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martes, 20 de octubre de 2020

Zozobras de un héroe

 

Heroe
 

“La vida, la desgracia, el aislamiento, el abandono, la pobreza, son campos de batalla que tienen sus héroes; héroes oscuros más grandes a veces que los héroes ilustres". Victor Hugo. Los Miserables.


Balma

Zozobras de un héroe


Escribe Edmundo Moure - 19, octubre 2020


El general no quería hablar con nosotros, pese a que le dijimos que éramos miembros del Centro Cultural del Ejército de Chile; tampoco nos sirvió una tarjeta de recomendación de Evópoli, firmada por su artista mayor, Cruz Coke. El general manifestó su férrea voluntad de acogerse al silencio absoluto.

Entonces, el Flaco Astudillo me propuso que hablásemos con el corcel. Estás loco, le dije, pero el Flaco insistió, con esa certeza suya, entre realismo mágico y komintern de los 30… Y ni tanto, quizá, porque lo más bien que el Príncipe dialogó con la Golondrina y hasta besos se dieron, según nos contara Oscar Wilde en el Príncipe Feliz. Sé de lo que hablo, en mi exilio de Canadá hice un curso de lenguaje e interpretación prosódica de idioma caballuno, que es uno solo, porque ellos no tienen Torre de Babel, y un caballo del Tibet puede entenderse a la perfección con un corralero chileno.

Y me dijo que el corcel se llamaba Diamante, que era más heroico aún que su jinete, pues nunca había temblado ni sudado, como éste lo hiciera, en las batallas contra peruanos y bolivianos. Tampoco en los combates contra los defensores del presidente Balmaceda, traicionado por militares y carcamales, al igual que Salvador Allende.

El único problema, agregó Astudillo, con su tozudez acostumbrada, es que los caballos solo hablan a partir de la medianoche, y como estamos bajo toque de queda, tenemos que asumir el doble riesgo de policías o militares, o “ambos los dos juntos”, como decía mi abuelo gallego.

Así que Astudillo consiguió una credencial del Ayuntamiento, firmada por el pedáneo Alessandri, y, premunidos de dos tarros de pintura blanca y sendas brochas, nos dirigimos al monumento, con overoles azules de funcionarios municipales. Era la 1:30 de la madrugada, no había guardianes, ni verdes ni azules ni de color caqui camuflado.

Dejé que el Flaco se encaramara y miré hacia los cuatro costados de la efigie. Nada. Estaba tranquilo, como antes del estallido, como antes de las conmociones, como en los buenos tiempos, que se difuminaron mucho antes de ser buenos, pero la memoria es tan mentirosa cuando se lo propone, sobre todo cuando inventa paraísos perdidos e infancias felices… Salvo quizá el edén que previó Mahoma para los alados corceles del desierto, antepasados ilustres de los mejores equinos de la Tierra. Esto lo recuerda Borges, en Del Cielo y del Infierno…

Que te dejes de lucubraciones literarias, me dijo el Flaco, y con un chiflido y un gesto de su jeta alargada, me conminó a subir. Tenía agarrado al potro por las riendas…

Sí, era potro y se llamaba Diamante; mucho mejor que llamarse Manuel o Baquedano; ni qué decir González. El Flaco tiró de las bridas y el corcel sacudió la cabeza, estremeciéndose desde la testa hasta los cascos, como suelen hacer los equinos. El general se mantuvo impasible; miraba hacia el poniente, como si aguardara la señal de iniciar una batalla.

Astudillo le susurraba al potro, como suele hacerse en tales maestrías. Le pidió que nos resumiera, lo mejor posible, cuáles eran las principales zozobras del ciudadano soldado general Manuel Baquedano González.

Acaso puedo ir anotando, le sugerí al Flaco y me respondió que no fuera huevón, que las hojas en blanco y el rasguido del bolígrafo asustarían a Diamante y podrían dar en la dura losa con los huesos heroicos del viejo mílite. Yo prefiero memorizar, dijo.

Primero, al general le perturba -habla Diamante- que su epónimo no haya sido reforzado por las autoridades en la mente volátil de la opinión pública, que todos hablan de Plaza Italia y nadie, o casi nadie, de Plaza Baquedano, como corresponde.

Segundo, que en las escuelas no se destaque su participación en la guerra contra los Mapuche, donde él asesoró, estratégicamente, a Cornelio Saavedra para derrotar a los indígenas sublevados; que, si le consultasen hoy de La Moneda, les daba en diez minutos la solución a ese, el más grave de los actuales conflictos.

Tercero, que Él nunca fue aficionado a ningún otro deporte, aparte de la equitación, en donde no destacó, es verdad, porque sufría de vértigo y solo montaba con media botella de jerez en el cuerpo… Y los futboleros vienen a celebrar a su costa los triunfos, efectivos o morales; a veces las numerosas derrotas, como se acostumbra en este país de derrotados impunes.

Cuarto, a Él le apena que las mujeres desnuden sus pechos sentadas a mi grupa, no porque no les atraigan ellas -bien hombrecito que fue, como todos los de su ralea-, sino porque es una señal maléfica del deterioro moral del catolicismo y de la familia, como lo comprueban esas niñas furibundas que le cantan al general, sin ningún respeto, señalándolo con el índice: El violador eres tú…

Quinto, Él ha soportado incontables vejámenes, pero este último, el de hoy, en que le han pintado de rojo, es simplemente insoportable. Por ello, ha pedido al Ejército que nos saquen de aquí, cuanto antes… Parece que lo harán, porque Evópoli se preocupa de Monumentos Nacionales y de otras materias inertes y polvorosas de la cultura nacional. Yo le he sugerido, a Él, que pida ser ubicado junto a la Virgen del cerro San Cristóbal. Él es muy devoto y por algo Ella nos llevó a las victorias contra la Confederación y contra el pacto de alianza altiplánica, y contra las rebeliones internas del 73, y si ahora nos arrimamos a su prestigio en el alma nacional, capaz que sigamos invictos en todas las guerras, de adentro y de afuera, que para eso estamos.

El Flaco me gritó que no aguantaría más zozobras, que el potro estaba politizado, que era un corcel fascista, un burgués cuadrúpedo, acomodado de pesebreras lujosas y de haras verdes y floridos como lugar ameno; que esto que sucedía en Chile no ocurría en ningún otro lugar del planeta y que pensaba exiliarse de nuevo.

Acuérdate, le espeté, que nos pagaron para blanquear el monumento y dejar la estatua con su color hierro viejo. Cuando trepábamos por segunda vez, se escucharon los motores de dos carros de fuerzas especiales. A pintar se ha dicho, como si nada. Y le dimos a las brochas, como en los mejores tiempos de la Ramona Parra, aunque pesaran los años en los brazos y los miedos aleves en el espíritu.

Cacha, me gritó Astudillo (lo que significaba “mira” u “observa”), y alargó su brazo desde la cima, como si fuera la espada inmarcesible de Simón Bolívar, que se llevan detenido al general Baquedano. En efecto, dos policías arrastraban, cogido de las axilas, el cuerpo exangüe del héroe del Pacífico. Apenas se distinguía, en la boca lobuna de la noche, el rojo quepis del héroe de cien batallas.

Sentimos temblar a Diamante, mientras limpiábamos su pelambrera de lustroso alazán.

Increíble lo que hay que hacer para ganarse unos cochinos pesos, masculló el Flaco Astudillo. Asentí, sin decir nada. El olor de la pintura me traía otros recuerdos y resucitaba viejas zozobras.

 

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