El Estado policial que pretende instalar el presidente de la República no es la respuesta esperada por los millones de manifestantes que están luchando en Chile por sus reivindicaciones sociales, pero que continuarán  sometidos a la brutal represión de instituciones armadas que permanecen petrificadas desde la dictadura.

   Se trata de instituciones deslegitimadas por la corrupción y que por décadas han evitado su democratización, pero que sobre la base de su formación clasista se encuentran disponibles en todo momento para salir a acallar por los medios que fuere las protestas  y movilizaciones que signifiquen amagar el dominio avasallante del modelo neoliberal aplicado a ultranza.

    Las violaciones sistemáticas de los derechos humanos están de nuevo sobre el tapete, igual que en los 17 años de terrorismo de Estado reafirmando la idea – que era la del dictador y su camarilla – de los altos mandos y las tropas a su cargo que colocan al pueblo como un enemigo al que hay que atacar con saña.

   Vuelven a conmover las imágenes de civiles indefensos, principalmente muchachos y gente joven, tendidos en hilera en el suelo boca abajo, con las manos en la nuca,  mientras son apuntados con sus armas por militares amenazantes. Son imágenes que no se diferencian de aquellas captadas en las afueras del palacio de La Moneda, en la mañana de aquel 11 de septiembre de 1973.

   Desde el inicio de la efervescencia social, sin guerra alguna de por medio, se sabe de 23 muertos y más de 2.500 heridos. De éstos, un porcentaje relevante recibió en sus cuerpos – muchos en sus ojos – balas disparadas con armamentos de guerra, balines de goma y perdigones, en tanto se denuncia un alto número de personas detenidas y sometidas a torturas y vejámenes incluyendo reiterados casos de abusos sexuales. No se sabe qué “protocolo” empleó el mayor de carabineros que ingresó a un liceo de Santiago centro disparando  contra alumnas adolescentes.

   La muerte de numerosos compatriotas y las heridas y humillaciones  que innumerables hombres y mujeres pobres han debido sufrir no corresponden obviamente a una democracia. Son un descrédito más para las autoridades políticas sobrepasadas por la respuesta social y que han debido guarecerse tras los ejecutores de la fuerza bruta, en un intento por eludir su responsabilidad.

   Sorprendentemente y en momentos en que el Instituto Nacional de Derechos Humanos canaliza la lluvia de denuncias ante las fiscalías pertinentes,  el presidente de la República ha expresado su apoyo a esas prácticas inaceptables que se creían sepultadas en el pasado de ruindades. Las propias comandancias cupulares del Ejército y Carabineros se sumaron con rapidez a ese gesto presidencial.

   El jefe castrense (Martínez) se mostró orgulloso del desempeño de sus soldados durante la vigencia del estado de emergencia, que afortunadamente fue de pocos días porque era innecesario y se evitó un mayor número de víctimas. Sin el menor sentido de la autocrítica el director de la policía uniformada (Rozas) consultado por la prensa  sobre los errores que pudo haber cometido el personal bajo sus órdenes, respondió categórico: “¡Ninguno!”.

     La represión desencadenada otra vez en Chile avalada por La Moneda afecta no solo a los trabajadores y estudiantes que suelen encabezar las marchas reivindicativas masivas pero pacíficas. También están sus familiares, mujeres, hijos y adultos mayores que no pueden evitar  los chorros de agua y los gases lacrimógenos, cuando no las balas, que les lanzan con odio los guardianes del orden establecido  para recibir después no solo los palmoteos de sus propias jefaturas sino los de rango presidencial.

    El compromiso que el presidente dice tener con los derechos humanos ha sido ineludiblemente puesto en duda. Tal cuestionamiento se lo han formulado con insistencia los familiares y amigos de los mártires de este octubre rojo,  porque – por si no lo saben las altas esferas – los sumarios administrativos contra los hechores de uniforme no le devolverán la vida a nadie.
Hugo Alcayaga Brisso
Valparaíso