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lunes, 3 de julio de 2017

Ochenta y cinco organizaciones pidieron al obispo castrense que abriera los archivos sobre el terrorismo de Estado

Una deuda pendiente de la Iglesia Católica
En una carta entregada a Santiago Olivera, que asume hoy, le reclamaron un pronunciamiento acerca del rol de la institución durante la última dictadura. “Entre 1975 y 1982 al menos 102 sacerdotes ejercieron su trabajo pastoral en unidades militares”, señalaron.
Santiago Olivera “se ha expresado públicamente en los términos de una remozada teoría de los dos demonios.”
Santiago Olivera “se ha expresado públicamente en los términos de una remozada teoría de los dos demonios.” 
Hoy inicia formalmente sus funciones el nuevo obispo castrense Santiago Olivera. Y por ese motivo un grupo de 85 organizaciones, entre ellas muchas dedicadas a la defensa de los derechos humanos, le presentaron una carta en la que sostienen que “asume un obispado con una deuda histórica pendiente: admitir la responsabilidad institucional que tuvo en el surgimiento, sostén y reproducción del terrorismo de Estado en Argentina (1975-1983)”. 
En el documento se le reclama al obispo Olivera que, al comenzar su nueva tarea, resuelva de manera inmediata la “apertura y puesta a disposición para las causas judiciales y los organismos de derechos humanos, de los archivos del Obispado Castrense, tanto de la curia como de las distintas capellanías” y que, junto a otras medidas, realice un “pronunciamiento público acerca del rol cumplido por la institución durante la última dictadura cívico-militar”. 
Los firmantes, entre los que se incluyen también un número importante de personalidades vinculadas a los temas religiosos, señalan que “pasadas ya cuatro décadas, resulta una provocación que la Conferencia Episcopal Argentina continúe ‘reflexionando’ y escuchando testimonios de ‘víctimas de la guerrilla y víctimas del terrorismo de Estado’ acerca de ‘los acontecimientos ocurridos durante la última dictadura militar’, como si desconociese lo sucedido o se hubiese mantenido al margen”. 
El documento, entregado ayer al propio obispo Olivera, lleva la firma, entre otros, de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, Liga Argentina por los Derechos del Hombre, Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, Fundación Servicio Paz y Justicia, de Miembros de la Comisión por la Memoria de la Provincia de Buenos Aires, de varias delegaciones de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, de asociaciones de ex presos políticos,  de la Asociación de Docentes de la Universidad de La Plata (Adulp), de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) de la provincia de Buenos Aires, Cristianos para el Tercer Milenio, CTA Autónoma de la provincia de Buenos Aires, Curas en la Opción por los Pobres, de distintas delegaciones de H.I.J.O.S., de la Junta de la Conferencia Argentina de Religiosas y Religiosos, a los que se suman numerosas adhesiones individuales de personalidades como Adolfo Pérez Esquivel, la investigadora Nora Barrancos, sacerdotes, militantes políticos, religiosos y laicos católicos y protestantes de diferentes profesiones.
Le dicen los firmantes al obispo Olivera que “la jerarquía católica que Ud. integra, continúa eludiendo su responsabilidad en el genocidio”. Porque, señalan, “en sus discursos y escritos, jamás ha hecho mención alguna de la actuación del obispado castrense, al mismo tiempo que esquivó exitosamente el proceso de verdad y justicia reabierto en la década pasada”.
En relación a ello se sostiene que la dictadura cívico militar tuvo, necesariamente, un componente eclesiástico-religioso. “Hace tiempo que los organismos de derechos humanos y un sector importante de la sociedad, venimos sosteniendo que la dictadura que ocupó el poder entre 1976 y 1983 fue cívico-militar y también eclesiástica. Su componente religioso fue tan necesario como el represivo, el político y el económico”, dice la carta. Porque “la profundidad y la extensión temporal que alcanzó, no se hubieran logrado sin la legitimación que la doctrina católica brindó al gobierno militar y a la violencia desplegada”, se subraya. 
Y al respecto argumentan los firmantes de la carta a Olivera que “dicha legitimación reposó en el discurso público de los obispos, en el silencio aquiescente del Episcopado y centralmente en el trabajo que por décadas realizó el Vicariato Castrense al interior de las Fuerzas Armadas”. Porque “a través de esta institución situada simultáneamente sobre las estructuras eclesiástica y estatal, la Iglesia se convirtió en un engranaje fundamental de la maquinaria represiva”. 
Parte de la prueba aportada se apoya en los diarios personales del fallecido obispo Victorio Bonamín, provicario castrense entre 1960 y 1982, que contienen anotaciones diarias del religioso en los años 1975, 1976 y 1982 respecto de los acontecimientos políticos y militares de la época, del funcionamiento de las capellanías militares a su cargo e incluso apreciaciones sobre la metodología represiva de entonces y de gestiones hechas por parte de familiares de presos políticos (ver facsimil). 
De acuerdo a la información incluida en la nota, durante el período 1975-1983 pasaron por el vicariato castrense más de 400 capellanes y los generales que comandaron las cinco zonas militares en que se dividió el plan de exterminio fueron asistidos cada uno por dos capellanes en el período más feroz de la represión. “Al menos 102 sacerdotes ejercieron su trabajo pastoral en unidades militares donde funcionaron centros clandestinos de detención” se denuncia en la carta.
Respecto del tipo de trabajo que realizaban los capellanes militares se dice que estos sacerdotes “gozaban de una posición de estima al interior de cada una unidad militar”, con influencia incluso sobre los jefes de las unidades y que “en esas condiciones, ejercieron una forma de poder espiritual que favoreció sobre la conducta de los militares un resultado tan efectivo como la propia disciplina castrense”. 
En sustento de que las torturas también contaron con el respaldo de los religiosos, se cita un apunte del diario de Bonamín, donde el obispo reseña el contenido de un diálogo que sostuvo con el arzobispo Adolfo Tortolo, entonces vicario castrense y presidente de la Conferencia Episcopal. “Problemas de Tucumán, respecto a torturas y prisioneros (otro argumento: Si, según Sto. Tomás, es lícita la pena de muerte…, la tortura es menos que la muerte…). Nuestros Capellanes necesitan aunar criterios”, escribió Bonamín el 1 de julio de 1976 en su diario personal. 
En otro párrafo de la carta entregada ayer a Olivera se advierte que a pesar del avance de los juicios por delitos de lesa humanidad, en cuyo desarrollo han surgido evidencias de la participación de los capellanes militares, “el Poder Judicial todavía no ha puesto la mira en las responsabilidades de la Iglesia Católica respecto del terrorismo de Estado” y un solo sacerdote, Christian Von Wernich, ha sido condenado.
Refiriéndose de manera directa a Olivera los firmantes recuerdan que el nuevo obispo castrense “se ha expresado públicamente en los términos de una remozada ‘teoría de los dos demonios’, idea que conlleva una falsa lectura del pasado, que es funcional a la impunidad penal de los perpetradores del genocidio, y que se ha ido superando con el tiempo y el esfuerzo pedagógico de sobrevivientes, organismos de derechos humanos, intelectuales, docentes y referentes políticos” lo cual constituye, junto a otras manifestaciones del religioso, “señales de una perniciosa continuidad con el pasado”. Entre los reclamos de acción inmediata se pide también que los capellanes que aún viven “digan lo que saben sobre los cuerpos de los desaparecidos y sobre los nietos nacidos en cautiverio a los que aún falta restituir su verdadera identidad”.


El diario del fallecido obispo Victorio Bonamín en el que habla de una reunión con el vicario castrense Emilio Grasselli “por el problema que nos crean los que acuden a él por presos políticos”. 

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