El reino de los Burgos: el neoliberalismo como orden ilustrado
- Mauro Salazar Jaque
- Investigador Asociado. Universidad Arcis
-
- En el prólogo a La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado (1984),
Norbert Lechner dialogaba con Tomás Moulian sobre la necesidad de “…
valorar los procedimientos de la democracia”. Este trabajo marca un hito
crucial dentro de la renovación socialista, por cuanto
revalorizaba el orden social y ubicaba a la iniciativa política bajo el
requisito de las mayorías nacionales. De aquí en más la “interacción”
entre consensos y disensos o, bien, la pluralidad irreductible de las
posiciones políticas, serán concebidas dentro de la institucionalidad democrática.
Por aquellos días aciagos, Lechner subrayaba el “complejo” tránsito
de la revolución a la democracia. A la sazón y a través de este mismo
expediente, la “renovación socialista” –de la mano de Arrate y el propio
Carlos Altamirano– consumaba un cambio de premisas, dando lugar a un
inédito entrecruzamiento entre campo académico y esfera política.
Nombres de la talla de Ricardo Núñez, Manuel Antonio Garretón, Ricardo
Lagos, Sergio Bitar y, a último minuto, el Almeydismo, confluían en un
pacto por la convergencia que ulteriormente daría lugar a la coalición
del arcoíris.
Más allá de la restauración de un horizonte democrático, también se hacía presente una inquebrantable valoración por la estabilidad institucional.
Esta fue la “sala de parto” de una serie de actores políticos –con una
inédita experticia en el arte de la persuasión o, bien, de operadores
políticos que han gozado de diversa “fortuna”.
Como todos sabemos, un conjunto de “transitólogos” –encabezados por
Edgardo Boeninger– trazaban el itinerario político que articulaba
democracia y socialismo bajo una nueva era de ‘gobernabilidad’. Incluso
la propia noción de consenso quedaba ingresada
(tautológicamente) en la gramática de la transición chilena. La
derogación de toda concepción maximalista (UP) de los procesos de
transformación social, fue una cuestión esencial que también formaría
parte de la biblioteca de la renovación socialista.
Se podría obrar de buena fe y establecer una larga reflexión teórica
respecto del costo de mantener las rutinas del orden social –y de su
conversión en ideología–. A este respecto, el laguismo
representa un verdadero manual acerca de la certidumbre de las rutinas
gubernamentales. El problema es que tras esta validación del establishment las terapias de gobernabilidad
se tornaron una máxima irrevocable y hemos sido testigos fúnebres de
una connivencia entre democracia formal y neoliberalismo avanzado, que
el año 2011 se puso en evidencia. Y así, tras esta gradiente, tuvo lugar
en Chile la revaloración de los aspectos procedimentales de la
democracia –a ratos casi homologable al orden binominal–, que se podría
mimetizar sin mayores problemas con el itinerario institucional trazado
por Jaime Guzmán.
A pesar de lo último, el problema estriba en que se fue restituyendo
una sociabilidad institucionalista que tiene un largo historial en las
piochas de bronce del “parlamentarismo” chileno. Tras el pacto
transicional, nuestra elite retornó a un sentido común que abunda en
institucionalismo, al precio de acotar la extensión del ‘polo
deliberativo’ que ha tenido lugar en los últimos años. El ABC de nuestra pálida transición está plagado de significantes como gobernabilidad, consenso, paz social, reconciliación, etc. De este modo la elite política soslayaba los antagonismos sociales mediante tecnologías de estabilidad institucional tendientes a erradicar el disenso.
El peso de la noche. La cuestión del orden es parte de la
racionalidad de la clase política y al final del día depotencia
gravemente el ciclo de la protesta social. Se trata de los “arquitectos”
que han modulado la democracia chilena, pero que al mismo tiempo han
instruido los límites normativos del espacio político como quien decide
cuál será el espacio –la topografía– donde es posible la conflictividad
social (domesticada). Tras esta hegemonía se levanta la fisonomía moral
de una cohorte de conservadores ilustrados, cuya psicología
política administra las tramas íntimas de la gobernabilidad. Una
generación de censores capaces de administrar feudalmente el sentido
común. Un grupo elitario cuya “sobriedad” parece estar del lado del
sentido común, la sensatez, la asepsia, el realismo, la cordura
institucional de una mesocracia aggiornada. Los clivajes
conservadores de la chilenidad. Se trata de un discurso que señala
cuáles son los ‘límites fácticos’ en que se puede dialogar con la
protesta social. Una cultura que habla desde la hegemonía, donde la
movilización en un momento deviene dionisiaca, “tumultuosa” y debe ser
cancelada.
La arrogancia de nuestra elite política queda al descubierto al
momento de sugerir que el orden es patrimonio de quienes ostentan el
“principio de realidad”, de aquella “oligarquía benevolente” que debe
administrar la demanda, y de cuando en vez sentencia la inmadurez de
ciertas reivindicaciones del movimiento social (AC). Hago
alusión a esa oratoria falangista, de tono grave, paternal, solemne,
higiénica, eventualmente republicana, presidencialista y basada en un
“principio de autoridad” que sanciona las implicancias éticas de la
protesta social. Es decir, que funciona como un rasero de
responsabilidad para medir la cordura o embriaguez de la movilización
social. Es parte del desafío creativo de la izquierda superar esta
hegemonía conservadora, toda vez que –gracias a la modernización
autoritaria– encuentra eco en el “sensorium” de una ciudadanía
igualmente conservadora.
Pero hay más de un problema en el ethos del ciudadano
Burgos. Este se relaciona con un excesivo ánimo de institucionalización,
de preservar el plano judicativo y las figuras procesuales del establishment como sí
aquellas no formaran parte de una construcción política. Todo indica
que aquí la política solo existe cuando se encuentra domiciliada en los
partidos, en el Parlamento y no se propone desafiar la
capacidad inclusiva del sistema de partidos. La Asamblea Constituyente
cae en desgracia frente al poderío de este realismo.
Un ministro del Interior con una vocación institucionalista que
rehúye la conflictividad y pone “cuotas de mesura” a los “desgarbos” del
movimiento social. Hay un axioma en los sujetos que habitan en la
ciudadela de los Burgos, a saber, una democracia que cultiva la
conflictividad puede friccionar imprudentemente (léase
demagógicamente) el orden y llevarnos peligrosamente a una crisis de
convivencia. El rasero para determinar cuándo, dónde y cómo es posible
la profundización del campo político estaría en manos de una
“intelección privilegiada” que conoce el arte de gobernar y delimita los
alcances fácticos y la prudencia de la protesta social. Este patrimonio
del sentido común se traduce en una compulsión por instaurar un
“principio prudencial” que se expresa en institucionalizar la demanda,
en un cese de reivindicaciones, donde subrepticiamente se nos sugiere
que la movilización termina siendo un gesto delirante, pasional, que
pone en riesgo el régimen político.
Sin duda alguna el discurso de los Burgos impone premisas y supuestos
elitarios acerca de cómo se organiza “idóneamente” el sentido común,
cuáles son los ritos saludables de la ciudadanía, cómo estar del lado de
la cordura, como si acaso esa misma organización de ideas no
estuviera sostenida en una articulación política que oculta sus
fronteras ideológicas en una colonización del sentido común. El
“simulacro” consiste en estigmatizar la disidencia como una práctica
patológica, que arrastra una estrechez cognitiva que no dimensiona las
lecciones del consenso y el valor de una democracia –la chilena– basada
en partidos e instituciones. De otro modo, la racionalidad del sujeto
Burgos trata de evitar la excesiva politización del tejido social y
reivindica una república del centro-centro que se autoproclama inmune a los ciclos políticos.
En buenas cuentas, entender la sociedad a partir de una sobredosis de consenso,
lejos de proveer el horizonte necesario para una perspectiva
democrática, termina poniendo a ésta en peligro –esa debe ser la lección
del año 2011–. Enfrentar este peligro implicaría que, cada vez que nos
relacionamos con alguna forma de consenso, no podemos perder de vista
que es el resultado de una articulación hegemónica (política).
Burgos encarna ese diseño ortopédico, higiénico, que nos habla desde
un Olimpo algo desdeñoso y ostenta –subrepticiamente– un vínculo
naturalizado con la experiencia, una relación de privilegio con el campo
de la vida cotidiana que le permite explotar los clivajes conservadores
de la sociedad chilena. En materia de alianzas políticas, quizás el
ciudadano Burgos parte de la siguiente inducción, a saber, la
constatación empírica de que el mundo comunista goza de una
incidencia en las bases sociales. Ello lo hace concluir a regañadientes
–pero con firmeza– que la “testimonialidad” de esos “sujetos del trauma”
o, bien, el trauma convertido en cálculo político, puede contribuir a
menguar la conflictividad en una especie de desarticulación –sibilina
pero concreta– del “grito de la calle”. De paso, el partido de Gladys
vendría a validar una mayor penetración en el mundo popular en favor del
nuevo conglomerado. Burgos y la pragmatología, razones de
gobernabilidad, razones de Estado.
La Nueva Mayoría hace explícito un neoconservadurismo ilustrado. Una especie de “cesarismo progresista” del orden qua
orden, que cultiva el legado institucionalista de los consensos y el
realismo impuesto por la Concertación. Todo indica que la victoria
pírrica de la “nueva coalición” consistirá en bregar por un
neoliberalismo corregido. He aquí algunos obstáculos para avanzar hacia
una democracia radical.En principio habría que bregar por una
sociedad que erosione “gradualmente” las relaciones de dominación. Pero
esa tarea resulta inviable cuando buena parte del sentido común renueva
votos en el castillo de los Burgos.
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