-Ya no aguanto más cabo, por favor lléveme al hospital- le dijo desesperada a la gendarme de turno.
Jennyfer Quintana se sentía enferma desde hacía una semana y los síntomas no le daban tregua. Le dolía la cabeza, no aguantaba las náuseas y vomitaba todo lo que comía. Presa en la cárcel Llancahue de Valdivia por hurto y receptación desde septiembre del año pasado, su condena de cinco meses de reclusión estaba a punto de expirar. Ese día, el 21 de diciembre del año pasado, le quedaban apenas dos semanas para salir en libertad.
Jenny tenía cinco meses de embarazo. El 14 de diciembre tenía agendada su quinta ecografía, pero no pudo asistir porque no habían gendarmes disponibles para llevarla ese día al Hospital Base de Valdivia. La cárcel de Llancahue, a pesar de tener un módulo de mujeres, no está equipado para atender internas embarazadas. “No aguantaba más el dolor”, recuerda.
La joven insistió hasta que una gendarme la trasladó hasta el Hospital Penal (ASA) para que la examinaran. La Dra. Brendesti, médico-cirujano a cargo, habría desestimado sus dolores: su presión estaba normal y solo tenía la glicemia un poco alta. “Me dijo que estaba estresada y me dio paracetamol”, cuenta. Jenny, que ya había tenido un hijo a los 16, tenía un mal presentimiento y exigió que la llevaran al hospital de Valdivia. “Volvió a negarse. Dijo que me iba a aburrir mucho engrillada en una cama”, relata. Frustrada y con dolor, volvió a su celda.
El 29 de diciembre, a primera hora de la mañana, tenía su control mensual con la matrona en el ASA. La visita rutinaria, sin embargo, se convirtió en el inicio de su pesadilla.
-No escucho los latidos de tu bebé- le dijo la matrona mientras la examinaba, asegura Jenny.
-Yo sabía que algo estaba mal- le contestó a la matrona llorando.
La funcionaria, afirma Jenny, intentó poner paños fríos: “tranquila, debe ser porque no has tomado desayuno. Hoy en el almuerzo la Dra. Brendesti te atenderá y todo estará bien”. Las horas se le hicieron eternas. La doctora volvió a atenderla y esta vez sí escuchó los latidos. Jennyfer también. Más tarde volvió a exigir su ecografía, pero los dolores continuaban.
El 4 de enero pasado, dos semanas después de comenzar sus molestias, la trasladaron al hospital para examinarla. El matrón encargado de hacerle la ecografía, le reveló sin ningún filtro lo que ella intuía. “Tu guagüita está muerta, no tiene latidos. Por lo que veo está así hace al menos cuatro días. ¿Te habías sentido mal?”, recuerda Jenny que le preguntó.
Jennyfer le respondió que la última vez que había escuchado sus latidos había sido hace seis días. El matrón, intentando dar una explicación coherente, le dijo que quizás solo escucharon el sonido de la placenta activa. Jenny se largó a llorar. La gendarme a su lado le acarició el hombro y le dio el pésame. Recordó todas las veces que en la cárcel la trataron de alharaca, débil e hincha pelotas, cuando decía que no se sentía bien.
“Yo había planeado esta guagüita. Se veía muy bonita en la ecografía. La iba a llamar Esperanza Mía, porque para mí era el milagro que me haría dejar todo lo malo atrás. Pero en vez de eso, la Esperancita se convirtió en mi gran pena”.
UNA HISTORIA VIOLENTA
Jennyfer Quintana nació en la población Guacamayo de Valdivia aunque siempre, asegura, quiso salir de ahí: “Desde chica vi violencia, allanamientos, mucha pasta base. Pero tenía hartas amigas”, cuenta. En su adolescencia estudió en el Liceo Instituto Tecnológico Sur y después del colegio trabajaba de empaque en un supermercado. Fue en ese período que conoció a Claudio, a través de una amiga, y terminó enamorada de él. Así lo creía en un comienzo. A los cinco meses quedó embarazada. “Tomé pastillas pero fallaron. Mi vida se transformó en una pesadilla, Claudio se puso violento y mi mamá cuando se enteró me echó de la casa”, recuerda.
Jennyfer se fue a vivir de allegada con la familia de Claudio. A pesar que cursaba segundo medio, su pololo no le permitió seguir estudiando “porque ahora su trabajo era criar una guagua”. Él, con el tiempo, renunció a su trabajo y se metió en la pasta base. La violencia, desde entonces, no paró nunca más. “Embarazada me pegó muchas veces. Tengo cicatrices, pero no me dejaba ir al hospital. Solo su mamá me defendía, pero también se ponía violento con ella”, cuenta.
Jennyfer tuvo a su hijo y un año después buscó trabajo. Necesitaban pañales, ropa y comida. Consiguió un puesto como ejecutiva de ventas para una compañía de TV Cable, entre las dos y las seis de la tarde, el mismo horario que tenía a su hijo en el jardín. A veces salía con sus compañeros de trabajo, situación que enfurecía a Claudio: “Me trataba de maraca. Yo varias veces me defendí. Una vez me pegó una patada y me botó por las escaleras. Yo ya no era su polola, era una mugre, una basura”.
El maltrato y la droga, finalmente la alejaron del padre de su hijo, aunque no para tener una vida mejor. Empezó a salir con Rodolfo (28), un primo en segundo grado de Claudio. A principios del 2015 se fueron a vivir a una pieza. Rodolfo introdujo a Jenny en el consumo de pasta base con marihuana y empezaron a robar multitiendas juntos para sobrevivir. Rodolfo, al igual que Claudio, empezó a ponerse violento. Las golpizas diarias hundieron a Jennyfer en una feroz depresión. “Me arrastraba del pelo si no hacía lo que él quería. Yo me perdí y descuidé a mi hijo”, cuenta.
Claudio aprovechó la situación para quedarse con la tuición del niño, argumentando en el tribunal que Jennyfer era era drogadicta y alcohólica. En junio del 2015 ganó la tuición provisoria y la medida restringió por completo las visitas de Jennyfer. “Yo no quería vivir, mi hijo era todo para mí, además se quedó con todas mis cosas, me dejó en la calle”, relata la joven. Manuel, su padre, le pedía desde Temuco que se fuera a vivir con él, pero ella no quería estar lejos de su hijo. Todos los días, iba a mirarlo a la salida del colegio para poder verlo.
Jennyfer dice que ese año fue el peor de su vida y que en esos 12 meses perdió todo lo que alguna vez le importó. Intentó suicidarse varias veces, recuperar a su hijo y alejarse definitivamente de Rodolfo. No tuvo las fuerzas suficientes. Casi un año después, por una orden de detención pendiente, fue detenida en su casa el 5 de septiembre del 2016. Le dieron cinco meses de prisión sin beneficios. Jenny sabía que estaba embarazada, pero no le dijo a nadie por miedo a que la obligaran a abortar. Tenía un mes y se iría con el secreto a la cárcel.
LA PESADILLA
Después que le confirmaran la muerte de su hija, Jennyfer estuvo dos días hospitalizada en el Hospital Base de Valdivia. Su padre que estuvo ahí, asegura que siempre la tuvieron custodiada por Gendarmes y engrillada a la cama, a pesar de estar pasando por un duelo y tener su salud deteriorada. Lloraba día y noche. Las matronas, le avisaron que iba a tener a su hija fallecida por parto normal, porque era joven y no le traería complicaciones a futuro. Las cicatrices, sin embargo, no serían físicas.
A pesar de lo traumatizante que puede ser para una mujer el procedimiento, Gonzalo Leiva, matrón y Director del Observatorio de Violencia Obstétrica, asegura que el parto vaginal es estándar en estas situaciones. “No deja secuelas físicas, pero debe ser explicado con mucho cuidado a la paciente y brindarle apoyo psicológico”, afirma.
Pero el padre de Jennyfer no opina lo mismo. “Mi hija estaba destruida, se tocaba la guata a cada rato, yo le rogué humildemente que se la sacaran como fuera, pero decían que parto normal era lo mejor. No sé para quién, si a ella le arruinaron la vida”, dice.
El 8 de enero Jennyfer entró en trabajo de parto. Le sacaron los grilletes, pero una gendarme se quedó a su lado durante el alumbramiento. “Las matronas me gritaban y yo me esforzaba todo lo que podía”, recuerda. En uno de sus últimos esfuerzos, nació su hija fallecida. “Yo no quería verla, pero la doctora y la cabo me insistieron y me la pusieron en la guatita para que me despidiera”, relata la joven. Esperanza Mía medía solo 30 cm y alcanzó a pesar 535 gramos.
Luego de un chequeo médico para descartar infecciones, Jennyfer fue trasladada nuevamente a la cárcel y Esperanza Mía enviada al Servicio Médico Legal (SML) para la autopsia. El 9 de enero, el mismo día que Jenny salía en libertad, le dieron autorización para retirar el cuerpo de su hija y asistir al velorio. La joven de 24 años fue acompañada de seis gendarmes, una psicóloga y una asistente social.
En el SML tuvo la oportunidad de vestir a su hija, asegura, con sus manos esposadas. Cuenta que le puso un vestido blanco, pantys, un chaleco y gorrito del mismo color. La besó hasta que la funeraria pagada por Gendarmería fue a buscar el cuerpo.
El velorio fue en una pequeña iglesia en la población Guacamayo. Del retén bajaron a Jenny esposada y su padre fue a recibirla. Apenas la vio, se sacó “la chomba” que llevaba puesta y se la puso sobre las manos, para que su hijo de siete años no la viera esposada. Uno de los gendarmes sugirió grilletes en sus pies, pero el padre y la psicóloga se negaron rotundamente. “Mi hija con suerte se mantenía en pie, salía libre ese día, con qué fuerzas iba arrancarse”, dice Manuel.
Testigos aseguran que Jennyfer entró a la iglesia rodeada de seis gendarmes y tomada por ambos brazos. También afirman que dos funcionarios andaban armados y que durante los 20 minutos que la joven estuvo en el velorio, no quitaron las manos de sus revólveres, ni siquiera mientras Jenny lloraba arrodillada al lado del ataúd. Ese mismo día, a las 12 de la noche, salió en libertad.
Anita Román, presidenta del Colegio de Matronas, asegura que el caso de Jennyfer no es aislado y que han recibido hartas denuncias del maltrato que sufren las mujeres en todas sus etapas de embarazo: “Hemos dicho hasta el cansancio que Gendarmería necesita revisar sus protocolos y entender los derechos humanos. Hasta cuándo vamos a permitir que las mujeres sean violentadas una y otra vez. El Estado de Chile debe protegerlas”.
MEMORIAS DE ABUSO
En su primer día fuera de la cárcel, Jennyfer fue al funeral de su hija. La acompañó su familia y amigos de la población. También asistió el Capellán de Gendarmería. “Yo he pasado de todo, pero ese fue el día más duro de mi vida”, dice.
Lo único que la alegró, es que su hijo de 7 años estuvo a su lado apoyándola. No lo veía hacía casi un año, pero entendía perfectamente lo que estaba pasando: había perdido a su hermana. Desde ese día, ambos están juntos en la casa de la madre de Jennyfer. “No sé cuánto tiempo más lo tendré a mi lado, porque Claudio puede quitármelo cuando quiera. Pero juro que recuperaré su custodia cuando me vuelva a levantar de esta pena tan grande”, promete la joven.
Para Gonzalo Leiva, Director del Observatorio de Violencia Obstétrica, la vulneración de los derechos de las mujeres presas durante la gestación, el parto y post parto es algo bastante común en las cárceles chilenas:
-Jennyfer es una de tantas mujeres que ha sufrido violencia obstétrica en todas las etapas. Cuando estaba embarazada fue maltratada, durante el parto tuvo que dar a luz a su hija muerta frente a una gendarme y en el postparto tuvo que asistir esposada y rodeada de seis funcionarios de Gendarmería armados al velorio de su hija- afirma Levia.
Leiva asegura que en Chile no existen cifras de cuantas mujeres han sufrido violencia obstétrica y, menos aún, registros de aquellas que lo han padecido privadas de libertad. “Gendarmería si es que tuviera las cifras, no las transparenta. Y es grave, porque en estos casos la violencia obstétrica son los gendarmes quienes se apropian del cuerpo de la mujer y sus derechos sexuales y reproductivos”.
La ONG Leasur, está trabajando con el Observatorio y otras organizaciones, para enviar un proyecto de ley que proteja a las mujeres embarazadas y a sus hijos, privados de libertad. El proyecto se llama Sayén, en honor a la hija de Lorenza Cayuhán, mujer mapuche obligada a parir engrillada. Para Sergio Faúndez, subdirector de Leasur, es necesario que Gendarmería transparente sus cifras para que pueda existir una legislación con perspectiva de género en materia penitenciaria, ya que el 88,5% del total de mujeres privadas de libertad son madres.
-Gendarmería no cuenta con instalaciones a nivel nacional que cumplan con los estándares mínimos de salubridad, cuidado y atención médica para embarazadas. La cárcel es una institución hecha por hombres, pensada para hombres, donde las mujeres no tienen cabida- afirma Faúndez.
Según Gloria Moneny, presidenta de la ONG valdiviana Marco y Libertad, la discriminación va más allá: “En las cárceles hay una violencia de género terrible que debería darnos vergüenza, pero los grupos feministas no hacen nada por los derechos de las mujeres privadas de libertad”.
SOBREVIVIENDO A UNA CÁRCEL
Jennyfer vivió sus primeros tres meses de embarazo en el módulo 81º de mujeres en la cárcel de Llancahue. Al igual que el resto de las internas embarazadas, estaba obligada a bañarse con agua fría, sin calefacción y accediendo a una pésima alimentación. “Sólo me daban arroz, fideos y salsas preparadas con carne. No había frutas ni leche. Yo lo vomitaba todo, la comida olía muy mal”, relata. En esos meses se resfrió, sufrió gastritis y tuvo dos veces infecciones urinarias. Durante el día, no había mucho que hacer, solo deambular.
Constanza de la Fuente, Jefa Regional del Bíobío del Instituto de Derechos Humanos, ha visitado la cárcel y asegura, que al igual que en la mayoría de las cárceles concesionadas en Chile, las mujeres son discriminadas y segregadas.
-Hay un colegio para sacar el 4º medio y las mujeres no pueden ir. Gendarmería dice que es solo para hombres porque es peligroso para ellas. He pedido que hagan clases en otro horario para mujeres, pero se excusan en que son pocas las interesadas. Aunque fuera una sola, las mujeres tienen el mismo derecho a la educación que los hombres- afirma Constanza de la Fuente.
Las actividades son otro problema. En los módulos de hombres de la cárcel Llancahue, hay talleres en madera y cuero. Incluso tienen un módulo de trabajo, donde los internos aprenden oficios. En el caso de las mujeres existe un solo taller de costura y sólo pueden acceder aquellas con buena conducta. “No hay oferta, no por ser mujer vas a querer coser. Las mujeres solo deambulan por el patio y el casino, sin hacer nada. Ahí es cuando se arman peleas por el estrés del encierro”, explica De la Fuente.
El Instituto Nacional de Derechos Humanos entrevistó a Jennyfer el lunes 16 de enero, confirmando la denuncia de violencia obstétrica que la misma mujer canalizó a través de la ONG Marco y Libertad. El organismo se encuentra en proceso de revisar y recopilar antecedentes para poder definir los pasos a seguir durante la investigación. “Aún no sabemos con qué nos vamos a encontrar cuando estén los resultados de la autopsia de su bebé”, afirma Constanza de la Fuente, la jefa de la entidad en la octava región.
The Clinic solicitó información a Gendarmería, a propósito de la publicación de este reportaje, pero no recibimos respuesta. En febrero, Jennyfer sabrá de qué murió Esperanza Mía y se hará asesorar por un abogado. “Nadie me la va a devolver a mis brazos, pero lo mínimo que puedo hacer ahora es luchar. Su vida, para mí, sí fue importante”.