No hay duda que la gran mayoría de la población ha manifestado pacíficamente desde octubre pasado estar harta de un modelo económico y social tremendamente injusto, explotador y abusivo. Ellos se expresó abrumadoramente en la mayor manifestación de protesta de la historia de Chile que congregó a cerca de un millón y medio de personas. Es cierto también que, paralelo a ello, han surgido numerosas manifestaciones violentas que –aunque claramente minoritarias- han causado mucho daño en bienes públicos y privados; han herido a muchos carabineros y han afectado la vida ciudadana normal. Además, han proliferado conductas francamente delincuenciales de saqueo y vandalismo. Por otro lado, ha habido una cruel represión de las Fuerzas Especiales de Carabineros que se ha ensañado fundamentalmente con manifestantes pacíficos, al extremo de dejar centenares de personas –fundamentalmente jóvenes- con graves heridas oculares. Algo que ha impactado mundialmente porque –de acuerdo a informaciones proporcionadas, entre otros, por el Colegio Médico- ha superado con creces las que han provocado en muchos años las fuerzas represivas israelíes con los palestinos.
Además, ha habido numerosos casos de torturas, incluyendo vejaciones sexuales, efectuadas por carabineros en contra de manifestantes, particularmente jóvenes y niños.
Pero se ha reparado muy poco en que la fuente fundamental de la insatisfacción ciudadana radica precisamente en la mantención de un modelo económico excluyente y que, a la vez, se impuso con la aplicación de muchos años de extrema violencia sobre el conjunto de la sociedad chilena. Esto lo ha reconocido crudamente uno de los políticos más relevantes de la derecha chilena: Andrés Allamand. De este modo, en su libro de 1999, La travesía del desierto (Edit. Aguilar), él señala una íntima conexión entre la dictadura y la instauración del modelo económico neoliberal: “El gobierno militar chileno realizó una transformación económico-social de alcances fenomenales (…) El modelo (económico) le aportaba (a Pinochet) una propuesta coherente y de paso le brindaba una coartada para el ejercicio prolongado del poder: si el Gobierno chileno no se hubiera embarcado temprano en un proyecto de transformación de gran envergadura, jamás habría podido sostener aquello de las ‘metas y no plazos’. Una revolución de esa magnitud –eso es lo que era- necesitaba tiempo. Desde el otro lado, Pinochet le aportaba al equipo económico algo quizás aún más valioso: el ejercicio sin restricciones del  poder político necesario para materializar las transformaciones (la cursiva es mía). Más de alguna vez en el frío penetrante de Chicago los laboriosos estudiantes que soñaban con cambiarle la cara a Chile deben haberse devanado los sesos con una sola pregunta: ¿Ganará alguna vez la presidencia alguien que haga suyo este proyecto? Ahora no tenían ese problema” (pp. 155-6).
Y ese “ejercicio sin restricciones del poder político necesario para materializar las transformaciones” (que sí  podemos homologarlo metafóricamente al uso de una retroexcavadora) fue el que se tradujo en miles de desapariciones forzadas y ejecuciones sumarias; en decenas o centenares de miles de detenidos políticos y torturados; en decenas o centenares de miles de exiliados; y en decenas o centenares de miles de exonerados, espiados, amedrentados o allanados individual o masivamente. También, ese “ejercicio sin restricciones del poder” se tradujo en una política de años de terror a través de un toque de queda permanente y de la creación de una policía secreta omnipotente y omnipresente; además de la censura periodística y literaria; de la virtual destrucción del movimiento sindical y de las federaciones estudiantiles; de la intervención de las universida- des; y del férreo control del sistema escolar. Asimismo, ese “ejercicio sin restricciones del poder” se expresó en políticas económicas y sociales que llevaron el desempleo hasta más del 30% de la población en algunos años y a la creación de los vejatorios PEM y POJH, además de un gigantesco exilio por razones económicas.
Evidentemente que con las décadas de maduración –desde los años 20 del siglo pasado- de la conciencia social y política de los sectores populares y medios habría sido imposible, sin ese control total del poder y terror sistemático, imponerle a la población un modelo que concentró el poder económico en algunas decenas de grandes grupos económicos; que atomizó a los sectores populares y a las clases medias; y que mercantilizó el conjunto de la vida del país. Y que concretamente impuso el “Plan Laboral”; las AFP; las Isapres; la privatización de los servicios públicos; la ley que ha entregado crecientemente la gran minería del cobre a empresas trans- nacionales; el sistema tributario que permite una gigantesca “elusión” de los más ricos; la máxima concentración de los medios de comunicación en manos de la derecha; la LOCE; la ley de universidades privadas; las leyes que minimizaron el poder de los sindicatos y de las juntas de vecinos; etc.
Y lo increíble sucedió después. La coalición proclamada de centroizquierda –la Concertación de Partidos por la Democracia- en lugar de cumplir con sus planteamientos opositores a la dictadura de sustituir dicho modelo impuesto a sangre y fuego; ¡lo legitimó, consolidó y perfeccionó! Su dirigencia (como lo reconoció Edgardo Boeninger en un libro escrito en 1997) fue llevada a lo anterior en virtud de una “convergencia” con el pensa- miento económico de la derecha que “políticamente no estaba en condiciones de reconocer”.
El hecho es que hasta el día de hoy sufrimos el mismo modelo de sociedad excluyente, injusto y abusivo impuesto en base a la extrema violencia y consolidado luego a través del engaño. Es decir, estamos experimentando, día a día, el resultado de una violencia histórica extrema. Y es un modelo que no solo continúa provocando inmensas injusticias, abusos y pobreza en grandes sectores de la población. Además, literalmente mata de manera silenciosa y ¡sin generar mayores cuestionamientos! Seguramente ya muchos no recuerdan que, entre 2006 y 2017, ¡1.313 niños fallecieron en el Sename por negligencia, los que eran contabilizados por el Servicio Nacional de Menores como “egresos administrativos”!…
Tampoco causan mayor escozor las muertes que se generan por la mala atención en la salud pública, producto de su crónica escasez de presupuesto, lo que contrasta con el sistema de seguros privados que atiende a los estratos más acomodados de la población. De este modo, de acuerdo a informaciones oficiales del Ministerio de Salud entregadas al Senado, solo en el primer semestre de 2017 ¡murieron 6.320 personas que estaban en listas de espera!: “Una de cada ocho personas que fallecieron durante el primer semestre de 2017 estaba en lista de espera para recibir una atención en el sistema público de salud (…) las que ‘corresponden al 12% de las defunciones inscritas en todo Chile en el período’, que fueron 51.989. De quienes fallecieron esperando, 939
tenían pendiente una atención incluida en el plan AUGE, es decir, con plazos máximos para otorgar la prestación. Otros 5.277 requerían una consulta con un especialista o una intervención quirúrgica que no están en el AUGE, y 104 aparecían en ambas listas de espera a la vez. Durante el período analizado murieron 19 guaguas menores de un año aguardando una atención y 39 niños entre uno y 14 años (…) la mayor parte de los fallecidos eran adultos mayores (74,5% del total)” (El Mercurio; 17-3-2018).
Por otro lado, “durante todo 2016 fallecieron 15.600 pacientes de la lista de espera. Además (…) si bien no era posible establecerlo de manera certera, al menos en 6.700 casos podía haber una relación entre la muerte y haber tenido una atención pendiente” (Ibid.). ¿Cuántas muertes evitables se podrán estimar en una proyec- ción de este tipo, desde 1990?…
A lo anterior hay que agregar los exorbitantes precios de los remedios existentes en Chile. De tal modo que la propia cadena Salcobrand aseguró el año pasado que “hoy en Chile, los laboratorios venden a las farmacias hasta 10 veces más caro que a otros países de la región” (El Mercurio; 22-2-2019). A su vez, el Ministerio de Salud informó que “Chile compra medicamentos hasta 24 veces más caros que otros países de América Latina” (Ibid.). También, en reportajes en televisión hemos visto testimonios de personas con enfermedades crónicas graves que han constatado que sus remedios llegan a ser a veinte veces más caros en Chile que en el extranje- ro. Por cierto, no hay constancia de cuántas muertes al año se generan en nuestro país por este inmoral y es- candaloso hecho.
¿Acaso, no genera lo anterior –además de las miserias y aflicciones a que está sujeta la mayoría de los jubila- dos y pensionados y sus familias por el sistema de AFP- un cuadro de severas angustias para una inmensa can- tidad de familias?; y ¿estas miles de muertes evitables no revelan que sufrimos un modelo económico-social de extrema violencia? Basta darse cuenta del enorme daño social que registran nuestras estadísticas de afectados por ansiedad y depresión; o de personas –particularmente jóvenes- que se “refugian” en el alcohol y las drogas en general.
Es decir, por un lado la imposición de este modelo nefasto significó un gran sufrimiento para millones de chilenos y una sistemática violación de derechos humanos para la generalidad de la población; y, por otro, su con- solidación en la post-dictadura ha significado también profundas injusticias, abusos y sufrimientos -y en muchas ocasiones incluso la muerte- para la mayoría del pueblo chileno. Evidentemente, en un debate serio y res- ponsable sobre la violencia en nuestro país, éste debiese ser el factor central a debatir.


Por Felipe Portales