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sábado, 18 de septiembre de 2010

Opinión: 200 años y no mucho que celebrar. Por Wilson Tapia, periodista y profesor universitario

Fuente Cambio 21

Si cada año que me he echado encima lo he festejado, me imagino que cuando llegara a los 200 la fiesta sería en grande. O celebrarían por mí. No sé. Nunca sabré. En estos momentos es cuando mejor entiendo aquello de que los hombres pasan y las instituciones quedan. Entiendo que es puro egocentrismo.

La frase sólo es una banalidad más, muy de lenguaje castrense. Las instituciones también son afectadas por el tiempo y los cambios que éste trae. Es posible que demoren un poco más en pasar. Pero hasta los imperios se desvanecen.

Sin embargo, los seres humanos queremos creer que algo de lo que hacemos es imperecedero. Por vanidad, por temor, por deseo de trascender, en fin. Y aquí estamos, celebrando el bicentenario de la República de Chile. Un buen momento para hacer balances.

Pero ¿el interés por el comportamiento de los chilenos en estos dos siglos es mayoritario? ¿A muchos les seduce conocer la forma en que nuestros ancestros se devanaron los sesos para encauzar al país por una senda segura? ¿A cuántos les atrae saber las trapacerías que se cometieron para forjar las grandes fortunas que se encuentran en la base del poder que maneja a la nación?

Por lo que se ha visto, las miradas de los especialistas se limitan a la historia más o menos oficial. Las visiones críticas quedan confinadas a los amargados, que abundan, o a los terroristas, que no pierden oportunidad de amenazar la integridad de las personas echando a correr rumores maliciosos.

Los medios, por su parte, se han encuadrado en la truculencia de las campañas militares. Es lo que da rating, sobre todo si se tuerce la nariz de la realidad con aditamentos de esos que crean héroes súper machos y heroínas fieles, dedicadas, íntegras, inteligentes, acogedoras, tremendas mamás, compañeras todoterreno, amantes agotadoras y valerosas.

Y a nivel masivo, se impone la demanda por las buenas empanadas, mucho vino tinto, torrentes de cerveza, algo de vino blanco, chicha, y también ron, pisco, whisky -en ese orden- y asados al por mayor.

Existe, sí, un numeroso contingente al que el jolgorio y los fuegos de artificio no le bastarán para quitar la opacidad a sus vidas. Son los más de dos millones de pobres, los casi setecientos mil desempleados (8,8% de la población activa) y esos otros cientos de miles de chilenos que se encuentran acogotados por las deudas.

Pero no hay que ponerse majaderos con tales remembranzas. Es de mal gusto. Se impone celebrar hasta quedar botados y con los bolsillos vacíos. Así somos los habitantes de este Chile, doscientos años después: consumidores, no ciudadanos. Ojalá llevar las fondas al campamento Esperanza, de la mina San José. Ya que los 33 mineros atrapados a setecientos metros de profundidad no pueden beber, que sus familiares celebren ¿qué? ¿Y por qué no obligar a los mapuches huelguistas de hambre a dejar sus prácticas terroristas y que se coman un buen asado con pebre y mucho tinto?

Y como este es un país de contrastes, imagínense que mientras se ultiman los preparativos para que los chilenos coman y beban como desatados, crece el síndrome de las huelgas de hambre. Ahora trataron de hacerla nueve ex oficiales del Ejército y la Armada. Se trata de condenados por delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Por atentados contra los DD.HH., como torturas y esas cosas que, si bien no alcanzan a ser terrorismo como el de los mapuches, afean la imagen del país.

Para volver a comer piden que se libere “ipso facto” a los suboficiales y empleados civiles condenados. Además exigen que todos los militares condenados por atropellos a los DD.HH. cumplan una pena máxima de diez años. Incluso en los casos de condenados a cadena perpetua.

En este cumpleaños número doscientos parece estar claro lo que los chilenos piensan de sus antepasados, es decir, poco. Tal vez sería interesante saber como verían ellos lo que está ocurriendo en el país. Es posible que los creyentes oraran a su Dios para que los 33 mineros salieran con vida desde su dramático encierro. Seguramente en esas oraciones también incluirían a los 34 mapuches en huelga de hambre desde hace más de dos meses. Y los no creyentes confiarían en que las instituciones que ellos ayudaron a crear funcionaran. Que nadie muriera y tampoco nadie fuera maltratado.

Posiblemente, creyentes y no creyentes se sorprenderían de que pese a tanto cambio, tanto avance tecnológico, los abusos del poder sigan como en su tiempo. Que los indios ahora han recuperado el alma, pero se los sigue tratando como raza inferior. Quizás se preguntaran si vale la pena celebrar ¿o sólo se trata de un poco de circo para tener contento a los consumidores?

Ah, y sin duda, todos estarían de acuerdo en que con el aumento de la población también aumentaron los frescos. ¡Feliz Bicentenario!


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