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miércoles, 2 de diciembre de 2020

Opinión

 

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Micrófono abierto

por  2 diciembre, 2020

Micrófono abierto

Acaso el símil sea de pobre valor comparativo, pero esas plastas de perro que suelen estar diseminadas como minas antipersonales en nuestros paseos callejeros algo en común tienen con los micrófonos que uno cree en “off” cuando en verdad están “on”. Esas y estos suelen provocar impensadas meteduras de nuestras patas. Fétidas las primeras, traicioneras a menudo las segundas.

Por lo general, las dos carecen de cualquier otra trascendencia que no sea la ingrata limpieza de la suela de nuestros zapatos o afanarse en restar importancia al descuido de lesa técnica. Hay, empero, claras diferencias entre ambas contrariedades. Pisar caca no es lo mismo que decirla. Hundir el zapato en un zurullo canino es un infortunio que solo afecta al propietario del zapato. La distracción de un micrófono abierto, en cambio, puede poner en oídos indeseados algún personal juicio de valor que el emisor del mismo hubiera preferido mantener constreñido a la reservada intimidad con su confesor o sus cuates de happy hour.

El travieso accidente es de picante sabrosura cuando tal juicio es referido a un prójimo de carne y hueso. Y gana en picor y enjundia cuando el metedor de pata es un “hombre público” (a despecho de alguna vieja superstición republicana, tal locución no es necesariamente antónima de eso que la docta RAE discierne como “mujer pública”).

Es lo que a veces ocurre en el egregio ámbito del Parlamento, cuando la oreja traidora de la tecnología juega sus trastadas. Como ese senador que, con la rudeza de fullback veterano, acusa a un colega y cofrade (un tal Eguiguren) de “hablar puras weás”. O aquel diputado con apellido de retintín gemal que en alguna reunión de alguna comisión parlamentaria confiesa que una periodista presente (Premio Nacional de Periodismo) es “la vieja que nos cae mal”. Y no ha mucho, uno de nuestros representantes populares volvió a tropezar e irse de boca ante un micrófono abierto. Esta jugarreta de la casualidad permitió al mundo exterior enterarse que el recién nominado general director de Carabineros “es más zurdo que la shusha”, que “su familia es izquierda, izquierda, izquierda” y que “este weón es muy de izquierda”. (Al margen: el propio presidente de su banda es también zurdo).

Como era de esperar, al percatarse de su microfónico traspié, el honorable legislador se apresuró en sacar la pata y –noblesse oblige– en presentar con hidalguía marista al general aludido sus excusas y más altas consideraciones, junto con asegurarle, mano en pecho y sombrero en mano, todo su apoyo “sea cual sea su familia”. (Al parecer no hay registros de la respuesta del “zurdo” general a la sincera disculpación del diputado).

Estos tropezones verbales de nuestros honorables se agradecen, porque, aunque tal vez algo incómodos para sus contritos protagonistas, logran iluminar con un brevísimo fucilazo la grisalla habitual que impera en las catering kitchens de algunos de los dizque poderes oficiales del Estado. En todo caso, tales deslices son más gratos que las súplicas mendicantes por “el raspado de la olla” o “la mordida” por servicios legislativos del tercer tipo.

Por otro lado, estos desmadres dialectales off the record develan una vez más el déficit crónico de sustancia cultural que se extiende metastásico por los entresijos de la subcultura dominante en todos los estratos operativos de la res pública. Esto es, un manejo harto menesteroso del lenguaje. A pesar de que esta queja cansona sobre lengua y lenguaje de los políticos existe desde los inicios de la opinión pública, el tema nunca ha perdido actualidad.

Lo que alguna vez fuera una de las principales herramientas del quehacer político, ha devenido en un trasto de uso escaso. Con la digitalización de los procesos comunicacionales esta penuria del decir ha adquirido rasgos grotescos. No pocos políticos de todo el espectro cuando, audazmente, deciden prescindir del discurso pre-escrito por sus ghostwriters para decir lo que piensan sobre esto y aquello, se bastan con los doscientos cuarenta caracteres de su cuenta Twitter. A propósito: Wittgenstein dijo algo así como “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. Bueno, al norte del Río Grande, el presidente saliente acaba de demostrar que con eso le bastó para gobernar cuatro años y perder la reelección con setenta millones de votos. Así las cosas, uno casi termina por agradecer que los más lacónicos de entre el personal político al servicio de la nación, que también los hay, se limiten a expresar sus sesudas opiniones con la sabia brevedad de los pulgares rojiverdes del like o dislike.

Muy a pesar de los que, desde las galerías del gallinero, miramos suspirantes nuestra escena política, esta se muestra avara en extremo en mostrar lo que Voltaire llamaba “la razón ingeniosa”. La retórica argumental de nuestros síndicos y síndicas suele ser tan pobretona como su sentido del humor. Muchos prefieren el escupitajo a la estocada inteligente, el denuesto de acequia antes que la chispa cáustica. El nuestro patriciado no termina de comprender que sus magnas funciones no solo lo proveen de inmunidad, así como de varias y bien pagas atribuciones fijadas por ley. Deseable y refrescante sería si también recordara un par de obligaciones de mínimo rango deontológico que le impone el cargo: tal vez una mirada autocrítica al espejo o un minuto de silencio por la ausencia de ideas propias.

Hace ya tiempo que el mercado posmoderno, en cuyos tenderetes lo importante ya no es ser, ni siquiera parecer, sino simplemente aparecer, ha ido trocando la actividad de los políticos pagados en lo que Guy Debord definió como “mercancía de espectáculo”. Una más de tantas que ha terminado con el elector convertido en consumidor de un producto de provecho dudoso que suele acarrearle más deudas que beneficios. (Entre muchas otras cosas el llamado “estallido del 18 de octubre” y la abrumadora opinión expresada en el plebiscito engendrado en él, son resultados de tal involución).

Así visto, no pecan de un exceso de originalidad los indignados del Tercer Estado cuando apostrofan al Congreso de la nación como circo. Hay, sin embargo, desemejanzas entre uno y otro. (A menos, claro, que se hable de un circo romano). Es cierto que entre nuestres congresistes encontramos destacades equilibristas, malabaristas, ilusionistas, transformistas, lanzadores de cuchillos, contorsionistas, algún león de bolsillo o unas pocas focas aplaudidoras de la Ley de Pesca, pero, para grande desgracia de nosotros espectadores, predominan entre elles un exceso evidente de señores Corales y una triste escasez de payasos buenos y buenos payasos.

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