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domingo, 21 de noviembre de 2010

Las penas del jardinero y la cocinera de la DINA

Jeniffer Vega / LND

Testigos clave para develar los asesinatos de Carmelo Soria, Bernardo Leighton y Orlando Letelier, se encuentran viviendo al tres y al cuatro con una pensión de exonerado político que ni siquiera llega al sueldo mínimo, acusan aún sufrir de persecución y nunca haber recibido algún tipo de ayuda por parte de las familias de los afectados.


Las penas del jardinero y la cocinera de la DINA

Foto: Elvis González.

Un balazo que rompió el vidrio de la ventana de su comedor hace seis meses fue la última señal que recibió José Lagos de que aún lo estaban vigilando. Encerrado en su departamento en la comuna de San Bernardo, el cual ha enrejado hasta transformarlo en una verdadera cárcel, ha creado un operativo de vigilancia para protegerse de los extraños atentados que lo acechan hace casi 30 años y que lo han llevado, incluso, a crear vías alternativas que lo conduzcan a los negocios cercanos a su edificio para no comprar en el mismo lugar ni a la misma hora dos veces.

Don José (66 años) fue testigo clave en el juicio de los asesinatos del diplomático español Carmelo Soria, el ex vicepresidente Bernardo Leighton, el ex ministro de Relaciones Exteriores Orlando Letelier y del ex químico militar Eugenio Berríos. Por cosas del destino, él y su esposa, Delia Santander, trabajaron entre 1974 y 1978 como jardinero y cocinera, respectivamente, en la casa de Lo Curro del matrimonio de agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), Michael Townley y Mariana Callejas, acusados de coordinar los operativos que terminaron con la vida de los amigos del Presidente Salvador Allende.

Una experiencia que cambió el rumbo de su vida como minero de Lota y que marcó a fuego en su memoria las imágenes de tortura y conspiración que presenció en la mansión de Vía Naranja. Tanto así, que junto a su esposa siguen tomando pastillas para conciliar el sueño y tranquilizantes para controlar la angustia que les genera ver a un carabinero o militar cerca de su domicilio. También para lidiar con los recuerdos. “No estoy arrepentido de haber sido el jardinero de Michael Townley, al contrario, le doy gracias a Dios por haber podido trabajar en ese lugar y ver lo que vi, para denunciar y ayudar a los familiares de esa gente. Porque si no hubiera estado ahí, quizás nunca se habría descubierto nada”, confiesa con las lágrimas inundando sus penetrantes ojos claros, quien actualmente sobrevive con una pensión de exonerado político que no llega al sueldo mínimo y que poco le sirve para adquirir los medicamentos que necesita su esposa, quien sufre de demencia senil y Parkinson.

El matrimonio decidió contar cada detalle de su experiencia como sirvientes de los agentes de la DINA, sin ningún tipo de retribución por parte del Estado o de las familias de los afectados, poniendo en riesgo su seguridad. Gracias a su testimonio se pudo descubrir las celdas de tortura y el laboratorio clandestino donde se producía el gas sarín que Michael Townley había construido en la casa. Incluso, José viajó a Roma el año 1995 para aportar antecedentes en el caso del atentado contra Bernardo Leighton y su esposa Ana Fresno. Por primera vez, el ex minero se subía a un avión y conocía los dólares. Asegura haber recibido una suculenta retribución por su testimonio en Italia, pero al llegar a Chile nunca vio el dinero, como tampoco volvió a ver a los abogados que lo acompañaron en la causa, Héctor Salazar y Nelson Caucoto.

Lo único que siguió viendo fueron los autos con patente diplomática que los seguían de noche, los accidentes automovilísticos que sufría sin explicación, las amenazantes llamadas telefónicas que recibía en su casa y las constantes persecuciones que vivían sus hijos afuera del colegio. “Fui nombrado testigo clave en casos emblemáticos de derechos humanos poniendo en riesgo mi vida y la de mi familia, y nunca nadie me llamó ni siquiera para darme las gracias. Hoy necesito el reconocimiento y la ayuda, sobre todo porque la pensión no me alcanza, sufro de reumatismo que me tiene destrozadas las manos y mi esposa empeora cada día más”, reclama José, quien enviará una petición de ayuda a La Moneda y, si esto no funciona, está decidido a demandar al Estado por daños y perjuicios.

Comunista sirviendo a la DINA

José Lagos y Delia Santander se conocieron en Coronel donde el hombre trabajaba en la mina de carbón de Lota Schwager. Tenía un puesto en la dirección del sindicato de la faena y militaba en las juventudes comunistas. “Como la mayoría de los chilenos quedé cesante en 1973 porque cerraron la mina, como mi familia era de izquierda comenzaron una persecución contra nosotros y con Delia decidimos arrancar a Santiago. Instalados en la capital, pusimos un aviso en el diario donde nos ofrecimos como un matrimonio con una niña de cuatro años para hacer las labores de jardinero y cocinera puertas adentro. Al otro día llegaron ocho parejas pidiendo nuestros servicios, pero los más insistentes fueron Mariana Callejas y Andrés Wilson, como se hacia llamar Townley. Ahí comenzó mi historia”, recuerda José, quien se deslumbró con la enorme casa y los lujos de la residencia de los agentes de inteligencia.

-¿Cuáles eran las labores específicas que realizaba en la casa?
-Era un buen trabajo y nosotros queríamos empezar una nueva vida, entonces el departamentito que nos pasaron para vivir era perfecto y a nuestra hija María, en ese entonces de cuatro años, le gustó la piscina y lo amable que era Mariana Callejas con nosotros. Mi labor específica era hacer el jardín, cuidar los hermosos rosales que rodeaba la casa y, de vez en cuando, servirle a las visitas, en su mayoría militares, que tenían reuniones bien secretas, donde todos hablaban en inglés y me tenían confianza porque pensaban que era un militar más por mi pelo corto. La Delia estaba encargada de la cocina, ella era una excelente ama de casa y cocinaba muy rico.

-¿Cuál fue el primer hecho extraño que vio en la casa de Lo Curro?
-Los primeros seis meses no vimos nada, todo estaba de lo más tranquilo, pero después nos dimos cuenta que los choferes tenían nombres falsos, que transportaban pequeñas maletas con armas en los automóviles y que cada día se juntaba más gente en las reuniones. También comenzaron a traer personas en la noche que encerraban en una especie de celdas que tenían en el garage. Una vez encerraron ahí a dos mujeres y un curita, y casi me mata Townley cuando me pilló dándoles comida y conversando con ellos a escondidas. Otra vez que me tocó hacer aseo en una pequeña pieza de la casa donde entraban ratones y conejos, quise sacar los cadáveres de los animales y limpiar la mugre del lugar, cuando llegaron los patrones se enojaron mucho conmigo porque ahí experimentaban con gas sarín y yo les boté a la basura los conejillos de indias.

-¿Cuándo decidió arrancar del lugar?
-Apenas me di cuenta que ahí pasaban cosas muy malas me quise ir, pero desde el comienzo nos pusieron vigilancia. Cada domingo libre que salíamos a dar vueltas, un auto nos seguía. Entonces tenía miedo que nos mataran, sobre todo después de que una noche escuché ruidos y bajé a ver qué pasaba y me encontré con un enorme charco de sangre. Fui de inmediato a contarle a don Andrés Wilson y me dijo que uno de los choferes había cazado un animal y por eso había manchas de sangre. Seguí preocupado, así que busqué en el auto los restos del animal para limpiar, pero no había nada, me puse a investigar y vi que habían huellas de sangre que llegaban hasta un barranco, ahí habían tirado el supuesto animal, que era nada menos que el cuerpo de Carmelo Soria. En ese momento decidí que debíamos escapar y, sin sacar ni una cosa de nuestra pieza, tomamos una micro hasta el centro, nos bajamos y tomamos otra hasta San Bernardo, donde nos subimos a un tren hasta Yumbel, así logré perder a los guardias que nos seguían.

-¿Cuándo se atrevió a declarar todo lo que sabía?
-Después de desaparecer en Yumbel por dos años, decidimos volver a Santiago. Hicimos una nueva vida y me puse a trabajar como cuidador de autos, cerca de un centro médico. Ahí veía cómo diariamente llegaban jovencitos completamente destrozados y decidí contarle mi pasado a una doctora amiga. Tenía miedo de la reacción que tuviera conmigo, que me tratara como un traidor por no haber hablado antes, pero mi historia se expandió rápido y al otro día llegó la familia de Soria a pedirme que los ayudara contando todo lo que había vivido. Esa misma semana comenzaron nuevamente a seguirme los automóviles. En más de tres oportunidades me tiraron el auto encima para matarme y cuantas otras quisieron raptarme, pero siempre pasaba algo que me ayudaba a escapar.

-¿Cómo cambió su vida después de haber sido el mozo de la DINA?
-No quisiera cambiar nada de mi vida, ni las experiencias con la DINA, ni siquiera la enfermedad de mi esposa. Es obvio que todo esto cambió mi manera de vivir, sobre todo porque una persona con mis creencias de vida y sociales terminara metida en medio de masacres y torturas, pero nos enseñó a unirnos más como familia y crear herramientas de sobrevivencia que utilizamos hasta hoy. Nuestra casa está toda enrejada; los vecinos saben nuestra historia y están pendientes de cada persona que llega a visitarnos. Incluso para llevar a Delia al consultorio, que está a una cuadra, tenemos todo un operativo con mi hijo, intentamos llevarla en auto, o darnos una vuelta antes de entrar, si hasta para tomar la micro me cambio de paradero. Digan lo que me digan, yo estoy seguro que los perros todavía andan sueltos y no se quedarán tranquilos hasta que logren un pedazo de esta presa.

-¿Cómo ha logrado superar todas estas experiencias?
-No las he superado, ni mi esposa ni mis hijos. Estoy seguro que el desgaste físico de mi mujer, lo rápido que la ha afectado su enfermedad, es por culpa de todo lo que hemos vivido. Delia actualmente es un bebé, yo debo bañarla, vestirla y llevarla al baño, ella antes era una mujer activa y su cuerpo no ha podido asumir todas estas experiencias. Pero mi familia es fuerte, mi sueño es volver a vivir a Coronel y para eso necesito la ayuda del Presidente, de las familias que ayudé o de los mismos abogados que alguna vez se acercaron pidiendo mi colaboración. No creo que mi valentía y fuerza por denunciar los asesinatos no valgan nada, si los jueces me nombraron testigo clave por algo fue y espero ahora me devuelvan la mano.

ABOGADOS DE DDHH OFRECEN AYUDA

El abogado que llevó el caso del diplomático Carmelo Soria, Héctor Salazar, recuerda vagamente a don José Lagos, pero su mente se aclara al escuchar que se trata del jardinero de Michael Townley. “Era un caballero muy amable, que viajó incluso a Roma a testificar en el caso Soria con todo pagado por el Estado italiano”, asegura Salazar. Es más, reconoce que el dinero que le entregaron al testigo en Europa era sólo por concepto de pasajes y estadía. “Nunca he conocido un caso donde a la persona que cuenta la verdad para esclarecer un caso reciba algún tipo de pago por su testimonio, no sería ético”, explica el abogado.

Para Nelson Caucoto, reconocido abogado de derechos humanos, el mozo de la casa de la DINA es una persona que ha perdurado en su memoria, aunque no recuerda bien como llegó hasta su oficina. “Lo recibí en la Corporación de Asistencia Judicial, era un hombre modesto, sincero, con ganas de aportar a la verdad con todo lo que había visto y nosotros decidimos respaldarlo moralmente, sobre todo para que no tuviera miedo de hablar”, explica Caucoto.

-¿Por qué cree que después de tantos años José Lagos pida ayuda por haber dado su testimonio?
-Son las vueltas de la vida, él sabrá por qué lo hace, pero cuando testificó estoy seguro que lo hizo por amor y no esperaba nada a cambio. Quizás con el tiempo las persecuciones que vivió le han impedido encontrar trabajo y llevar una buena vida.

-¿Le recomienda demandar al Estado?, como son los planes del jardinero.
-Lo invito a que se acerque a nosotros para orientarlo en lo que necesite y, de esta manera, no crear falsas expectativas de los beneficios que puede obtener. Pero sí me parece justo que el Estado pueda entregarle una ayuda humanitaria con alguna pensión solidaria como un gesto a su contribución en el pasado.

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