Vistas de página en total

lunes, 1 de junio de 2015

El reino de los Burgos: el neoliberalismo como orden ilustrado

avatar
Investigador Asociado. Universidad Arcis 
 
En el prólogo a La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado (1984), Norbert Lechner dialogaba con Tomás Moulian sobre la necesidad de “… valorar los procedimientos de la democracia”. Este trabajo marca un hito crucial dentro de la renovación socialista, por cuanto revalorizaba el orden social y ubicaba a la iniciativa política bajo el requisito de las mayorías nacionales. De aquí en más la “interacción” entre consensos y disensos o, bien, la pluralidad irreductible de las posiciones políticas, serán concebidas dentro de la institucionalidad democrática.
Por aquellos días aciagos, Lechner subrayaba el “complejo” tránsito de la revolución a la democracia. A la sazón y a través de este mismo expediente, la “renovación socialista” –de la mano de Arrate y el propio Carlos Altamirano– consumaba un cambio de premisas, dando lugar a un inédito entrecruzamiento entre campo académico y esfera política. Nombres de la talla de Ricardo Núñez, Manuel Antonio Garretón, Ricardo Lagos, Sergio Bitar y, a último minuto, el Almeydismo, confluían en un pacto por la convergencia que ulteriormente daría lugar a la coalición del arcoíris.
Más allá de la restauración de un horizonte democrático, también se hacía presente una inquebrantable valoración por la estabilidad institucional. Esta fue la “sala de parto” de una serie de actores políticos –con una inédita experticia en el arte de la persuasión o, bien, de operadores políticos que han gozado de diversa “fortuna”.
Como todos sabemos, un conjunto de “transitólogos” –encabezados por Edgardo Boeninger– trazaban el itinerario político que articulaba democracia y socialismo bajo una nueva era de ‘gobernabilidad’. Incluso la propia noción de consenso quedaba ingresada (tautológicamente) en la gramática de la transición chilena. La derogación de toda concepción maximalista (UP) de los procesos de transformación social, fue una cuestión esencial que también formaría parte de la biblioteca de la renovación socialista.
Se podría obrar de buena fe y establecer una larga reflexión teórica respecto del costo de mantener las rutinas del orden social –y de su conversión en ideología–. A este respecto, el laguismo representa un verdadero manual acerca de la certidumbre de las rutinas gubernamentales. El problema es que tras esta validación del establishment las terapias de gobernabilidad se tornaron una máxima irrevocable y hemos sido testigos fúnebres de una connivencia entre democracia formal y neoliberalismo avanzado, que el año 2011 se puso en evidencia. Y así, tras esta gradiente, tuvo lugar en Chile la revaloración de los aspectos procedimentales de la democracia –a ratos casi homologable al orden binominal–, que se podría mimetizar sin mayores problemas con el itinerario institucional trazado por Jaime Guzmán.

A pesar de lo último, el problema estriba en que se fue restituyendo una sociabilidad institucionalista que tiene un largo historial en las piochas de bronce del “parlamentarismo” chileno. Tras el pacto transicional, nuestra elite retornó a un sentido común que abunda en institucionalismo, al precio de acotar la extensión del ‘polo deliberativo’ que ha tenido lugar en los últimos años. El ABC de nuestra pálida transición está plagado de significantes como gobernabilidad, consenso, paz social, reconciliación, etc. De este modo la elite política soslayaba los antagonismos sociales mediante tecnologías de estabilidad institucional tendientes a erradicar el disenso.
El peso de la noche. La cuestión del orden es parte de la racionalidad de la clase política y al final del día depotencia gravemente el ciclo de la protesta social. Se trata de los “arquitectos” que han modulado la democracia chilena, pero que al mismo tiempo han instruido los límites normativos del espacio político como quien decide cuál será el espacio –la topografía– donde es posible la conflictividad social (domesticada). Tras esta hegemonía se levanta la fisonomía moral de una cohorte de conservadores ilustrados, cuya psicología política administra las tramas íntimas de la gobernabilidad. Una generación de censores capaces de administrar feudalmente el sentido común. Un grupo elitario cuya “sobriedad” parece estar del lado del sentido común, la sensatez, la asepsia, el realismo, la cordura institucional de una mesocracia aggiornada. Los clivajes conservadores de la chilenidad. Se trata de un discurso que señala cuáles son los ‘límites fácticos’ en que se puede dialogar con la protesta social. Una cultura que habla desde la hegemonía, donde la movilización en un momento deviene dionisiaca, “tumultuosa” y debe ser cancelada.
La arrogancia de nuestra elite política queda al descubierto al momento de sugerir que el orden es patrimonio de quienes ostentan el “principio de realidad”, de aquella “oligarquía benevolente” que debe administrar la demanda, y de cuando en vez sentencia la inmadurez de ciertas reivindicaciones del movimiento social (AC). Hago alusión a esa oratoria falangista, de tono grave, paternal, solemne, higiénica, eventualmente republicana, presidencialista y basada en un “principio de autoridad” que sanciona las implicancias éticas de la protesta social. Es decir, que funciona como un rasero de responsabilidad para medir la cordura o embriaguez de la movilización social. Es parte del desafío creativo de la izquierda superar esta hegemonía conservadora, toda vez que –gracias a la modernización autoritaria– encuentra eco en el “sensorium” de una ciudadanía igualmente conservadora.
Pero hay más de un problema en el ethos del ciudadano Burgos. Este se relaciona con un excesivo ánimo de institucionalización, de preservar el plano judicativo y las figuras procesuales del establishment como sí aquellas no formaran parte de una construcción política. Todo indica que aquí la política solo existe cuando se encuentra domiciliada en los partidos, en el Parlamento y no se propone desafiar la capacidad inclusiva del sistema de partidos. La Asamblea Constituyente cae en desgracia frente al poderío de este realismo.
Un ministro del Interior con una vocación institucionalista que rehúye la conflictividad y pone “cuotas de mesura” a los “desgarbos” del movimiento social. Hay un axioma en los sujetos que habitan en la ciudadela de los Burgos, a saber, una democracia que cultiva la conflictividad puede friccionar imprudentemente (léase demagógicamente) el orden y llevarnos peligrosamente a una crisis de convivencia. El rasero para determinar cuándo, dónde y cómo es posible la profundización del campo político estaría en manos de una “intelección privilegiada” que conoce el arte de gobernar y delimita los alcances fácticos y la prudencia de la protesta social. Este patrimonio del sentido común se traduce en una compulsión por instaurar un “principio prudencial” que se expresa en institucionalizar la demanda, en un cese de reivindicaciones, donde subrepticiamente se nos sugiere que la movilización termina siendo un gesto delirante, pasional, que pone en riesgo el régimen político.
Sin duda alguna el discurso de los Burgos impone premisas y supuestos elitarios acerca de cómo se organiza “idóneamente” el sentido común, cuáles son los ritos saludables de la ciudadanía, cómo estar del lado de la cordura, como si acaso esa misma organización de ideas no estuviera sostenida en una articulación política que oculta sus fronteras ideológicas en una colonización del sentido común. El “simulacro” consiste en estigmatizar la disidencia como una práctica patológica, que arrastra una estrechez cognitiva que no dimensiona las lecciones del consenso y el valor de una democracia –la chilena– basada en partidos e instituciones. De otro modo, la racionalidad del sujeto Burgos trata de evitar la excesiva politización del tejido social y reivindica una república del centro-centro que se autoproclama inmune a los ciclos políticos.
En buenas cuentas, entender la sociedad a partir de una sobredosis de consenso, lejos de proveer el horizonte necesario para una perspectiva democrática, termina poniendo a ésta en peligro –esa debe ser la lección del año 2011–. Enfrentar este peligro implicaría que, cada vez que nos relacionamos con alguna forma de consenso, no podemos perder de vista que es el resultado de una articulación hegemónica (política).
Burgos encarna ese diseño ortopédico, higiénico, que nos habla desde un Olimpo algo desdeñoso y ostenta –subrepticiamente– un vínculo naturalizado con la experiencia, una relación de privilegio con el campo de la vida cotidiana que le permite explotar los clivajes conservadores de la sociedad chilena. En materia de alianzas políticas, quizás el ciudadano Burgos parte de la siguiente inducción, a saber, la constatación empírica de que el mundo comunista goza de una incidencia en las bases sociales. Ello lo hace concluir a regañadientes –pero con firmeza– que la “testimonialidad” de esos “sujetos del trauma” o, bien, el trauma convertido en cálculo político, puede contribuir a menguar la conflictividad en una especie de desarticulación –sibilina pero concreta– del “grito de la calle”. De paso, el partido de Gladys vendría a validar una mayor penetración en el mundo popular en favor del nuevo conglomerado. Burgos y la pragmatología, razones de gobernabilidad, razones de Estado.
La Nueva Mayoría hace explícito un neoconservadurismo ilustrado. Una especie de “cesarismo progresista” del orden qua orden, que cultiva el legado institucionalista de los consensos y el realismo impuesto por la Concertación. Todo indica que la victoria pírrica de la “nueva coalición” consistirá en bregar por un neoliberalismo corregido. He aquí algunos obstáculos para avanzar hacia una democracia radical.En principio habría que bregar por una sociedad que erosione “gradualmente” las relaciones de dominación. Pero esa tarea resulta inviable cuando buena parte del sentido común renueva votos en el castillo de los Burgos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores