La violencia es un hecho básico de la vida en sociedad y por ello juega un rol clave en la organización de los estados.
El monopolio del uso legítimo de la violencia que la sociedad civil le cede al Estado, vía policía y militares, hace gravísimo que tales cuerpos abusen del poder que entre todos les conferimos. Es especialmente grave, jurídica y moralmente, cuando el abuso proviene de los agentes del Estado, porque se trata de una traición al mandato mediante el cual tienen acceso a las armas. Esa es sin duda la lección histórica más importante que nos han dejado los regímenes totalitarios del siglo XX.
El uso indiscriminado de la fuerza por parte de Carabineros durante estas semanas –refrendado internacionalmente por Amnistía Internacional y Human Rights Watch– ha dejado las relaciones de confianza entre la policía y la sociedad civil en punto muerto o, en el mejor de los casos, muy cerca de un punto tal de no retorno.
La situación actual se suma a una crisis de la policía que se arrastra por varios años: está cuestionada por su desfalco de recursos públicos, ridiculizada gracias a acciones de inteligencia tan ineficientes como reprehensibles, desorientada en la aplicación de supuestos protocolos que debiesen regular el uso de la fuerza para resguardar manifestaciones pacíficas y menores de edad. A todo ello se agrega ahora el uso desproporcionado de armamento inadecuado en operaciones de orden público.
Un hecho que explica que estemos frente a una crisis sin retorno para Carabineros es que las dimensiones recién mencionadas no son necesariamente sus labores más importantes, tampoco a las que dedican más tiempo en momentos “normales”.
Pero dada la sumatoria estos hechos, ¿cómo van ahora a liderar campañas de protección de barrios? ¿Cómo habrían de cumplir labores de protección de víctimas? ¿Cómo podrían ir a los colegios a dictar charlas? ¿A qué respeto van a apelar para cursar infracciones de tránsito? No solo eso: ¿qué seguridad tendrían los propios policías ahora cuando deban cuidar una plaza o asistir en la seguridad de un evento masivo?
Tenemos, creo, dos opciones.
La opción moderada es dividir Carabineros en diversos cuerpos policiales independientes, partiendo sin duda con la desaparición de las “fuerzas especiales” y la formación de una policía civil a cargo de la seguridad de barrios y comunidades.
La opción más radical es asumir lo evidente: tenemos una fuerza policial militarizada, propia del siglo XIX, que está obsoleta para las complejidades de la sociedad contemporánea. Nos merecemos una nueva policía.
El fin de Carabineros es algo que, a estas alturas, la sociedad se debe a sí misma. Una tarea del nuevo pacto social es reducir los niveles basales de violencia cotidiana en la sociedad. Se lo debemos también a los policías del futuro y a sus familias: un nuevo espacio institucional en el que puedan llevar a cabo una labor que puede y debe ser muy noble.
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