La madrugada del 10 de marzo de 2010, Miriam Riveros (56) escuchó gritos desesperados a pasos de su casa, en la población Armando Alarcón del Canto, Hualpén. Bajó el volumen del televisor que tenía encendido en el living, se dirigió a la ventana que da hacia la calle y divisó a un grupo de uniformados agrediendo física y verbalmente a dos civiles, quienes bocabajo y con las manos atadas en su espalda imploraban para que dejaran de golpearlos. Uno de ellos, David Riquelme Ruiz (44), no sobrevivió a las patadas en las costillas, puñetazos en la espalda y culatazos en todo el cuerpo que le propinó la patrulla de marinos y se convirtió en el primer civil asesinado por miembros de las fuerzas armadas durante un toque de queda en democracia.
Hasta entonces, las noches posteriores al terremoto del 27 de febrero del 2010 en la región del Bío Bío habían sido tranquilas. El tiempo avanzaba lento entre el miedo a las réplicas y el compás de la marcha de las patrullas militares que, por mandato de la Presidenta Michelle Bachelet, resguardaban las calles desde las 18 horas amparados en el estado de excepción constitucional de catástrofe.
Tras el caos inicial provocado por los saqueos a supermercados, las unidades castrenses y de orden impusieron un toque de queda que funcionó casi sin problemas. Sin embargo, a 10 kilómetros del centro de Concepción, un crimen quebraría el orden forzado. Esa noche David y su amigo, Iván Rojas, fueron detenidos por una patrulla de marinos y golpeados por más de dos horas. Su delito fue haber circulado a horas no permitidas buscando comprar cigarrillos.
Sin prender la luz, Miriam, testigo clave de lo que ocurrió esa noche, subió al segundo piso y le avisó a su nieto Sebastián Maldonado lo que estaba pasando a metros de la puerta de entrada. Sebastián se sacó los audífonos, se levantó de la silla frente al computador y junto a su abuela abrió levemente la cortina para tener mejor visibilidad. Desde allí, ambos presenciaron con asombro lo que sucedía: una persona tendida en el suelo, con el pie de un militar en su espalda y con el fusil sobre su cabeza. Dos metros a la derecha, otro civil acostado bajo el bototo y el arma de un uniformado, mientras era revisado por un tercer infante.
Los dos retenidos recibían golpes y una orden que Miriam y su nieto alcanzaron a distinguir en medio de los gritos: “si no hacen lo que les decimos, los vamos a matar”. Minutos después del violento ataque, detrás de una camioneta roja que pertenecía a un vecino de la población, apareció un cuarto militar. Con una luz en su casco y con un palo en su cinto, ordenó que juntaran a los civiles para poder golpearlos con el elemento que cargaba.
El episodio duró cerca de media hora, hasta que uno de los marinos hizo una seña con la mano y se acercó una camioneta marca Nissan modelo Terrano de color blanco, patente BF LL-18, con doble cabina, sin baliza, pickup descubierto y con un logo negro pegado en una puerta: CA-324, sigla administrativa de la Armada de Chile Infantería de Marina.
Mientras el vehículo se acomodaba, los cuatro militares siguieron maltratando a los detenidos con puntapiés provenientes de sus botas de marcha y con la parte trasera de dos fusiles HK-33E, calibre 5.56 y una escopeta marca Rémington, modelo 870, calibre 12. Un quinto uniformado se bajó del vehículo y, tras conversar con el que llevaba una luz en su casco, subieron al primer civil a la parte de atrás de la Nissan.
David era de contextura delgada y muy alto, por lo que sus piernas no cabían estiradas. Para doblarlas, uno de los marinos lo golpeó con un bastón retráctil que latigó y quedó con un largo cercano a los 50 centímetros. Rompió en llanto. Pidió que pararan, que solo había salido a comprar cigarros. Mientras tanto, a Iván le continuaron pegando sobre el asfalto, hasta que lo subieron y dejaron junto a su amigo en la misma posición: ojos pegados al piso, manos amarradas.
El conductor de la camioneta, tras abrir la puerta trasera, se ubicó frente al volante y le ordenó a tres de los infantes que se sentaran al borde del pickup. El marino restante, antes de subirse en el asiento del copiloto, les propinó más golpes desde abajo del vehículo y dijo: “Los vamos a matar”.
Entonces, Miriam prendió las luces de su casa, abrió la ventana y horrorizada por lo presenciado, le pidió a gritos a uno de los militares que se detuvieran, que no era necesaria la violencia ejercida en contra de los civiles. El chofer le contestó que no se preocupara, que lo estaban haciendo por su bien, ya que los habían pillado saltando la reja de una casa y correspondía el procedimiento debido a los constantes saqueos que marcaron las jornadas posteriores al terremoto. “Gracias, pero no lo haga de esa manera”, replicó nerviosa.
Una vez finalizado el diálogo, Miriam perdió de vista a la camioneta y a sus siete integrantes. Vio cómo se alejaba por la angosta calle Londres bajo la luz de los focos, sin imaginar que, a esas alturas, ya se gestaba la muerte de un civil durante toque de queda tras el fin de la dictadura.
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– Aló, ¿Iván Rojas?
– Sí. ¿Quién habla?
– ¿Cuánto quiere a cambio de declarar lo que yo le indique? ¿Cuánto o qué quiere?
– ¡Váyase a la punta del cerro!
El llamado anónimo que recibió Rojas en enero del 2011 fue uno de los tantos episodios que marcó la investigación en torno a la muerte de David Riquelme Ruiz, acaecida en la madrugada del 10 de marzo del 2010 a manos de cinco marinos, quienes lo detuvieron, junto a Rojas, por encontrarse en la calle Londres de la población Armando Alarcón del Canto (Hualpén) cerca de las dos de la mañana, en pleno toque de queda.
La patrulla involucrada estaba compuesta por su comandante, el sargento Jorge Elogorriaga, quien fue el uniformado que se sumó a la golpiza de Rojas tras aparecer con una luz en su casco y con un palo en su poder; el sargento Cristián Martínez, chofer de la Nissan Terrano, quien abrió la puerta de la parte de atrás de la camioneta y justificó el procedimiento cuando escuchó los gritos de Miriam; el cabo José Caamaño, quien redujo y mantuvo su fusil sobre la cabeza de Riquelme y luego se subió en la parte trasera de la camioneta; y los soldados Omer Valdebenito y Esteban Muñoz, autores de la detención y violenta revisión de Rojas y quienes también se ubicaron en el pickup del vehículo.
Tras conocer la denuncia ingresada en la mañana del 10 de marzo por la Cuarta Compañía de Carabineros de Hualpén, por muerte y hallazgo de cadáver en la vía pública, la Armada tomó dos decisiones: iniciar un sumario administrativo a cargo del Auditor Naval, Juan Pablo Soteras Campos, y dar pie a una causa criminal investigada por la Fiscalía Naval de Talcahuano, ambos procedimientos tenía como objetivo de determinar la culpabilidad de los infantes involucrados.
El caso lo tomó el Fiscal Capitán de Fragata, Alejadro Enríquez, quien a cinco días de la muerte de Riquelme, el 15 de marzo del 2010, ya había sometido a proceso a los cinco imputados por violencia innecesaria con resultado de muerte, previsto y sancionado en el artículo 330 N°1 del Código de Justicia Militar, y por violencia innecesaria con resultado de lesiones graves, bajo el artículo N°4 del mismo cuerpo castrense.
El persecutor pidió una condena de diez años y un día de presidio mayor para cada uno de ellos, debido a la muerte de David; y 61 días de presidio menor por las lesiones causadas a Iván. Es decir, más de una década de cárcel para los imputados.
Sin embargo, y a pesar de toda la evidencia recogida, la sentencia final llegó cuatro años más tarde y con una pena mucho menor a la solicitada: el 25 de noviembre del 2014 se puso fin a la investigación y los cinco marinos debieron enfrentar tres años y un día de pena remitida. Desde entonces, no han pasado ni un día tras las rejas.
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Horas antes de ser detenidos, esposados y golpeados frente a la casa de Miriam, Iván y David se juntaron durante la noche del 9 de marzo en la casa de este último, ubicada en calle Dinamarca con Suecia.
Permanecieron en su jardín hasta las dos de la mañana, cuando el “Callemo”, como se conocía a David, propuso salir para comprar cigarros. Iván aceptó pese a que el toque de queda se iniciaba a las 18 horas y salieron en dirección hacia la calle Londres.
A pocos pasos de andar, la patrulla compuesta por Elgorriaga, Martínez, Caamaño, Muñoz y Valdebenito los divisó y ordenó que se detuvieran inmediatamente, pues, según sus declaraciones, los encontraron saltando la reja de una casa con una actitud sospechosa. Días más tarde, el dueño de la propiedad que supuestamente iba a ser asaltada, Alejandro Valdebenito, declaró que desde el terremoto adquirió el hábito de dormir en el living de su casa junto a toda su familia, donde una ventana de gran tamaño da hacia la calle y nunca percibió algo extraño. Adicionalmente, dijo que contaba con dos perros “bastante agresivos que ladraban ante el mínimo movimiento” y que era extraño que no hubieran reaccionado frente a un ataque.
Sin embargo, según la versión de los marinos, tras observar el intento de allanamiento a la casa, cuatro de los cinco infantes se bajaron para perseguirlos, mientras el chofer, Martínez, siguió en el vehículo con el objetivo de detenerlos por el otro lado de la calle. Caamaño alcanzó rápido a David. Lo redujo e inmediatamente le amarró las manos con una tira plástica. Iván, por su parte, fue tomado por los soldados Muñoz y Valdebenito. También le ataron sus muñecas y lo arrastraron hasta quedar al lado de su amigo. Luego apareció Elgorriaga y sucedió todo lo que vieron, refugiados desde una ventana en el segundo piso, Miriam y Sebastián: golpes, culatazos, amenazas, llanto.
Después de desaparecer de la calle Londres, la camioneta avanzó en una dirección que ni Rojas ni Riquelme pudieron descifrar. Caamaño, Muñoz y Valdebenito continuaron golpeándolos en las costillas y espalda durante cerca de 30 minutos más, hasta que los neumáticos dejaron de rodar.
Con el motor del vehículo detenido, Rojas escuchó que alguien externo al vehículo dijo que “los calabozos están llenos”. Esa voz pertenecía al cabo Gustavo Villablanca Guerra, quien ejercía como vigilante de punto fijo en un Unimarc contiguo al Cuartel de la Policía de Investigaciones de Talcahuano.
Martínez condujo hasta la unidad policial para dejar a los detenidos en manos de la PDI, a pesar de que la carpeta entregada a cada Comandante de patrulla especificaba que el procedimiento de detención por violación al toque de queda era identificar a los capturados, dar aviso al Puesto de Mando y posteriormente entregarlos a Carabineros. La patrulla comandada por Elgorriaga omitió los dos últimos pasos.
Tras el breve intercambio de palabras, Martínez desestimó la afirmación de Villablanca y decidió dirigirse hasta el portón del cuartel para confirmarlo con algún agente de la PDI. Golpeó y tocó el timbre varias veces hasta que abrió el detective Michel Sandoval Cartes, quien se encontraba realizando guardia en el lugar.
Según consta en la sentencia, Elgorriaga se bajó y dijo “aquí le traigo a dos”, refiriéndose a Rojas y Riquelme. Posteriormente, uno de los infantes ubicados en el pickup intentó bajar a los civiles, pero antes de que lo hiciera y tras una breve conversación por celular, Elgorriaga interrumpió. “Hay que ir a botarlos”, dijo.
Antes de retirarse, los marinos procedieron a revisar a David e Iván. A este último le encontraron un encendedor de color celeste, motivo de burlas y más patadas debido a que, según ellos, las características del elemento encontrado pertenecían a la de un homosexual. Tras dejarlo tranquilo, la camioneta fue puesta en marcha nuevamente.
Minutos más tarde se detuvo por segunda vez en un sector indefinido, donde Iván pudo identificar el sonido del mar. En ese lugar, con el ruido de las olas reventando de fondo, oyó que los uniformados sostuvieron una discusión acerca de dónde debían arrojar a los civiles. Elgorriaga dijo que, debido a experiencias anteriores, era mejor dejarlos en algún lugar cercano al que fueron detenidos.
Los demás uniformados estuvieron de acuerdo y Martínez manejó hasta el área de Petrox, donde se ubica una refinadora de ENAP, para liberar a David e Iván, quienes pese a estar juntos permanecieron incomunicados en todo momento.
El primero en ser liberado fue Iván, cerca de las cinco de la mañana, en Avenida las Industrias y frente a una calle que, tras cruzarla, se encontraba una cancha de fútbol. Le soltaron las amarras, lo botaron al suelo y lo agredieron con golpes de puntapié y puños. Luego le dijeron que se parara, que caminara derecho y que cruzara la calle y la cancha. Si miraba para atrás, aseguraron, le dispararían.
Adolorido y cojeando, caminó como pudo hasta que le gritaron que se detuviera a esperar a su amigo. En ese instante sus piernas se doblaron y cayó al suelo. Aprovechó de mirar hacia atrás, pese a la advertencia de los agresores, y vio cómo David fue golpeado mientras estaba acostado en el piso, con las manos aún amarradas y suplicando para que se detuvieran.
Caminó un par de metros más y se derrumbó por segunda vez. Tornó su mirada nuevamente y presenció cómo Riquelme, agotado por casi tres horas de golpes en todo su cuerpo –lo que provocó una falla multi orgánica que afectó sus riñones, pulmones y páncreas–, cayó desplomado. Con los dos cuerpos sobre una cancha de fútbol vacía, solos e inmóviles, entablaron lo que sería su última conversación.
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A pesar de que las pruebas reunidas por Enríquez hacían presumir que el caso se resolvería con rapidez, la defensa de los imputados no solo logró tardar la investigación, sino que además consiguió que se rebajara la sentencia a la pena señalada y que ninguno de ellos fuera a prisión. Esto, luego de que el tribunal militar acogiera cada una de las diligencias solicitadas, sin discriminar la utilidad de ellas.
El primer paso para aplazar la sentencia fue pedir una exhumación del cadáver de David, con el fin de desacreditar la autopsia del tanatólogo clínico del Servicio Médico Legal (SML) Juan Zuchel Matamala, realizada el mismo día del deceso, y el Informe Pericial de Análisis emanado el 22 de marzo del 2010 desde el Departamento de Criminalística de Carabineros de Chile de Concepción.
Ambos documentos concluyeron que “la causa de muerte de David Riquelme es la suma de todos los golpes que presenta el cadáver, especialmente los ubicados en la parte antesuperior del tórax, siendo todos los demás coadyuvantes de la muerte, inclusive el golpe que presenta en el muslo izquierdo, por tener allí una gran cantidad de sangre acumulada”. La causa precisa del deceso, según ambos escritos, es un “Traumatismo Toráxico Complicado”.
Adicionalmente, Zuchel afirmó que al momento de realizar la autopsia no se pudo fijar una hora de muerte aproximada, debido a la falta de antecedentes. Por su parte, el Informe de Carabineros estimó que David debió haber fallecido entre las 4:30 y 5:00 de la mañana, y que las lesiones del occiso coincidían con golpes de pies, puños y culatazos.
Sin embargo, la defensa de los marinos sostuvo que Zuchel, al ser un reconocido simpatizante de la ideología socialista, mantiene una aversión y animosidad en contra de la Armada que influyó directamente en el resultado de su autopsia.
Alegaron, por lo tanto, que debía existir un meta peritaje: una segunda opinión realizada por otro médico tanatólogo. Para ello fue contactada la especialista en Medicina Legal y Anatomía Patológica, Carmen Cerda Aguilar, quien no tuvo acceso al cuerpo de David y debió basar su pericia en el informe realizado por la policía, el set fotográfico tomado por la PDI y el informe de la autopsia construido por Zuchel.
Tras revisarlos, concluyó que por la dimensión y distribución de las lesiones, estas “son compatibles con la aplicación de un agente contundente de gran tamaño y de alta energía, mayor a la que despliega un ser humano”. Finalmente, identificó como causa de las heridas a un vehículo motorizado que, según su análisis, habría atropellado a David a las cinco de la mañana, con toque de queda, en una cancha de fútbol.
Con el objetivo de zanjar la discusión acerca del verdadero motivo de la muerte de David, prestó declaraciones el Subprefecto de la PDI, Sergio Clarmunt Lavín, profesional con 21 años de experiencia en la especialidad de homicidios y recientemente ascendido como Jefe de la Brigada de Homicidios de Concepción.
Clarmunt aseguró que el 10 de marzo del 2010, cerca de las ocho de la mañana, recibió un llamado del Fiscal Enzo Osorio Salvo. El persecutor solicitó que personal especializado de la Brigada de Homicidios, junto al Laboratorio de Criminalística de la PDI de Concepción, se dirigieran a la cancha de fútbol donde yacía el cadáver de David.
El subprefecto llegó antes de las 8:30 al lugar y observó que el cuerpo evidenciaba una serie de lesiones en distintas partes del cuerpo ocasionadas por terceros. Las hematomas presentadas las atribuyó a golpes con elementos contundentes y, bajo ningún motivo, a algún vehículo motorizado. Su ropa no presentaba las rasgaduras propias de un atropello y la naturaleza de sus heridas tampoco coincidían con la tesis de Cerda. Sobre la cancha, además, no había rastros de neumáticos ni marcas de alguna frenada.
Se reunieron otras siete opiniones. Todos los consultados, tras revisar el peritaje fotográfico, coincidieron en que la conclusión de Cerda carecía de evidencia y pruebas suficientes. La Fiscalía tomó conocimiento de esto y finalmente descartó la teoría enarbolada por la defensa de los infantes, después de acogerla, investigarla y escuchar a casi una decena de versiones. Junto al atropello, también intentaron convencer al juez naval de que la muerte de David fue ocasionada por Iván, tras una riña entre ambos.
Las declaraciones de Elgorriaga, Martínez, Caamaño, Valdebenito y Muñoz tampoco facilitaron la tarea a la Justicia Militar. Los cinco involucrados sostuvieron insistentemente que ambos civiles fueron detenidos por saltar una pared, teoría descartada tras el testimonio del dueño de casa de la propiedad en cuestión; indicaron que ninguno de los dos portaba su cédula de identidad al momento de ser reducidos, lo que fue desmentido por el peritaje fotográfico levantado por la PDI; aseguraron que no se detuvieron en ningún lugar entre el Cuartel de la PDI y la cancha de fútbol, omitiendo que condujeron hasta Caleta Lenga, donde Iván Rojas escuchó el ruido del mar; y que los detenidos cruzaron la cancha de fútbol corriendo hasta perderlos de vista y retirar la patrulla del lugar, un acto imposible de efectuar debido a las múltiples fracturas y hematomas que sufrieron a causa del abuso.
Finalmente, todos los infantes declararon: “A lo que se me pregunta respondo que yo no golpeé a ninguna de estas personas ni tampoco vi a ninguna de las personas que componían la patrulla militar golpeando con los puños o con las culatas de sus armas a los detenidos, sólo los redujimos”.
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Iván le insistió a David que se pusiera de pie y que lo alcanzara, para que juntos fueran a buscar ayuda. Riquelme le respondió que era imposible reincorporarse. Así permanecieron cerca de veinte minutos, hasta que con la ayuda de un cerco, Rojas pudo pararse y caminar con complejidad hasta su casa, un trayecto de 300 metros que demoró más de una hora en recorrer.
En su domicilio fue recibido por su hermano, David Rojas, quien le preguntó qué había ocurrido con ellos y dónde estaba Riquelme. Dificultosamente logró decirle que le habían “pegado los milicos” y que su compañero quedó tirado en la cancha Los Halcones.
El hermano de Iván se dirigió raudo al lugar señalado. Antes avisó en la casa de David y sumó a José Riquelme y a Elsa Ruiz, sobrino y madre de la víctima respectivamente, en su búsqueda. Cuando llegaron estaba amaneciendo y no costó mucho tiempo encontrarlo.
Tirado de espalda, con el puño derecho semi cerrado, una pierna sobre la otra y tibio. Así encontró José a su tío David. Lloró y lo nombró por su apodo mientras el hermano de Iván le tomó el pulso a su cuello y confirmó que estaba muerto. Luego llegó la señora Elsa, con piernas temblorosas. Desconsolada, vio a su hijo empolvado y después que Carabineros le quitara la ropa, con todo su cuerpo morado.
Paralelamente, una ambulancia fue a la casa de Iván Rojas para constatar sus lesiones. Luego de determinar que sufría de una equimosis en el dorso derecho del tórax y en ambos muslos y piernas, fue derivado al Hospital Las Higueras de Talcahuano de forma inmediata.
En la cancha de fútbol, mientras tanto, paramédicos, la Brigada de Homicidios de la PDI y el Laboratorio de Criminalística llegaron para iniciar los peritajes correspondientes y de paso armar una escena que aún le parece irreal a la familia de David. El Servicio Médico Legal cargó el cuerpo sin vida de quien fuera vendedor de pescado y cartonero hasta sus 44 años. El informe emanado por la institución diría días después que, a causa de la golpiza, sufrió la fractura de doce costillas en el lado derecho, cuatro en el izquierdo y otra fractura en el tercio superior de su esternón.
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El 4 de marzo de 2012, a dos años de iniciado, el sumario administrativo a cargo de Soteras llegó a su fin. El resultado fue un licenciamiento de los cinco infantes imputados, que en la jerga militar equivale a ser expulsado de la institución.
Sin embargo, el tiempo transcurrido coincidió con el necesario para que los sargentos Elgorriaga y Martínez pudieran retirarse, tras cumplir veinte años de servicio, y quedar con una remuneración mensual vitalicia superior al medio millón de pesos.
Por su parte, la causa criminal investigada por la Fiscalía Naval arrojó una condena de tres años y un día para los cinco infantes. Los imputados fueron sentenciados por coautores de violencia innecesaria con resultado de muerte y violencia innecesaria con resultado de lesiones leves. No por tortura ni homicidio, como argumentaron los abogados de la familia de David Riquelme y de Iván Rojas, y lejos de los más de diez años que el fiscal naval, Alejandro Enríquez, solicitó en primera instancia.
La Corte Marcial fue quien desestimó lo señalado por el persecutor naval y rebajó la condena de los involucrados, en un proceso que estuvo a cargo de la Justicia Militar en todo momento. La última palabra de la causa fue pronunciada por la Segunda Sala de la Corte Suprema, cuando el 18 de mayo del 2016 ratificó con unanimidad la pena remitida con beneficio de libertad vigilada que despachó el tribunal castrense.
En total, Elgorriaga, Martínez, Caamaño, Valdebenito y Muñoz estuvieron privados de libertad durante 3 meses, tras permanecer en prisión preventiva al interior de una dependencia naval, mientras se iniciaba la investigación, y vigilados por uniformados con un rango menor al de los sargentos.
En tanto, los ocho hermanos de David Riquelme junto a Iván Rojas demandaron al Fisco chileno el 6 de febrero del 2014, cuando aún no se resolvía la causa criminal. La acción fue respaldada por los abogados León Fernández y Javier Ahumada, quienes presentaron ante el Segundo Juzgado Civil de Concepción una demanda de indemnización de perjuicios por daño moral.
Junto a Rojas, firmaron como demandantes Elizabeth, Ada, Judith, Lilibeth, Betzabé, Débora, Ester y el hermano homónimo del fallecido, David Riquelme Ruiz. En su descripción, el documento detalla que se demanda al Fisco de Chile “por la responsabilidad que le cabe como empleador de los agentes del Estado, esto es, cinco empleados públicos –activos al momento de los hechos– y funcionarios de la II Zona Naval de Talcahuano de la Armada de Chile”, refiriéndose a Elgorriaga, Martínez, Caamaño, Valdebenito y Muñoz, “los que con su accionar delictuoso producto de golpes y aplicación de tormento provocaron la muerte, del hermano de los demandantes, don David Daniel Riquelme Ruiz, y lesiones a don Iván Enrique Rojas Araneda”.
Tras más de una revisión, los abogados pidieron 190 millones de pesos en total: treinta para Iván Rojas y ciento sesenta a repartir entre los ocho hermanos de David. A la fecha, esta es la última diligencia realizada a raíz de la muerte de Riquelme, y los querellantes aún esperan que el Poder Judicial liquide la deuda para cerrar, al menos desde el aspecto legal, el traumático y oscuro episodio ocurrido siete años atrás.