Chile, la corrupción y Michelle Bachelet
- Sergio Fernández
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- ¿Es Michelle Bachelet una persona corrupta?
Aparentemente, no. Una persona corrupta es aquella que abusa del
poder que se le ha encomendado en beneficio propio; y Michelle Bachelet,
hasta donde sabemos, nunca ha metido las manos en el erario público; en
momento alguno ha obtenido réditos ilícitos con su actuar político;
jamás ha sacado provecho monetario indebido gracias a su investidura.
Cierto. Pero no solo es corrupto el que recibe directamente los
beneficios generados por el abuso de poder. También lo es el que hace la
vista gorda, el cómplice, el que sabe que se han cometido o se están
cometiendo actos de corrupción en su entorno y, pese a disponer del
poder necesario, no ejecuta acción alguna para impedirlos, denunciarlos o
sancionarlos; aquel que, peor que eso, actúa en sentido contrario,
intentando evitar que los hechos corruptos se conozcan, se investiguen o
se penalicen.
Es tan corrupto el que actúa como el que se lo permite; el que hace, como el que le deja hacer.
Y perdóneme que insista, pero desde esta perspectiva la pregunta es
válida y pertinente: ¿es Michelle Bachelet una persona corrupta?
Le propongo que ahondemos en el tema para intentar responderla.
Los actos corruptos
Independientemente de lo que diga nuestro Poder Judicial, limitado,
vulnerable, elitista en extremo, a veces abusador, en muchas ocasiones
sesgado y timorato, todos sabemos lo que ocurrió en los casos Penta y
Soquimich (si tan imbéciles no somos; solo hasta la hora de almuerzo,
como recalcó en una audiencia el fiscal Gajardo). Recurriendo a
mecanismos ilegales, penados por la ley ―no hay aquí vacíos legales,
como algunos pretenden hacernos creer; tampoco se trata de faltas, sino
de actos dolosos hechos y derechos― candidatos, recaudadores y
“operadores políticos” pasaron el platillo (poseen un platillo de
dimensiones colosales) y los grandes grupos económicos procedieron a
llenarlo con su cuantioso aporte.
¿En qué se gastó ese aporte? ¿Para qué se usó? En parte, para
financiar campañas y precampañas políticas. Eso es, al menos, lo que han
tratado de hacernos creer. Aparentemente, sin embargo, también se
utilizó para financiar a los propios operadores y, por cierto, a quienes
trabajaron en la precampaña. Además, casi de seguro, algo habrá ido a
parar a los bolsillos de quienes facilitaron los documentos (boletas)
para cometer algunos de los fraudes (las devoluciones de impuestos, para
partir). Tampoco fue, por consiguiente, solo un mecanismo de
financiamiento de campañas al que se vieron obligados a recurrir,
empujados por las circunstancias, nuestros heroicos parlamentarios. De
que hubo provechos personales, los hubo. ¿De qué montos? Aún no lo
sabemos.
Algunos de los grupos empresariales aportantes están identificados
–Penta, Soquimich, Alsacia, Ripley, CorpBanca, Aguas Andinas–, pero debe
haber varios más. Da la impresión de que lo que ha salido a la luz es
solo la punta del iceberg. Ahora, ¿por qué lo hicieron? ¿Por qué
efectuaron esas ingentes contribuciones? ¿A cambio de qué? ¿Qué
adquirieron con ellas? Tampoco lo sabemos. Ha habido especulaciones
pero, a la fecha, desconocemos qué fue lo que vendieron nuestros
políticos, varios parlamentarios entre ellos, a los grandes grupos
económicos a un precio tan elevado. Porque, coincidirá usted conmigo,
alguna transacción tiene que haberse efectuado, ¿verdad? ¿O usted es de
los que creen que fue solo el espíritu republicano el que movió a los
donantes?
Los mecanismos usados también se conocen: facturas y boletas ideológicamente falsas, además de la simulación de contratos de fordwards.
Desde luego, no estamos seguros de que sean los únicos. La creatividad
de los genios tributarios en el ámbito de la evasión es inmensa.
Tenemos plena certeza de que se trata de delitos, con todas sus
letras. No estamos hablando aquí de errores contables ni de gastos de
los que se engloban en el concepto de rechazados. Son artilugios dolosos
diseñados para sacar dinero de las empresas defraudando al Fisco –por
la vía de reducir la base imponible de primera categoría y, con ello, el
impuesto correspondiente– y a los accionistas minoritarios –birlándoles
derechamente, por medio de contratos simulados, parte de sus legítimas
utilidades (hay engaño y perjuicio económico fácilmente demostrables;
¿cuál sería la figura penal?)–.
Para que quede meridianamente claro, ejemplificaré con el caso de los
hijos de Pizarro (“los hijos de Pizarro” parece el título de una
película o telenovela mexicana; dígame que no), cuya consultora Ventus
Consulting emitió y cobró facturas (¿exentas?) por $ 45 millones a
cambio de ¡asesorías verbales! (qué explicación más ridícula!; ¿de
verdad creerán estos señores Pizarro que somos tan estúpidos como para
tragárnosla?).
La mencionada cifra, $ 45 millones, disminuye el impuesto de primera
categoría pagado por SQM en $ 9 millones (asumamos que se trata de
facturas exentas). Pero no es lo único, pues también reduce la utilidad
que, de acuerdo con su participación en la propiedad de la empresa, les
corresponde a los accionistas minoritarios. A manera de ejemplo, los
Fondos de Pensiones administrados por Provida y Hábitat poseen,
respectivamente, un 0,99% y un 0,8% de la propiedad de SQM S.A., por lo
que el perjuicio patrimonial derivado de la “operación Pizarro” les
representa $ 356.400 al primero y $ 288.000 al segundo (para obtener
estos valores, simplemente multiplique el porcentaje de participación
por el monto defraudado, previa rebaja del impuesto de primera
categoría).
Siguiendo este análisis, si las operaciones de “financiamiento
político” efectuadas por SQM ascendieran a $ 11.000 millones, como se ha
deslizado por ahí, el perjuicio total para el Fondo administrado por
Provida alcanzaría a $ 87,12 millones, mientras que el que está bajo la
tutela de Hábitat se vería perjudicado en $ 70,4 millones. Agregue usted
a estas cifras los montos que se vayan conociendo en las restantes
empresas que recurrieron a este mecanismo, y tendrá una idea de la
magnitud del fraude en contra de los accionistas minoritarios en el que
estarían involucrados nuestros señores políticos (Chile, ¿un país no
corrupto?; parece un mal chiste, ¿verdad?).
En consecuencia, estamos hablando de gente que ideó, diseñó e
implementó mecanismos a gran escala destinados a engañar y despojar
tanto al fisco (o sea a todos los chilenos) como a los accionistas
minoritarios; gente que formó sociedades, confeccionó escrituras, las
protocolizó, las inscribió en el Registro de Comercio y las publicó en
el Diario Oficial con ese único fin; gente que hizo inicio de
actividades, pagó abogados y contadores, que se consiguió a los palos
blancos, en fin, que planificó los fraudes y luego, creyendo actuar
sobre seguro, los ejecutó sin ningún asco; gente que sabía perfectamente
lo que estaba haciendo. No nos estamos refiriendo aquí a blancas
palomas que cometieron errores por ignorancia o descuido. Los tipos,
valiéndose del engaño, se llevaron dinero que no les pertenecía para la
casa. ¿Qué nombre recibe ese tipo de actos? ¿Qué nombre recibe ese tipo
de personas?
El principio de probidad
El flagelo de la corrupción no estuvo dentro de las principales
preocupaciones de quienes redactaron nuestra Constitución ni de quienes
procedieron a modificarla. De hecho, en nuestra Carta Fundamental las
palabras “probidad” y “transparencia” se mencionan una sola vez cada
una, y el vocablo “corrupción” no se menciona. Sin embargo, el artículo
8° dispone que “El ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones”.
¿Y en qué consiste el “principio de probidad”? Nos lo aclara
meridianamente el artículo 52 inc. 2º de la Ley Orgánica Constitucional
de Bases Generales de la Administración del Estado. También, el Manual
de transparencia y probidad de la administración del Estado, publicado
en enero del 2008 por… Michelle Bachelet.
Según ambos registros, el principio de probidad consiste en “observar
una conducta funcionaria intachable y un desempeño honesto y leal de la
función o cargo, con preeminencia del interés general sobre el
particular”. Dicho de otra manera, no aprovechar el poder de
que se dispone en beneficio propio o, lo que es lo mismo, no incurrir en
actos de corrupción.
Ahora bien, como usted sabe, la existencia de una obligación da
origen a un derecho. ¿De quién? Pues, de los mandantes de los
funcionarios públicos, esto es, de los ciudadanos chilenos. ¿Y en qué
consiste? Pues, es nada menos que el derecho de disponer de funcionarios
públicos intachables, honestos, que jamás hayan incurrido en actos
corruptos. El punto aquí es cómo impetramos ese derecho ya que,
lamentablemente, ni la Constitución ni la normativa vigente nos lo
señalan. Qué extraño, ¿verdad?
La obligación de denunciar
El artículo 175 del Código Procesal Penal establece, en su inciso 2°,
que los fiscales y los demás empleados públicos están obligados a
denunciar los delitos de que tomen conocimiento en el ejercicio de sus
funciones. El artículo 176, por su parte, señala que dichas personas
deben efectuar la denuncia dentro de las 24 horas siguientes al momento
en que lo hagan.
Pues ocurre que tanto los parlamentarios como la Presidenta y sus
ministros, son empleados públicos (ocupan cargos públicos y sus
remuneraciones se pagan con cargo al presupuesto de la nación). También,
no cabe duda, lo era el director del SII. Todos ellos, en consecuencia,
están (o estaban) sujetos a la obligación mencionada, y deberían, no
faltaba más, cumplirla religiosamente, so pena de faltar al principio de
probidad (dejarían de tener una conducta intachable). No obstante, si
no lo hicieren, no tenemos manera de obligarlos.
Los sospechosos
La lista de sospechosos por haber incurrido en el comportamiento
delictual señalado más arriba, como bien sabemos, es bastante extensa, y
seguramente crecerá en el corto plazo. Ella incluye a varios
parlamentarios, operadores políticos y a numerosos personeros que están
enquistados en el Gobierno. Uno de ellos, Alberto Undurraga, depende
directamente de Michelle Bachelet. Y estaba, por cierto, Michel Jorratt,
quien era nada menos que el encargado de encabezar las investigaciones
de la vertiente tributaria de los fraudes detectados (le correspondía,
por lo tanto, investigarse a sí mismo). A ambos, nuestra Presidenta los
confirmó en sus cargos a sabiendas de que podrían estar involucrados en
defraudaciones al fisco y a los accionistas minoritarios de SQM (aunque,
como sabemos, Jorratt acaba de ser removido). ¿Por qué hizo eso nuestra
Presidenta habiendo tenido la oportunidad precisa para sacarse el cacho
de encima? Misterio absoluto.
Chile, un país corrupto
Aunque nuestra Presidenta se desgañite intentando señalar lo
contrario, los porfiados e insobornables hechos demuestran de manera
indudable que vivimos en un país corrupto. Los países no corruptos
poseen efectivos mecanismos orientados a impedir la ocurrencia de hechos
corruptos o a detectarlos si ellos se producen. Chile no tiene ninguno.
Todos estos abyectos hechos que hemos conocido, pese a que vienen
ocurriendo desde hace mucho tiempo, se detectaron por casualidad.
Gracias a accidentes. Fue el torpe manejo de los involucrados respecto
de relaciones con sus antiguos subordinados, lo que permitió que
salieran a la luz. Si no hubiesen existido un herido Hugo Bravo o un
indignado Sergio Bustos, nada de esto se habría sabido, y todo seguiría
como antes, con el espeso manto de la ignorancia tapando el pozo sin
fondo de la corrupción.
Incluso más, podríamos decir que en Chile existen mecanismos
orientados a evitar la detección de la corrupción. Porque, ¿de qué otra
forma pueden calificarse las indefendibles facultades del SII en materia
de delitos tributarios? Que la calificación de los hechos punibles en
materia tributaria sea efectuada por un funcionario político, con
dependencia política, es una clara muestra de que la intención del
legislador fue proteger a cierto tipo de infractores.
Los países no corruptos transparentan al máximo los casos de
corrupción detectados. En Chile se actúa en sentido exactamente inverso,
procurando no investigarlos y haciendo todo lo posible por ocultarlos.
Así ocurrió, por ejemplo, con el obsequio de nuestros recursos pesqueros
a siete familias. Pese a lo inexplicable de la decisión (nada justifica
que tan enorme riqueza, que pertenece a todos los chilenos, se haya
regalado) y pese a que se detectó un caso de posible soborno que está
siendo investigado (¿por qué tendríamos que asumir que es el único?),
hasta la fecha la investigación no se ha ampliado. Si existiesen
sobornos, la forma de operar sería, con casi plena certeza, la misma que
hemos conocido en los casos Penta y Soquimich. Bastaría, entonces, con
revisar las contabilidades de las empresas para detectar eventuales
facturas o boletas ideológicamente falsas. Nada se ha hecho, sin
embargo. Y qué decir de la investigación de los casos Penta y Soquimich
donde, con la excusa de los fundamentos técnicos, el SII ha dilatado de
manera escandalosa las denuncias y querellas que debió haber efectuado
hace varios meses (dicho organismo debió, según lo establecido en el
artículo 175 del CPP, haber denunciado los eventuales delitos contra los
accionistas minoritarios que había detectado). Ni hablar de la
investigación que necesariamente debe efectuarse en los restantes grupos
económicos (Luksic, Copec, Matte, Falabella, Paulmann, Enersis y un
largo etcétera). Es altamente probable que nunca lleguemos a verla.
Lo países no corruptos sancionan con dureza los casos de corrupción.
Si hay funcionarios públicos involucrados, estos pierden el cargo de
manera inmediata. Revise usted las irrisorias sanciones que ameritan las
conductas corruptas en nuestra legislación, para que compruebe que aquí
existe impunidad casi absoluta. Agregue a esto la actitud de Jorratt
(no denunciar los delitos detectados y limitarse a la sanción
administrativa), la del presidente de la UDI (que trata de justificar a
Jovino Novoa por todos los medios) y la de la directiva del PPD (que le
ofreció una diputación a un sospechoso de corrupción como es el ex
ministro Peñailillo) y tendrá la película clara: en Chile NO se
sancionan, ni legal ni moralmente, los casos de corrupción.
Chile es, en consecuencia, un país corrupto. No cabe ninguna duda. Y,
por cierto, es urgente explicarle a Michelle Bachelet que la reacción
de los chilenos ante los abusos y privilegios que hemos conocido no
prueba absolutamente nada. Su falaz argumento es equivalente a plantear
que en un colegio no se comete bullying porque el niño
victimado se atreve a denunciar el abuso. Así de absurdo y equivocado
es. Además, es necesario que alguien le diga que no somos los chilenos
de a pie los responsables de la corrupción, sino quienes tienen el
poder. No debe mirar hacia esos millones de ciudadanos honestos que
trabajan duro por amor a sus familias –que son las víctimas en esta
historia–, sino hacia esos pocos miles que concentran el poder político y
económico y que, gracias a ello, abusan hasta que se agotan de los
primeros.
¿Qué deberíamos esperar de nuestra Presidenta?
Michelle Bachelet nos ha informado que el combate contra la
corrupción será uno de los tantos sellos de su Gobierno. Nos ha hablado
latamente de su profundo compromiso con la transparencia y la probidad.
Encargó incluso un informe especializado para definir el camino a tomar
(al que cabría calificar solo como “reguleque” y bastante “aguachento”),
a partir del cual puso en práctica varias iniciativas administrativas y
legislativas.
Los gélidos hechos, sin embargo, no concuerdan con su discurso. ¿De
qué probidad nos está hablando Michelle Bachelet cuando, paralelamente,
mantiene en su equipo a numerosos funcionarios que emitieron facturas o
boletas denunciadas como ideológicamente falsas o sospechosas de serlo?
¿De qué transparencia, cuando el director del SII estaba hasta hace
pocas horas encargado de investigarse a sí mismo y podía definir, por sí
y ante sí, cuáles denuncias efectuaba y cuáles no? ¿De qué compromiso,
cuando sus iniciativas son superficiales (algo así como “en la medida de
lo posible”) y no apuntan a enfrentar las causas que generan la
corrupción? La consecuencia es un requisito básico para recuperar la
credibilidad, y nuestra Presidenta no la ha tenido. No debe quejarse,
entonces, si pese a sus esfuerzos, su popularidad no remonta. Menos en
estos tiempos en que las redes sociales han incrementado el poder
ciudadano, reduciendo con ello la posibilidad de abuso.
Repitámoslo: no solo es corrupto el que recibe directamente los
beneficios generados por el abuso de poder. También lo es el que,
pudiendo tomar acciones para combatir la corrupción, opta por no hacerlo
(ser o no corrupto es una opción, no lo olvidemos). Michelle Bachelet,
por lo expuesto, se halla en esta condición.
Sin embargo, me inclino por darle el beneficio de la duda, al menos
hasta su próxima cuenta. Si en ella ventila lo que está ocurriendo, hace
un reconocimiento de su falta de diligencia para enfrentar el tema y
plantea las medidas correctivas indispensables (todos los funcionarios
ímprobos para su casa, como primera de ellas), habrá que reconocer que
el comportamiento que ha tenido hasta la fecha fue fruto de un lapsus,
pero que ella, como funcionaria proba, está de vuelta y dispuesta a
abordar el tema de la corrupción como corresponde.
Si, por el contrario, se mantiene en sus trece y no da su brazo a
torcer, persistiendo en su inconsecuencia, tendremos que aceptar la peor
y más dolorosa de las conclusiones: no podremos enfrentar la corrupción
en este Gobierno porque nuestra líder, la persona que debe conducir las
huestes hacia la batalla, lamentablemente no tiene ni la disposición ni
las condiciones para hacerlo.
Sería una pena, ¿no cree?
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