilenos, se nos recordará, además, en todo momento, que fue un “duro” tanto en el conflicto del Beagle como en el de Campos de Hielo Sur. Pero no es un dato menor el hecho de saber que por ser hijo de chilena y representante de una provincia patagónica, tal vez estaba forzado a jugar ese papel.
No obstante, en la suma y la resta de factores, el balance, en mi modesta opinión, es positivo. Para mí, el Kirchner que quedará en la historia es el que tuvo el coraje de hacer descolgar los retratos de los golpistas del lugar donde se forman las nuevas generaciones de militares. Y eso no es poco. Sobre todo mirado desde un país donde el retrato de Augusto Pinochet todavía forma parte de la galería de cuadros que antecede a la oficina del comandante en jefe del Ejército.
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