Guerra civil política
por RAMÓN BRIONES Y HERNÁN BOSSELIN 15 junio 2015
Pensemos lo que está ocurriendo en Chile: ha descendido abruptamente sobre nuestra sociedad una profunda sombra que, abarca en su interior, a un sector muy significativo de la dirigencia política y empresarial. Se observa que no solo se describen hechos graves, sino que ellos se iluminan como consecuencia de un proceso casi casual, producto de que un gerente de un grupo económico menor, no viendo satisfechos sus intereses financieros, procedió a develar ante el Ministerio Público lo que se conoció el año pasado como las boletas políticas, los pagos negros a ejecutivos, el uso de la familia para inventar retiros y operaciones de moneda extranjera que no obedecían a ninguna realidad.
Tal como ocurre en La peste, de Camus, es la muerte de una rata, hinchada en una escalera, lo que aparece como el inicio de un enorme foco infeccioso en una ciudad. Sin embargo, al comienzo de la peste, la muerte incluso de todas las ratas de la ciudad, no lleva a los ciudadanos a alarmarse. La alarma sólo se enciende cuando comienza a morir la población. El lector podrá concluir que nos está ocurriendo algo muy parecido.
Al comienzo muchos se alegraban: un grupo económico de derecha financiaba su propio partido político; y siendo ello motivo de escándalo, se usó todo el profuso instrumental del Estado para descubrir los hechos. Después, cuando el encadenamiento de hechos similares llevó y nos está llevando a muchas otras empresas y grupos económicos, ya podemos decir que recién, como en el caso de la novela mencionada, algunas personas, muy pocas, tomaron en serio el riesgo que corre la República.
Tal como se están dando las cosas, hemos pasado a la etapa de la confrontación entre la clase política y entre los clanes empresariales. Es el sueño de que la peste quede radicada en los que piensan distinto. Pero la peste comienza a afectar a todos, a algunos como autores de los hechos y a otros como víctimas. Así han comenzado, como en un juego interminable, denuncias abiertas y encubiertas de todos contra todos, en una fiesta para desacreditarse recíprocamente, para marchar hacia el exterminio de la República.
En el mundo empresarial, los que no han sido tocados, miran con sospecha a los afectados y así buscan vanamente que sean dos o tres grupos económicos los que paguen la cuenta de sus errores, abriéndose con esto la posibilidad para que otros chilenos o extranjeros, puedan comprar buenos activos y baratos, en una especie de liquidación también encubierta.
Se dice con liviandad que algunos de estos hechos eran ampliamente conocidos. Se confunden los intereses económicos, que están detrás de las boletas o facturas emitidas con fines políticos, con los beneficios regulatorios del Estado o, derechamente, de un lucro excesivo.
Sin ánimo de dictar cátedra, nos parece que para estar en consonancia con los tiempos habría que elegir un nuevo Congreso, completo, a fines del presente año. incluyendo, en la elección, el cargo de Presidente de la República. Estos nuevos miembros del Congreso bicameral tendrán como misión específica entregar al país un proyecto de nueva Constitución, en un plazo de dos años, con el fin de que sea plebiscitada; para resguardar el derecho de todas las minorías, deberían llevarse a plebiscito todas las materias que en dicho Congreso obtengan, al menos, un 30% de aprobación en las dos cámaras. El sufragio debería volver a ser obligatorio.
Nos negamos a pensar que la mayoría de los chilenos conociera la existencia y ejercicio de estas prácticas; aún más, conociendo a muchos actores políticos, pensamos que un número significativo de ellos no ha participado de esta orgía economicista, política y electoral; sin duda, hay un número importante de parlamentarios y miembros del Poder Ejecutivo o personas que han cumplido estas funciones, que están afectadas por esta peste económica, política y electoral.
Resulta necesario hacerse cargo de la materia. Se debe tener muy presente que es urgente buscar soluciones verdaderas. Como en El retrato de Dorian Gray, si esto hubiese sido tan común, habríamos escondido, en algún retrato de algún político, los males de la sociedad y sus prácticas indebidas. Y, entonces, habría que concluir que en buena hora hemos subido al desván a mirar una realidad de nuestra democracia que no queríamos ver.
Sin embargo, la realidad es que la gran mayoría, por no decir casi todo el país, desconocía estas prácticas y hoy día observa asombrado el espectáculo y comienza a aparecer un sentimiento de repugnancia tan fuerte como sostenido y, como es un sentimiento instintivo, no distingue ya los claros y oscuros.
Hay que tomar medidas drásticas y rápidas y ya hemos dicho anteriormente que la compañía Soquimich debe terminar su labor como empresa privada en manos de sus actuales socios, porque ha corrompido, con fines directamente relacionados con su negocio, a una vasta clase política, sin distinción de sectores ni afinidades políticas; se ha colaborado con una empresa que ayudó a construir un imperio personal, y que fue parte de la familia del dictador Pinochet.
En lo político, la profusión de leyes que trata de llevar al detalle a las doce tablas, no conducirá sino a un espantoso enredo de inhabilidades y normas sin fin, difíciles de pesquisar y, por tanto, de dudosa utilidad.
No se trata solo de mirar las sombras que cubren este cuadro descrito, sino que es obligación moral ofrecer alguna alternativa. Sin ánimo de dictar cátedra, nos parece que para estar en consonancia con los tiempos habría que elegir un nuevo Congreso, completo, a fines del presente año, incluyendo, en la elección, el cargo de Presidente de la República. Estos nuevos miembros del Congreso bicameral tendrán como misión específica entregar al país un proyecto de nueva Constitución, en un plazo de dos años, con el fin de que sea plebiscitada; para resguardar el derecho de todas las minorías, deberían llevarse a plebiscito todas las materias que en dicho Congreso obtengan, al menos, un 30% de aprobación en las dos cámaras. El sufragio debería volver a ser obligatorio.
De esta forma, es posible, porque nada se puede dar por seguro, dados los intereses en juego, que la guerra civil política desatada se encauce con fines positivos, propositivos, racionales, democráticos y, en suma, republicanos; nadie quedará excluido de las decisiones que tomemos para salir de esta situación que es, en cierto modo, tanto o más grave que la crisis de 1973, y es el pueblo soberano el que debiera dar la última palabra, porque, al final, las demasías de las elites siempre terminan descansando sobre los hombros de los más pobres, los que tienen menos cultura y los que quieren progresar en un país decente como claramente hemos empezado a dejar de serlo.
No se diga que las instituciones funcionan cuando ellas solo funcionan cuando son hechos delictuales los que las han puesto en movimiento, hechos que no hemos sido capaces de detectar y sancionar oportunamente.
Un pueblo movilizado e informado que sabe que su voto va a decidir no solo quiénes redactaran una Constitución, sino que aquella además se someterá a juicio del pueblo, además de la elección de un nuevo Jefe de Estado y Congreso Nacional. Este resulta ser el camino más inteligente y así todos habremos contribuido, algunos solo con el voto, otros para que la soberanía vuelva a quien debe hacerse responsable de evitar males mayores.
Se está viviendo un clima en que las instituciones más importantes del país, como son los poderes Ejecutivo y Legislativo, están perdiendo en forma acelerada su legitimidad; sin legitimidad, no se podrá, en modo alguno, salir realmente de la crisis y, menos, elaborar una nueva Constitución. Si la crisis afecta en grado extremo a los poderes señalados, son los mandatarios, vale decir los miembros del pueblo soberano, los que deben ser convocados, ya que sus representantes han errado el camino.
Es lo que, dicen, se intentó hacer tardíamente en 1973 y que hoy no podemos soslayar mediante el mecanismo propuesto que, en el fondo, es recurrir al pueblo que somos todos.
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