A mi abuelo lo sorprendió el coronavirus cuando ya tenía preparadas las verduras para la feria del día siguiente. Le dijeron que todos los vecinos de la comuna debían quedarse en sus casas para no contagiarse del virus ese del que hablaba la televisión. Nos dijo que a sus 83 años tenía la piel curtida por el sol y el frío y que muchos bichos le habían picado desde pequeño, hasta mordido los pies descalzos y que, como no había médico donde vivía, su cuerpo se había hecho resistente y que no le entraban balas.
Acostumbrado a trabajar al aire libre durante toda su vida, su primera reacción al confinamiento fue el miedo; no entendía que había que temer, puesto que nada se veía y estaba obsesionado preguntando cómo era el bicho y qué es lo que hacía. Y un día, le dio un ataque de pánico, dejó de conocernos y se agazapó toda la cuarentena detrás de la cama, como si estuviera en el escondite aquel del Cerro Centinela, que fue su salvación hace unas décadas durante la dictadura.
Parapetados en la casa, las cifras diarias de contagiados y fallecidos nos mordisquean el ánimo y tememos por mi abuelo, pues, en esta guerra, los de la última línea han sido los primeros en caer.
Según la OMS, está siendo una tragedia humana inimaginable en todo el mundo. El 83% de los fallecidos en Chile tiene más de 60 años; en las casi 5.500 residencias de mayores de España han fallecido cerca de 20 mil personas; mientras que en Canadá el ejército, desplegado durante la pandemia para ayudar en algunas residencias, concluyó un informe describiendo el horror de las condiciones de vida y de trato de los mayores. De China a Chile, pasando por París, New York, Talca y Brasil, el bicho está devastando, que es para lo que fue parido, como se ha dicho.
Confinamiento rima con aislamiento. Pero los mayores son tacto, son piel. De los cinco sentidos con los que nacemos hay uno que probablemente nunca perdemos en nuestra vida: el tacto. Aislados en sus piezas convertidas en cárceles, con el solo contacto diario de una paramédico con escafandra, no necesitan ver la televisión para saber que algo ocurre en su residencia. De repente, pasos que van y vienen aprisa se mezclan con voces en el pasillo, algo no anda bien en la pieza del vecino. Y, después, un silencio elocuente.
Las familias no podían visitarlos cuando enfermaban y apenas unos pocos de los suyos podían despedirlos cuando nos dejaban. Muchos se fueron solos, un poco más solos de lo que estaban. Pero todos los nombres de los caídos cuentan, podría decir Saramago, como el de Luis Sepúlveda, quien por siempre me recordará que mi abuelo, y todos nuestros viejos, no solo nos han leído cuentos, sino que han escrito algunas de las historias de amor y de juegos más bellas de nuestras vidas.
Al coronavirus, ¡qué duda cabe!, le ha ido bien en miles de cuerpos de todo el mundo, por eso no tenía razones para mutar, como dijo David Quammen, ni menos para convertirse en una “buena persona”, como aventuró el exministro de Salud Jaime Mañalich, recurriendo a una parábola de pedagogía política tan innecesaria como torpe. Me recordó el exministro a aquella noche del 27 de febrero de 2010, cuando las autoridades subestimaron las señales de alerta de riesgo de tsunami en uno de los países más sísmicos del mundo. Cuando las olas ya se habían llevado demasiados cuerpos, entonces, se declaró la alerta. Para los docentes de ciencia política estos fenómenos de decisión o de no-decisión en contextos de complejidad y de incertidumbre nos resultan extraordinariamente interesantes. Sabemos que la incertidumbre forma parte de la ingeniería de los expertos como de los inputs de políticos responsables de tomar una decisión.
Este virus, maldito, cruel con quienes menos pueden defenderse, por las costuras de este patchwork de protección social que tenemos en Chile se ha colado en el cuerpo de nuestros mayores.
La crisis social de 2019 y la sanitaria de 2020 han desvelado que Chile tiene un grave problema ético con los mayores, social y políticamente desahuciados antes de que enfermaran del COVID-19. Pero hay oportunidad de redimirnos de esta gerontofobia y de otros graves problemas sociales que hemos consentido. El diseño de una nueva Constitución es esa oportunidad única para construir un sistema de protección social basado en derechos universales, que supere el Estado de medioestar edificado desde 1990 y termine con la mercantilización del bienestar de quienes se jubilan.
Se necesita un pacto político y social orientado por tres principios: universalidad de derechos sociales, calidad y participación. No es que todos tengamos que llegar al mismo punto, pero se debe asegurar un mínimo de protección social, decente en pensiones, salarios, salud y educación. La universalidad estaría en el corazón del pacto por tres razones.
Por un imperativo moral, porque aumenta la productividad, y porque reduciría los riesgos de explosión social. Se puede partir de lo recomendado por la OIT sobre El piso de la Protección Social para una globalización equitativa e inclusiva. Sería un pacto liderado por el Estado, pues solo él puede resolver las desigualdades sociales. Un pacto que redefina las responsabilidades sociales del mercado, del Estado y de la familia y que le dé al Estado capacidades financieras para cumplirlas.
En Chile el gasto social público promedio es de 10,9% del PIB versus 20% en la OCDE. Una reforma tributaria inspirada por el principio de la solidaridad fiscal puede ser una oportunidad de verdadera integración moral a la sociedad de los privilegiados. Un pacto que contemple la solidaridad intergeneracional y la justicia distributiva y redistributiva. Que cree instituciones que conjuren la pobreza y la desigualdad, de todos, desde luego de nuestros mayores. Son miles los que no tienen un fondo de pensión del que sacar un peso, pues en su vida han tenido lo justo para sobrevivir. Según la encuesta Casen (2017), un 4,5% de las personas mayores se encuentra en una situación de pobreza por ingreso y un 22,1% en una situación de pobreza multidimensional. La futura capacidad económica de Chile no debería afectar la capacidad social y política de reconocer el derecho de protección con equidad de nuestros mayores. Es del interés de todos, pues el año 2025 habrá en nuestro país más mayores de 60 años que jóvenes menores de 15.
Todos aseguran que con el fin del virus se abre un mundo distinto. ¿Muerto el bicho se acabó la rabia? Temo que no. Fuera de su pieza el mundo será un campo minado para mi abuelo y para la mayoría de los casi tres millones de adultos mayores que hay en Chile. Cuando acabe la guerra contra el virus, la desactivación se ve compleja, pues las infames pensiones, los costos de los medicamentos, la soledad y la falta de redes son otros tantos virus sociales que tendrán que sortear nuestros mayores.
Sea como sea el mundo que esté por venir, mi abuelo, al que creíamos apagado en su confinamiento, nos ha susurrado hoy que no quiere apearse de la vida.
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