Editorial-562
De pronto cansa el tema de la dictadura. Se percibe como una historia circular. ¿Qué más decir a estas alturas? Fue un período nefasto. Sí, fue un período nefasto. Reinó la impiedad. Sí, claro que sí: baste recordar que abrieron cadáveres, les sacaron los interiores, y los llenaron con piedras como a unos muñecos para hundirlos en el lago, sin nunca decirle a sus familiares que cada mañana preguntaban por ellos, ni siquiera que estaban muertos. Que falta justicia. Claro que falta justicia. ¡Siempre falta justicia! Que hay que luchar contra el olvido. Sí, sí, pero no sé hasta cuándo. Quizás no sea tan malo olvidar un poco. Mantener para siempre presente el horror puede ser una condena atroz. Recuerda el castigo a Prometeo. ¿Fingir, entonces, que nada ha sucedido? ¡Jamás! ¿Perdonar, acaso? No sé. No sé nada. Sólo digo que a ratos parece un asunto zanjado, pero en el momento mismo que lo digo me arrepiento, porque basta que aparezca uno de esos que se enriquecieron al alero del dictador, y pida que se apliquen castigos ejemplares a los ladrones de gallinas, para que le grite a la pantalla del televisor: ¡Y tú, mierda! ¡A ti me gustaría cortarte el pescuezo como a una gallina! Pero después veo a los jovencitos revolucionarios, soberbios, apuntando a otros con el dedo como si ellos fueran mucho mejores que los hijos de los sátrapas, y ya no sé qué conviene más, si quitarles toda excusa para considerarse superiores que el verdugo, o insistir en este cuento sin hadas, hasta que las velas no ardan. No sé. No sé. No sé. Si se es víctima demasiado tiempo, es fácil convertirse en victimario. Pero quién es uno para decir estas cosas. El asunto es que habrá onces de septiembre para siempre, justo una semana antes de festejar las Fiestas Patrias.