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martes, 17 de febrero de 2015

Caso Dávalos: el ominoso silencio de Andrade y el síndrome Martín Rivas en el PS

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Dr. y profesor universitario.
 
En el PS –con la excepción del diputado Juan Luis Castro y de Camilo Escalona– se guardó durante todo el desarrollo del escándalo que involucró al hijo de la Presidenta un silencio, si no cómplice, por lo menos sospechoso, en especial porque los hechos iban en abierta contradicción con el discurso meritocrático que ha enarbolado este Gobierno.
La red oficial de correos del PS –donde varios estamos prohibidos– no emitió ningún comunicado en que alguna autoridad o parlamentario abordase el tema. Es más, un hombre tan acostumbrado a hablar hasta por los codos durante los veranos, como lo es Osvaldo Andrade –el político anti-Penta–, guarda un silencio sepulcral y desaparece hasta el día siguiente de la renuncia de Dávalos. En tanto, a Isabel Allende, la otra aspirante a presidir la colectividad, tampoco se le escuchó palabra hasta terminados los hechos.
La Red Dos de información no oficial del PS, que administra un equipo horizontal de reconocidos militantes y donde se da un debate más abierto, también sufrió las secuelas del caso Dávalos y la prueba más evidente de ello es que durante esos días estuvieron dedicados a recordar la figura del fallecido Clodomiro Almeyda –quien estuvo de cumpleaños el pasado 11 de febrero–, a fin de evitar, supongo, tener que referirse a este momento gris y amargo por el que atraviesa la colectividad (recién el domingo divulgó una tardía declaración la lista de Jaime Fuentealba y Gonzalo Martner, solicitando que Dávalos sea pasado al Tribunal Supremo, al tiempo que se le suspendan los derechos como militante al formalizado diputado Christian Urízar).
Y es que es comprensible, me imagino, el impacto devastador que debe haber tenido sobre los militantes históricos el caso del hijo de la Presidenta Bachelet, quien, también, reconoce militancia en ese histórico partido. Guardan silencio, además, sus intelectuales orgánicos capturados, además, en cargos en la administración pública y en los privilegios que el poder otorga a sus acólitos. Y es que lo sucedido con Dávalos es la gota que rebosó el vaso en un PS que, hace mucho tiempo, se compró la ideología neoliberal por completo (y con ello sus lógicas), proceso que se inició luego del Golpe y cuya primera evidencia fue la burocratización de la fracción que dirigía Almeyda que, contra su propia historia, en 1979 apoyó (al igual que el Mapu que dirigía Enrique Correa), la invasión rusa a Afganistán, sentando un precedente perverso para el futuro de los socialistas chilenos.
Vino enseguida la caída del Muro y luego la de los socialismos reales. Entonces, del partido burocratizado al “partido entregado al capitalismo” hubo solo un paso. Don Cloro por aquella época habló de la “fase termidoriana”, refiriéndose con ello al reflujo por el que pasaba el movimiento popular. Según relatan los socialistas, su hermano, de paso por París a inicios de la transición fue un poco más explícito: “Hay que aceptar que el capitalismo le ganó al socialismo”. Bueno, enseguida vinieron los Escalona, Solari, Núñez y compañía para hacer el puente entre una sociedad y otra, y a su alero crecieron los Dávalos y los Martín Rivas.
Y es que en los difíciles momentos por los que atraviesa el PS hoy, la referencia tanto a Allende como a Almeyda, ambas figuras históricas, y sus decisiones en momentos dramáticos de su vida dan cuenta, también, y ayudan a comprender lo que sucedió con el partido que, después de intentar hacer una revolución de proporciones, concluyó sus días capturado por la lógica del capitalismo y del aggiornamento. En ese sentido no pueden resultar más ejemplificadoras y distantes de los actuales usos y costumbres de sus dirigentes, las actitudes y prácticas del Gobierno de Allende y de quienes lo acompañaron durante el breve gobierno de la Unidad Popular (UP) y que ya forman parte de la mitología socialista chilena.


Podremos meter las patas, pero nunca las manos

Cuentan varios ex funcionarios de la UP que asumieron cargos de alguna relevancia en aquella administración que era curioso que, al llegar a tomar posesión de un nuevo trabajo, se encontrasen siempre, en el pupitre de su escritorio, con un mensaje que rezaba: “Podremos meter las patas, pero nunca las manos”. Ejemplos sobre la veracidad de aquella consigna sobran. Hernán Coloma, un dirigente de la época a quien le correspondió asumir un puesto en la empresa textil Corfo, relata lo siguiente: “Un sobrino de Allende por parte materna –Gossens–, que dejó el cargo que ocupaba en la Corporación textil Corfo, quiso preservar su derecho a estacionamiento en la textil y nosotros nos opusimos. Entonces me llamó el propio Allende para preguntarme ¿por qué lo hace? Porque quiero protegerlo, Presidente, no corresponde que un pariente suyo quiera mantener un estacionamiento reservado cuando ya no trabaja aquí. Allende me dijo entonces ‘Ud., es un joven prepotente, pero está bien lo que hizo’. En seguida me invitó a su casa para enseñarme de política”.
Otro militante de ese  tiempo alguna vez me relató el siguiente episodio: un funcionario que, abusando de su cargo, hizo uso de las sillas de su servicio para un matrimonio familiar, fue despedido inmediatamente por Allende cuando éste se enteró del mal uso de bienes públicos. Es por eso que Altamirano siempre relata con orgullo que todos los juicios que levantaron los militares contra directivos de la UP por corrupción (y que no fueron pocos) jamás llegaron a ninguna parte. Y ello explica el que, cuando ese Gobierno hacía agua, la gente salía masivamente a la calle para defenderlo: “Este será un gobierno de mierda, pero es mi gobierno”. De allí también provino esa idea masivamente difundida, de que los socialistas “no roban, nos defienden”.

Del avanzar sin transar al forrarse sin parar

Si bien esta vez fue Sebastián Dávalos el afectado, nadie asegura, tampoco, que será el último de una larga cadena de actores públicos involucrados en hechos irregulares que han marcado a la política nacional en los últimos cuarenta y un años. En efecto, después del gobierno de Allende, nuestra historia política reciente ha sido acompañada permanentemente por un flagelo que, desde entonces, se ha confundido con la actividad pública: la corrupción, cuya principal evidencia han sido los enriquecimientos ilícitos a costa del erario fiscal y del asalto a mano armada a las empresas públicas –la familia Pinochet, los dueños de los bancos, los Piñera, Yuraszeck, los Délano, los Ponce Lerou, ¡uf, es que son tantos!– de privatizaciones que se hicieron hasta 24 horas antes de asumir Aylwin y que la conducta errática de éste, sea por realismo político o por miedo, al no cuestionarlas, sentó el primer precedente para que en democracia se siguiera profundizando el mal.
Comenzamos por no investigar los pinocheques, continuamos por el desvío de recursos recaudados al alero de la solidaridad nacional –como resultado de las tragedias climáticas de 1992–, que fueron a parar a oficinas de parlamentarios del oficialismo; luego vinieron los desmalezamientos en Concón, las ventas a futuro en Codelco, la petición de Frei al CDE para que “por razones de Estado no investigara más los pinocheques”, el caballo regalado por la inmobiliaria Pérez-Yoma al ministro de Vivienda; los MOP-Gate, las coimas en las plantas de revisión técnica, las escuelas de conductores y los parlamentarios presos, los jarrones perdidos en la Corfo, los préstamos millonarios de Estévez a los Luksic para que controlaran el Banco Chile a la vez que asfixiaba a los pequeños ahorristas con comisiones ilegales en Banco Estado, el Transantiago, los subsecretarios y ministros que al culminar su mandato se iban a trabajar para aquellos a quienes debían fiscalizar o regular, el perdonazo a Johnson’s, la fallida licitación del litio, hasta llegar a los casos Cascada, Penta y el más reciente: el Nueragate.
Esa cultura que se robusteció en dictadura al alero de la falta de reglas claras y de la arbitrariedad como norma máxima, contra toda suposición siguió fortaleciéndose en democracia y, habiéndose producido varias oportunidades para detenerla –los pinocheques, el MOP-Gate, el caso Coimas, etc.– y aplicar sanciones ejemplificadoras a sus protagonistas, se optó por lo contrario: Escalona metió las manos al fuego por ellos y Lagos-Insulza los defendieron ante la justicia por razones de Estado. Y allí no hubo vuelta atrás: la sensación de impunidad  produjo dos consecuencias: los chilenos tomamos nota de que en democracia también había privilegiados que se podían saltar las reglas. El efecto de esa evidencia fue letal para la democracia: millones de chilenos, aun más al alero del voto voluntario, dejaron de acudir a las urnas y, por otra parte, significó el ingreso masivo de una generación de jóvenes que querían el camino fácil a la riqueza. Por ahí se colaron en masa los Dávalos-Compagnon.

Todos querían ser Dávalos

Desde la constatación de los hermanos Almeyda sobre el fin de una época –sea en su versión termidoriana o de aceptación del triunfo del capitalismo a secas– los socialistas perdieron su rumbo y aceptaron un modelo cuyo éxito está lejos de comprobarse y que sigue generando serías inequidades, produce guerras desastrosas, crisis periódicas y amenaza hoy con destruir el planeta.
La generación socialista de la transición, en particular aquellos sobre cuyas cabezas rebotaron algunas esquirlas y piedras desprendidas del Muro de Berlín, en vez de comprender que esa crisis podía significar la oportunidad para acometer, en la medida que se recuperaba la correlación de fuerzas, el cambio del modelo heredado de la dictadura, renunciaron a su rol histórico –en justicia también lo hizo la DC–, se “acomodaron” al capitalismo en su versión más neoliberal y terminaron con ello reforzando y perpetuando el sistema clientelar-oligárquico de la política chilena, en vez de ofrecer un alternativa de transformación social.
Se compraron el discurso oligárquico en cualquiera de sus versiones  –la política como fronda, el discurso del orden portaliano y el peso de la noche, así como el sueño americano de la riqueza fácil y rápida–, reemplazaron al partido de militantes de los 80 por la red clientelar de adherentes, sea en su versión familiar, de amantes, operadores y/o aduladores que funciona y se solidifica cada vez más y cuya punta del iceberg es lo sucedido al ex director Sociocultural de la Presidencia, que no hace otra cosa que reflejar de buena manera nuestra democracia cooptada y que se extiende incluso hasta el PS chileno: allí está, lleno también de pequeñas oligarquías familiares, sea en el Parlamento o en los cargos de Gobierno, de jóvenes engominados de cuello y corbata que llegan a las reuniones con maletín, esperando su oportunidad para un próximo ascenso en el aparato estatal, de intelectuales que están cómodos con sus pegas en agencias públicas, a quienes les da modorra hacer un ejercicio crítico, espíritu que marcó y fue el sello de toda una generación de políticos-intelectuales que produjo el PS a lo largo de su ya octogenaria vida, dando vida a los mejores debates que animaron la esfera pública chilena por más de medio siglo.
Y seamos sinceros –y más allá de que varios con los mismos pecados hoy se atrevan a tirar las primeras piedras sobre el hijo primogénito de la mandataria, las que pueden terminar rebotándoles  como búmeran–, lo cierto es que, hasta el viernes 6 de febrero, Sebastián Dávalos era para muchos de los mismos uno de los buenos símiles a seguir (así como el de él era Ricardo Lagos Weber), para alcanzar el éxito y que, junto a Rodrigo Peñailillo y su equipo, así como el senador Felipe Harboe, resultaban ser los mejores exponentes de la Nueva Burguesía fiscal. En el PS, y me imagino también que en gran parte de la Nueva Mayoría, todos querían ser Dávalos y estaban ahí agazapados, prestos y atentos esperando la oportunidad que la vida sí le había concedido a Sebastián.
Porque cuando la izquierda ha renunciado a su rol transformador y crítico ocurre lo que ocurrió con el PS chileno y su consecuencia más reciente: el Nueragate. Porque cuando se termina por adoptar como modelo el orden oligárquico y no se cuenta con recursos de origen, entonces hay que hacer carrera en la política para proveérselos y desde ahí saltar al mundo empresarial en busca del reconocimiento de quienes se considera que son las elites por naturaleza del país. Porque no es solo Dávalos ni la inmensa mayoría del PS, lo es también el grueso de la coalición oficialista cuyos parlamentarios apernan a sus mujeres, parientes y amigos sin descaro en el Gobierno, o les proveen de una carrera en el Parlamento, o contratan como asesores a directivos de empresas que el Estado debe regular y declaran que “no es irregular”, ni menos “tráfico de influencia”, y entonces se pronuncian y aparecen como legítimas sentencias como la que se atribuye a la nuera de la Presidenta: “No es tanta plata tampoco”, o se hace vista gorda, como ocurre en el PS, con uno de sus diputados que ya fue formalizado –Cristián Urízar– y sobre el cual la dirigencia de su organización no dice nada. Ni lo suspende mientras dure la investigación ni, como antes, “mete las manos al fuego” por él. Y es que abunda la cultura de que “mañana me podría tocar a mí”.

El modelo Martín Rivas

Alguna vez me contaba un ex presidente del PS que, al ingresar a un conocido hotel capitalino donde se desarrollaría un evento partidario, el conserje se le acerca y le dice “qué bueno que ustedes estén aquí tomando decisiones, ya que alguien tiene que defendernos”. Y ese es el efecto más letal que tendrá el caso Dávalos-Compagnon en el inconsciente colectivo popular: “Constatar que los nuestros también cometen irregularidades”. El verificar que no eran precisamente los Salvador Allende, ni los Ampuero, ni los Aniceto Rodríguez, ni los Almeyda, ni los Miguel Enríquez, ni los Carlos Lorca, en quienes, ahora erróneamente,  se había depositado la confianza ciudadana, sino en los Martín Rivas: el medio pelo que busca ascenso social con el único propósito de ingresar al selecto club de familias que antes lo han menospreciado, y cuyo propósito en la vida no es cambiar el entorno sino exclusivamente su condición social: no para iniciar un proceso de transformaciones sociales, sino para confundirse con aquella capa dirigente que le posibilite ser alguien en la vida. Y seamos honestos, eso es lo que ha pasado en general con la política chilena durante estas últimas cuatro décadas, con el mundo de izquierda y en especial con el PS, siendo una de sus mayores evidencias lo que acaba de ocurrirle al joven Dávalos: en su esfuerzo por hacerse un lugar en el mundo, y para mala suerte de él, en una época de impugnación de las elites, lo han pillado con las manos en la masa, porque, claro, no todos los que hacen lo mismo son hijos de la Presidenta.

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