Las Constituciones políticas chilenas nunca han surgido de la ciudadanía, pues han sido producto de la imposición militar y al servicio de la oligarquía y, en su mayoría se originan del acuerdo de fracciones políticas triunfantes, en un proceso de búsqueda de acuerdos inter-plutocráticos.
La Constitución de 1833 se gestó luego de la victoria militar de pelucones y estanqueros en la batalla de Lincay, con el ejército financiado por Diego Portales y dirigido por el general Joaquín Prieto. La redacción de la Constitución fue encargada a una comisión de “notables”. Por lo demás, durante gran parte de los decenios se gobernó sobre la base del Estado de Sitio, (el Chile del siglo XIX está caracterizado por una serie de guerras civiles, bajo la bandera liberal, a fin de poner fin o al menos reformar Constitución de 1833).
En 1924-1925 los militares incluyeron el llamado a una Asamblea Constituyente que terminara con el parlamentarismo y la República de Asambleas plutocráticas, sin embargo, el Presidente de la época, Arturo Alessandri Palma, logró imponer un proyecto de Constitución íntegramente redactada por él y su ministro, José Maza. El inspector del ejército, Mariano Navarrete, terminó por imponer el proyecto de Alessandri, amenazando a los miembros de la Comisión, encargada de redactar la Constitución.
El estallido social del 18 de octubre de 2019, según el actual Presidente, Gabriel Boric, “no fue una revolución anticapitalista”- y yo agrego – estuvo muy lejos de terminar con el neoliberalismo pues, en el fondo se caracterizó por un episodio dentro de la larga crisis de representación, credibilidad y legitimidad institucional.
Los Acuerdos a los cuales llegaron los dirigentes políticos luego de una de las manifestaciones más masivas, (más de un millón de personas en Santiago), tanto en la capital como en las principales ciudades del país, y ante el peligro de una prolongación infinita de protestas en las calles, estuvieron muy lejos de ser canalizados en una Asamblea Constituyente.
El plebiscito de entrada que dio origen a la Convención Constituyente, con el 80% de los votos en favor de una Constituyente elegida por votación popular en su integridad y con paridad de género, además de la representación de los pueblos originarios, estuvo lejos de haber dado los frutos esperados. Además, los convencionales se entramparon en un voluminoso proyecto constitucional difícil de asimilar por la mayor parte de la ciudadanía.
La aplicación del mismo sistema electoral, que se emplea en las elecciones del Parlamento, dio como resultado la elección de convencionales independientes (muchos de ellos carentes de saberes jurídicos, de capacidad política y de diálogo),que terminaron por enajenar el apoyo que tenía antes el APRUEBO.
Después de dos años de encierro forzoso a causa de la pandemia, ocasionada por el Sars-Cov-2, vino una catarata de elecciones sucesivas que fueron marcando un cambio paulatino en la voluntad que, al final, se tradujo en una elección parlamentaria caracterizada por un extremo fraccionamiento en la Cámara de diputados y en el senado, en que se presentaron 28 partidos políticos, incluyendo al Partido de la Gente, liderado por el ex candidato presidencial Franco Parisi desde Estados Unidos, y que funciona según las encuestas de opinión ciudadana.
Una Cámara tan balcanizada como la resultante de esa elección no puede legislar normalmente, y sólo debe limitarse a un juego entre mayorías precarias que se reparten, a su amaño y conveniencia particular, las distintas comisiones. En el Senado ocurre otro tanto.
El proyecto constitucional presentado por convencionales desprestigiados y otros enfermos de ultra-izquierdismo, sumado a la labor de la ultraderecha, y el oportunismo de Amarillos por Chile y la derecha dura de la Democracia Cristiana, terminaron por provocar un inesperado maremoto de votos a favor del RECHAZO a ese proyecto de nueva constitución.
La autocrítica y el mirar la realidad aquí y ahora es una cualidad de la cual carecen los políticos: el rechazo ciudadano se entremezcla con una visión negativa también respecto al gobierno, y ambas causas llevaron a un “Rechazo” contundente.
El acusar a los ciudadanos de “fachos pobres” y de “analfabetos políticos”, es sólo buscar un chivo expiatorio. Lo cierto es que el 4 de septiembre votó la totalidad de los ciudadanos chilenos, (13 millones de sufragios). Las comunas más pobres favorecieron el Rechazo que, además, obtuvo la mayoría en todas las regiones del país, y sólo ganó el “Apruebo” en muy pocas comunas.
La ultraderecha, capitaneada por el Partido Republicano, reapareció en el escenario político, intentando mantener la Constitución de Pinochet, de 1980. La alianza Chile Vamos, Amarillos por Chile y los Democratacristianos de derecha se vieron obligados a cumplir su promesa de terminar con la Constitución de 1980 y de proponer una nueva.
En estos dos últimos meses los partidos políticos, convocados por los presidentes de ambas Cámaras, aún no han podido ponerse de acuerdo en la composición de la comisión, encargada de la redacción de la nueva Constitución: las propuestas van desde que el Congreso redacte el texto, hasta determinar un cabildo electo en su totalidad. Chile Vamos se pronuncia por un cabildo mixto, (comisión de expertos elegidos por el Congreso y la otra mitad, electo por los ciudadanos). Los Amarillos por Chile proponen que el Congreso redacte la Constitución, para ser refrendada en un plebiscito ciudadano. Los oficialistas, (Apruebo Dignidad y Socialismo Democrático), son partidarios de un cabildo electo en su totalidad, asesorado por una comisión de expertos.
Entre tanta discusión, por desgracia el texto que sea propuesto y aprobado por algunas de las propuestas partidarias, poco tendrá de democracia.
El fanatismo ultraizquierdista ha terminado con ceder una gran oportunidad a la derecha, (Lenin definía “el ultra-izquierdismo como una enfermedad infantil del comunismo”); pienso que más que una enfermedad, el ultrismo hoy es un aliado de la derecha fascista.
Por Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
03/12/2022
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