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lunes, 20 de octubre de 2014

Creo que tengo la solución para los evangélicos de Chile

Columna

Durante todo el tiempo que fui a la Iglesia –más o menos quince años- pasaron cosas como ésta. Canutos, en las noticias, cuestionados por algún evento específico. La reacción en bloque siempre era la misma: “Dicen esto en las noticias porque buscan dejarnos como una secta”/”Dicen esto en las noticias porque buscan desacreditarnos/”Dicen esto en las noticias porque la Iglesia católica quiere destruirnos”. La defensa en lugar de asumir el error siempre me pareció curiosa y sospechosamente oportuna.
PROTESTA EVANGÉLICO
Me impresiona la energía canuta. Pienso un poco en mis papás cuando digo esto. Educaron a mi hermana mayor estrictamente, evangélicamente; y aunque ella decidió irse de la Iglesia/volverse del mundo, ni mi papá ni mi mamá se cansaron. Hicieron conmigo lo mismo que con ella. Tampoco me convertí, también me volví mundana y ellos siguieron sin cansarse. Todavía me quedaba un hermano al que iban a educar como a nosotras: colegio evangélico, iglesia evangélica, reglas rígidas sobre cualquier aspecto de la vida. Era su última oportunidad y no les resultó. No vale la pena decir acá en qué sentidos mantienen la energía, porque esta vez no me interesa el ámbito íntimo más que para ilustrar lo incansables que son.

Pienso, entonces, en las manifestaciones públicas de los evangélicos. El dos mil uno, chillándole a los piluchos de Tunick que eran pecadores. El dos mil once, organizando la marcha contra el matrimonio cola a la que nombraron “Marcha por la familia”. Este año, hace una semana y media, manifestándose en el Congreso en contra del AVP, gritándole a Luis Larraín, gritándole a los senadores que estaban a favor de la aprobación, celebrando a los que estaban en contra. En realidad, lo que me impresiona es esto: lo novedoso –por llamarlo de alguna forma- del ejercicio de energía canuta. No se marcha, no se grita, no se manifiesta por el beneficio de la comunidad evangélica. Se hace para que las libertades de los demás no existan. O más bien: el beneficio de la comunidad evangélica se construye a partir de la destrucción de la felicidad del otro, del mundano.
En esto pensaba a partir de lo que le pasó a Dayana Escobar, de siete años, el día en que se supo que se había muerto porque su mamá –evangélica- la hizo tomar once litros de agua por minuto para liberarla de demonios. No tengo idea si es que el papá de Dayana es tan inocente como dice ser. Tampoco sé si de verdad la sugerencia de la liberación fue del pastor de la Iglesia a la que iban. No tengo tanto interés en el caso en términos judiciales como en un aspecto que de verdad me conmueve: el silencio de la comunidad evangélica.
Sé que puede ser tramposo hablar de comunidad en este caso. En un par de cuadras de Peñalolén, por ejemplo, es posible encontrar más de cinco iglesias canutas que no tienen ninguna relación entre sí, con pastores que pueden profesar distintas variaciones de una doctrina. Pero por eso mismo, porque quisiera respetar esa proclamación de diversidad, me gustaría escuchar voces de disentimiento, manifestaciones de la no uniformidad.
Me explico. Durante todo el tiempo que fui a la Iglesia –más o menos quince años- pasaron cosas como ésta. Canutos, en las noticias, cuestionados por algún evento específico. La reacción en bloque siempre era la misma: “Dicen esto en las noticias porque buscan dejarnos como una secta”/”Dicen esto en las noticias porque buscan desacreditarnos/”Dicen esto en las noticias porque la Iglesia católica quiere destruirnos”. La defensa en lugar de asumir el error siempre me pareció curiosa y sospechosamente oportuna.
El silencio de las Iglesias evangélicas ante la muerte de Dayana muestra en qué medida les conviene sentirse un grupo minoritario en la sociedad: los otros –la mayoría- buscan desacreditarlos por el simple hecho de que son más débiles, de que no son católicos.
Pero al momento de tener que hablar de AVP, de matrimonio gay o de cualquier clase de libertad individual que no sea la de culto; sus pretensiones dejan de ser las de una minoría y se vuelven las de quienes buscan tener un espacio tan influyente y central de moralidad como el de la Iglesia católica.
Pierdo un poco el hilo. Voy a esto: los evangélicos pueden mirarse a sí mismos como una mayoría o como una minoría. Lo que a mí me interesa es que sepan mirarse en su diversidad. Si tenemos que ver al Pastor Soto o a Hédito Espinoza manifestándose en contra del aborto o del matrimonio gay con una energía aplastante, sería muy necesario ver a los que tienen que decir algo en contra de las liberaciones de demonios, de la muerte de una niña chica en el nombre de Dios con esa misma energía. Incluso más: sería necesario ver a los evangélicos a los que no les interesa moverse en la lógica del poder conservador, manifestarse públicamente.
Estoy segura –quiero estar segura- de que deben existir por ahí. Estoy segura de que algo así cambiaría la imagen que se tiene de la Iglesia canuta. Y estoy segura de que actuar de esa forma –pensando en el bienestar del prójimo- tiene más que ver con el Dios de amor en el que dicen creer que andar chillando porque la gente conviva/sea cola/haga lo que quiera/busque ser feliz.

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