En una reciente columna, el joven intelectual de derecha Pablo Ortúzar realiza una crítica a la confusa izquierda actual, que se ampara en una relativización obscena de los medios y de los efectos de la dictadura. Los adjetivos son inconfundibles: “dictadura exitosa”, el “modelo del buen tirano”. Se trató, dice, de “un régimen institucional que dio forma a la existencia de los chilenos y trazó un camino de prosperidad para sus familias”. Ortúzar es inequívoco: el orden dictatorial, a pesar de sus “mecanismos brutales”, transportó a la prosperidad. En palabras simples, los éxitos económicos relativizan, y hasta borran, todo aquello que se esmera en no nombrar: los muertos, los perseguidos, los torturados, los desaparecidos, los arrojados al mar… Sería bueno que la nueva derecha intelectual empiece a sincerar sus posiciones. También que, al fin, se gradúe de demócrata. No hay prosperidad económica que justifique los crímenes de lesa humanidad. Sea en Chile, sea en Venezuela, sea en Cuba, sea en Bolivia.
No es necesario explicitar el apoyo a una dictadura para justificarla. Existen otros modos, oblicuos y livianos, peculiarmente fáciles de “desmentir” cuando sea el tiempo de los arrepentidos. Uno de ellos: el silencio. Otro: la relativización por afinidad ideológica. Este, de hecho, es el más recurrente: si una dictadura es perpetrada en nombre de ideas opuestas a las mías, entonces se la condena por su cualidad de dictadura; si esa dictadura es perpetrada, en cambio, en pos de ideas similares a las que uno profesa, se la justifica en vista del porvenir. O, peor, se la celebra en retrospectiva en virtud de sus logros económicos. Existe un tercer modo, el modo chileno: relativizarla en virtud del caos económico, la polarización social o cualquier otra causa que justifique perpetrar una dictadura como una salida “por fuerza de los hechos”. Justificarla, o entenderla, como una consecuencia no buscada: se admiten los crímenes perpetrados, pero se culpa –indirectamente– a las propias víctimas.
Perpetrar, por cierto, es el verbo exacto para una dictadura: siempre se trata de un delito grave acometido por nombres y apellidos concretos. En este caso, perpetrar en nombre de una doctrina que aplasta el presente invocando el futuro, o de un “orden” –que siempre favorece a unos pocos– que clamaba por su restauración. Esta es la actitud con que se ha desnudado un joven intelectual de abolengo aristocrático y religioso, Pablo Ortúzar. En una reciente columna (“Repetir Pinochet”, La Tercera, del 27 de noviembre pasado), el investigador del IES realiza una crítica a la confusa izquierda actual. Empero, su lúcida crítica se ampara en una relativización obscena de los medios y de los efectos de la dictadura. Los adjetivos son inconfundibles: “dictadura exitosa”, el “modelo del buen tirano”. Se trató, dice, de “un régimen institucional que dio forma a la existencia de los chilenos y trazó un camino de prosperidad para sus familias”. Ortúzar, un meritócrata del intelecto, es inequívoco: el orden dictatorial, a pesar de sus “mecanismos brutales”, transportó a la prosperidad. En palabras simples, los éxitos económicos relativizan, y hasta borran, todo aquello que se esmera en no nombrar: los muertos, los perseguidos, los torturados, los desaparecidos, los arrojados al mar… Para Ortuzar, acelerar el flujo del torrente del desarrollo justificó los cadáveres arrojados (porque “no se cayeron”) al Mapocho. Sería bueno que la nueva derecha intelectual empiece a sincerar sus posiciones. También que, al fin, se gradúe de demócrata. No hay prosperidad económica que justifique los crímenes de lesa humanidad. Sea en Chile, sea en Venezuela, sea en Cuba, sea en Bolivia.
¿En qué se diferencia este argumento con ese marxismo ortodoxo que justifica la dictadura del proletariado en pos de un desarrollo económico ideal en un futuro lejano? ¿Cuál será su próxima defensa velada del régimen de Pinochet? ¿Seguirá el modelo de ese silogista filósofo libertario-autoritario que se dio de bruces con Vargas Llosa –un defensor de Piñera– al asegurarle que era preferible vivir en el Chile de los 80 –una dictadura– antes que en los regímenes de Maduro o de la Cuba poscastrista?
Ya es bastante con su defensa celebratoria de la Transición: la prosperidad producida por la “administración” concertacionista del régimen institucional diseñado por Pinochet fue a costa de muertos para los que no existió justicia. El engranaje de su diseño, invislbe a la mirada pública, fue la impunidad y el desdén por las víctimas irreparables de Pinochet, aquellas a las que ninguna prosperidad económica pudo devolver. Aquellas cuyas familias no aceptaron como indemnización reparatoria -reconciliatoria- un puesto en la estructura estatal del régimen posdictatorial.
Ortúzar, un intelectual joven, ya había dado muestras de su relativización de las violaciones a los derechos humanos. También de su desdén clasista por los ciudadanos sin abolengo reconocible en la fronda aristocrática, como cuando publica su “Carta a la Tía Pikachu” (La Tercera, 30 de octubre) un día después de que esta fue brutalmente golpeada por carabineros. En la misiva, ninguna palabra para condenar esta agresión contra una manifestante cuya perfomance es el baile jovial. Al contrario: su invitación realista a que la Tía Pikachu renuncie a sus deseos constituyentes suena a exhorto para sacarla de la plaza pública. El mismo exhorto que, de seguro, obedecieron los carabineros que le dieron puñetes en la cara: “Señora, sálgase de ese lugar al que no está autorizada porque usted no es experta”. Eso escribe. Por supuesto, se trata de la misma estrategia de su defensa velada de la dictadura: los delitos presentes no le importan si diseñan un futuro que traerá prosperidad o “institucionalidad”, o bien restauran el orden.
Es una mala noticia para el futuro del debate de ideas en el país que los intelectuales nacidos en los 80 aún no aprendan a condenar una dictadura, sea cual sea su color político. Si Ortúzar teme que se pueda “repetir Pinochet”, su mayor contribución estaría en iniciar un debate en las huestes de la derecha que representa en vez de menospreciar la memoria de las víctimas pasadas y presentes de violaciones de derechos humanos. Después de todo, votaremos en Chile, un país donde la derecha es la que convive permanentemente con la tentación autoritaria. No hay prosperidad económica que justifique exterminar a otro ciudadano; menos por pensar distinto. Ese principio no es populismo: es convivencia democrática.
Ortúzar haría bien en recordar las palabras de J. S. Mill: “Quien hace algo porque es costumbre, no hace elección”. No es de intelectuales operar por costumbre. Menos aún si se trata de la costumbre autoritaria de nuestra fronda aristocrática-intelectual. Es allá donde debe dirigir sus ideas si realmente quiere evitar que se repita Pinochet. Allí donde los síntomas de la nostalgia autoritaria afloran sin velo alguno. La profecía es el opio de los intelectuales tecnócratas. Quizás por eso, ante un futuro en que la izquierda parlamentaria puede repetir Pinochet, Ortuzar se adelanta en repetir a los pinochetistas.
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